Asolación Transatlántica para el Comercio y la Inversión

Daniel Raventós

Julie Wark

02/06/2016

La Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés) ha estado negociándose durante los últimos tres años con prisas y a hurtadillas. El secretismo antidemocrático es de tal calibre que los europarlamentarios de Bruselas y los miembros del Congreso de los EE. UU. deben solicitar permiso para acceder a una copia sólo lectura del acuerdo. Este dato revela por sí solo todo lo que necesitamos saber sobre su transparencia. Dicho a grandes rasgos, los bancos y las grandes corporaciones están sorteando el sistema democrático al acudir directamente a Bruselas, o, en el caso de los EE. UU., a la Executive Branch. Adiós, democracia. Salve, tiranía. Esta urgencia tramposa tiene no poco que ver con el empeño en que el acuerdo se firme antes de que uno de sus grandes admiradores, Barack Obama – el mismo que dijo que «Las reglas están cambiando... y son los EE. UU., y no países como China, los que deben escribirlas» (The Washington Post, 2 de mayo de 2016) – concluya su mandato en enero de 2017.


    A principios de mayo la rama holandesa de Greenpeace reveló 248 documentos, cuyos detalles sobre las negociaciones del TTIP avivaron el debate político y social en torno a la letal entrega planificada de la UE a los intereses corporativos. El revuelo ha conseguido atraer la atención sobre alianzas similares, como el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TTP, por sus siglas en inglés), el Acuerdo en Comercio de Servicios (TISA) y el Acuerdo Integral de Economía y Comercio (CETA). En palabras del portavoz en el Parlamento Europeo (PE) del partido verde Equo, Florent Marcellesi, «Ante todo, donde la presión social y política consiguió forzar que la Comisión Europea fuera algo más transparente sobre el TTIP, el CETA ha pasado desafortunadamente desapercibido. Ya sea por el menor papel del Parlamento Europeo en el proceso, la falta total de publicación de cualquier documento de negociación o por el papel aún más preponderante de las grandes corporaciones. Fuera lo que fuese, el secretismo ha sido total y la información hacia el gran público y sus representantes directos ha brillado por su ausencia. Y ya sabemos que para tener debate democrático, necesitamos básicamente luz y transparencia.»


    El TTIP y otros acuerdos son el último estadio de un largo proceso que ha ido arrebatando gradualmente a los territorios locales y sus gobiernos el poder de adoptar decisiones de carácter político, social y económico. En esta internacional capitalista, como la profesora Silvia Federici lo llama, órganos tan antidemocráticos y pro-negocios como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y la Organización Mundial del Comercio (OMC) están acumulando de forma continua  poder político y económico, y desapoderando a la población. Los gobiernos, por otra parte, simulando impotencia ante las autoridades internacionales, hincan la rodilla servilmente ante compañías como Monsanto y Chevron, e introducen sus nocivos productos a la vez que reprimen cualquier información sobre ellos o resistencia en su contra.


    Con la aparición del grupo de los países BRIC (Brasil, Rusia, China y Sudáfrica), el fracaso del establecimiento de un mercado común de las Américas y del intento de imponer la agenda económica occidental a través de la Organización Mundial del Comercio, el poder, en esta nueva era del capitalismo completamente desembridado, está desplazándose desde el Norte y el Oeste al Sur y al Este, y, en particular, a China. Una forma de respuesta no militar de las potencias occidentales consiste en la contención de estos avances por medio de “acuerdos comerciales” amplios. De ahí que el TPP cubra el cinturón del Pacífico, incluyendo Australia, Brunei, Canadá, Chile, Japón, Malasia, México, Nueva Zelanda, Perú, Singapur y Vietnam; y el TTIP, atravesando el Atlántico, aspire a asegurarse el territorio de la Unión Europea como presa del pillaje corporativo. Los intereses en juego son geopolíticos, más que comerciales; se trata, nada menos, que del control y dominio global.


    Así pues, El TTIP no actúa solo, sino en coordinación con otros acuerdos que se remontan como poco hasta el Trans-Atlantic Business Council (Consejo Empresarial Trasatlántico), fundado en 1995 con el objetivo, informa su página Web, de “proporcionar asesoramiento sin filtrar, procedente de los principales directivos de las corporaciones, con el fin de trabajar junto con los responsables políticos”. En todos los casos, los intereses de las compañías transnacionales se sitúan por encima de la soberanía de los estados, del estado de derecho y de los derechos humanos, a través de la interposición de obstáculos frente a las leyes, regulaciones y medidas que protegen el interés público, y de la limitación del espacio de decisión política de las autoridades locales y los municipios.


    El TTIP busca la “convergencia” (eufemismo aquí de imposición) de barreras no tarifarias de forma que las mercancías puedan ser exportadas de un lado a otro con escasa atención a controles de calidad, directrices alimentarias y medidas de seguridad. El acuerdo comprende tres áreas principales: el acceso a los mercados (OMG), regulaciones (que afectan a los estándares sanitarios y fitosanitarios, en particular), y la protección jurídica (ISDS –en sus siglas en inglés –, sistema de arbitraje para la resolución de los conflictos entre inversores y Estados por el cual los primeros llevan las de ganar antes incluso de que los términos de la disputa se hayan esclarecido). Este asalto a las instituciones europeas se haría sentir sobre la salud pública, la alimentación, (por el uso de hormonas del crecimiento en los EE. UU., hoy restringido en Europa debido a la preocupación de su relación con el cáncer), los recursos naturales y la seguridad ambiental, la banca, la privacidad, el empleo, la democracia (socavada por el secreto, la vigilancia y mecanismos como el ISDS), la planificación urbana, los servicios públicos y las políticas de ámbito local.


    Las empresas gozarían de derechos especiales, no atribuidos a los estados, para denunciar por medio del ISDS (“el más tóxico de los acrónimos europeos”, según la comisaria para el Comercio de la UE, Cecilia Malmström), y oponerse a cualquier ley que pudiera poner trabas a los intercambios comerciales, con la participación directa de representantes de las grandes compañías. También se prevé un Regulatory Cooperation Body (Consejo de Cooperación Regulatoria), un comité de expertos privados designados para analizar cualquier legislación que afecte al comercio, especialmente la relacionada con el «fracking» y con los derechos sociales y medioambientales, que podrían ser anulados de estimarse que estorban los intereses empresariales actuales o futuros.


    Entre los privilegios exigidos por EE. UU. en el «acuerdo entre pares» figuran los que siguen: los gobiernos deben obedecer los deseos de los grupos empresariales y acceder a importar el sistema regulatorio estadounidense (partidario de retrasar cualquier legislación de interés público); la potestad de los EE. UU. para señalar qué leyes europeas deben ser «rectificadas»; una «cooperación» reguladora de ámbito sectorial; la disposición favorable a acoger propuestas que prioricen los intereses comerciales sobre los públicos; la introducción en la UE de nuevas normas que subordinan la protección del medioambiente y de los consumidores a los «efectos del comercio»; la evaluación unilateral de su impacto, basada en los datos de la industria y al margen de cualquier consideración sobre sus efectos sociales; la eliminación del principio de precaución (en ausencia de consenso científico, la carga de la prueba de que una política o acción no perjudica a la población ni al medioambiente recae sobre quienes las promueven); y el «mutuo reconocimiento» que significa, por ejemplo, que los productos alimenticios fabricados en los EE. UU. puedan ser comercializados libremente en la UE, que establece niveles mucho menores de tolerancia a los pesticidas.


    Una de las frecuentes confusiones políticas en torno al TTIP tiene que ver con la regulación y desregulación de los mercados. Todos los mercados sin excepción son resultado de la intervención estatal y su configuración es producto de leyes, normas, decretos y regulaciones estatales que son el trasunto de decisiones y opciones políticas. La extendida visión de que la derecha quiere la “desregulación” del mercado (en realidad el mercado no es uno, sino muchos) y la izquierda quiere “regularlo” está totalmente equivocada. Como apunta el economista Dean Baker, «La derecha tiene tanto interés en intervenir en los asuntos de gobierno como los progresistas. La diferencia radica en que los conservadores quieren que el gobierno actúe redistribuyendo la riqueza hacia arriba. Otro rasgo que distingue a la derecha es su astucia a la hora de ocultar su intervencionismo, pretendiendo hacer pasar esas estructuras redistributivas como el producto natural del funcionamiento del mercado. Pero los progresistas también contribuimos a la causa de la derecha cuando la acusamos de “fundamentalista de mercado”, como dando por sentado que la estructura defendida por los conservadores representa efectivamente el estado natural de la economía”.


    Después de Washington, Bruselas cuenta con la mayor concentración mundial de intermediarios políticos y cabilderos: más de cuatro mil solo en el Parlamento Europeo, y otros entre 20.000 y 25.000 dedicados a ejercer su presión sobre el resto de instituciones europeas, y no precisamente en favor de la población. Al fin y al cabo trabajan para magnates, financieros, multimillonarios y otros sátrapas. Con los nuevos acuerdos comerciales y la palabrería que los acompaña sobre el “libre comercio”, la “creación de empleo” y el “bienestar general”, criminales con corbata están arrebatando a millones de personas todavía más capacidad de control sobre su existencia material y con él, sobre su libertad. Eliminar o limitar tanto como sea posible la base económica e institucional de cualquier individuo, organización privada o camarilla que amenace con interferir en la existencia material de la población es obligación de los gobiernos que verdaderamente responden ante los ciudadanos que los eligen. Desde el momento en que un poder de naturaleza privada es capaz de imponer su particular (y privada) concepción del bien sobre el estado, la neutralidad estatal desaparece y con ella la justicia y la libertad. La antigua concepción republicana de la neutralidad del estado establece que el gobierno debe impedir cualquier imposición de esta clase. Si acabara prevaleciendo, el TTIP traería como consecuencia unos estados aún más impotentes (o sin voluntad) para proteger a sus poblaciones de la depredación con que la insaciable codicia de los intereses privados amenaza al planeta. Porque los gobiernos reciben hoy órdenes de facinerosos y sociópatas. Y las acatan.


    A pesar de (y, sin duda), a causa de tanto secreto, la resistencia contra el TTIP ha ido cobrando  fuerza. Un año antes de las revelaciones de Greenpeace un 43% de los alemanes estimaba que el tratado sería perjudicial para el país, mientras el 26% lo consideraba positivo. Por entonces, la mitad de los comités del Europarlamento había rechazado el ISDS. El TTIP se ha visto también amenazado a escala estatal y en fecha más reciente después de que el presidente Hollande, probablemente a modo de guiño al electorado hostil en 2017, ha manifestado que Francia no puede aceptar este menoscabo de los principios económicos y culturales esenciales del modo de vida francés. Sin la conformidad de Francia, el futuro del TTIP se perfila incierto. En mayo de 2016 ya se habían declarado más de 1800 zonas libres de TTIP y CETA a lo largo de Europa, conectadas a través de una red de ciudades, municipios, naciones y regiones principalmente de Austria, Bélgica, Cataluña, Francia, Alemania, Holanda, Reino de España y Gran Bretaña, así como algunas de Irlanda, Grecia y Portugal.


    En el mes de abril, durante el Primer encuentro paneuropeo de “Autoridades locales y nueva generación de tratados de libre comercio”, celebrado en Barcelona, más de cuarenta alcaldes y otras autoridades municipales expresaron su grave preocupación por el TTIP, el TISA y el CETA, y exigieron la suspensión de las negociaciones de los tratados hasta tanto las inquietudes de los gobiernos regionales y locales no fueran completamente resueltas. Para el redactor de Sin Permiso y primer teniente de alcalde de Barcelona, Gerardo Pisarello, el encuentro sirvió de «medio para que las ciudades levantaran e hicieran oír su voz». Walter Mario Mattiussi, de Mereto de Tomba, en el noreste de Italia, declaró ante los reunidos que la alianza de las autoridades rurales y urbanas era vital para combatir los acuerdos de comercio, que considera un retorno a los feudos medievales, cuando se negaba a la gente común toda autonomía para tomar decisiones.  


    Pero incluso en el caso de que fuera derrotado, el TTIP  es solo una de las muchas cabezas de un monstruo que atenta contra las condiciones básicas para la vida humana en este planeta. Las estipulaciones del TTIP exigen que la tierra sea saqueada y los humanos desposeídos y explotados mientras se pueda seguir ganando dinero y acaparando poder. Los productores directos deben ser privados del uso de los recursos naturales del común, de la tierra que pisamos, el agua que bebemos y el aire que respiramos. Según Global Witness más de dos personas son asesinadas cada semana por defender la tierra, los bosques y las fuentes de agua frente a la industria agrícola y alimentaria, la minería, la deforestación y otras formas de despojo extraordinariamente perversas. Los tratados representan (y agravan) la guerra contra la naturaleza, contra modos de vida respetuosos del medioambiente y contra la gran mayoría de los seres humanos.


    Larry Elliot, de The Guardian señala que el TTIP «ha sido desplazado del debate por largo tiempo, quizá para siempre». Pero, aunque la batalla parezca ganada, la guerra dista mucho de haber concluido. Solo unos movimientos sociales organizados, estables en el tiempo y capaces de atravesar las fronteras podrán oponerse con éxito a este feudalismo posmoderno y global, y, quizá, la mayor esperanza se halle en aquellas instituciones de gobierno y grupos más democráticos y, por tanto, combativos, de ámbito local y municipal.

 

es profesor de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona, miembro del Comité de Redacción de SinPermiso y presidente de la Red Renta Básica. Es miembro del comité científico de ATTAC. Su último libro es ¿Qué es la Renta Básica? Preguntas (y respuestas) más frecuentes (El Viejo Topo, 2012).
es autora del Manifiesto de derechos humanos (Barataria, 2011) y miembro del Consejo Editorial de SinPermiso.
Fuente:
Counterpunch, vol. 23, num. 3
Traducción:
Mihaela Federicci

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