Banco Mundial: historias de hipocresía, corrupción y desprestigio

Naomi Klein

06/05/2007

 

No es el acto en sí mismo; es la hipocresía. Tal es la línea que sobre Paul Wolfowitz viene marcándose desde las páginas editoriales del mundo entero. No es ninguna de las dos cosas: ni el acto (saltarse las reglas para aumentar la paga de su novia), ni la hipocresía (el hecho de que la misión de Wolfowitz en el Banco Mundial fuera la de luchar por la “Buena Gobernanza”).

Empecemos con el problema de la pretendida hipocresía. “¿Quién quiere recibir lecciones de alguien que dice: ‘haz como te digo y no como yo hago’”?, preguntó un periodista. Nadie, claro está. Mas eso es precisamente una descripción harto ajustada del póquer de despojo unilateral que es nuestro sistema de comercio global, juego en el que EEUU y Europa –a través del Banco Mundial, el FMI y la OMC— dicen al mundo en desarrollo: “Bajad vuestras barreras comerciales, que nosotros mantendremos las nuestras levantadas”. Desde subsidios agrícolas hasta el escándalo del Dubai Ports World, la hipocresía es el principio y la directriz de nuestro orden económico.

El sólo crimen de Wolfowitz ha sido hacer suya la postura de la institución internacional que dirigía. El hecho de que haya respondido al escándalo contratando a un abogado célebre y saliendo a comprarse un “entrenador” de liderazgo, no deja de ser una prueba de que le ha calado en lo más hondo el estilo del Banco Mundial: en caso de duda, gástate el presupuesto en consultores carísimos, y llámalo ayuda.

La mentira más grave que subyace a toda esta disputa es el sobrentendido de que el Banco Mundial era una institución con credenciales éticas impecables, hasta que, según 42 antiguos ejecutivos del Banco, su crédito se vio “fatalmente comprometido” por Wolfowitz. (Muchos liberales de izquierda norteamericanos se han apuntado a ese cuento, presos de una prisa fugaz por obligar a los neocons a dimitir.) Porque lo cierto es que la credibilidad del Banco estaba ya fatalmente comprometida cuando, a cambio de un préstamo, obligó a cancelar las becas para  estudiantes en Ghana; cuando exigió a Tanzania privatizar su sistema hídrico; cuando para prestar ayuda en las devastaciones del Huracán Mitch, puso como condición la privatización del sistema de telecomunicaciones; cuando exigió “flexibilidad” laboral tras la catástrofe del tsunami asiático en Sri Lanka; cuando impulsó le eliminación de subsidios alimentarios tras la invasión de Irak. A los ecuatorianos les importa un higo la novia de Wolfovitz; más agobiante les resultó que en 2005 el Banco Mundial dejara de transferirles los 100 millones de dólares que les tenía prometidos sólo porque el país osó gastar una porción de sus rentas petroleras en salud y educación. ¡Menuda organización antipobreza!

Pero el área en que el Banco Mundial tiene menos derecho a la autoridad moral es el de la lucha contra la corrupción. Dondequiera que haya habido pillaje estatal masivo en las pasadas cuatro décadas, allí han estado el Banco Mundial y el FMI, y en primera línea de la escena del crimen. Y no; no, no. No es que se quedaran mirando para otro lado cuando las autoridades locales se llenaban los bolsillos; lo que hicieron fue poner negro sobre blanco y por escrito las reglas conforme a las cuales tenía que proceder el robo al grito de: “¡Más de prisa, hagan el favor!” (un proceso conocido como terapia de choque y de saldo rápido).

La Rusia bajo liderazgo del recientemente fallecido Boris Yeltsin es un caso harto instructivo. Ya en 1990, el Banco Mundial colocó a la antigua Unión Soviética ante la tarea de imponer inmediatamente lo que llamó una “reforma radical”. Cuando Mijail Gorbachov se negó a seguir ese curso, Yeltsin tomó el relevo. Este buldózer de hombre no dejó estorbo ni títere con cabeza  a la hora de allanar el camino trazado desde Washington, ni siquiera se contuvo ante los políticos rusos electos. Tras ordenar en 1993 a los tanques abrir fuego sobre los manifestantes, matando a cientos y dejando al Parlamento en llamas, quedaba todo listo para las privatizaciones a precio de saldo de los bienes estatales más preciados en beneficio de los llamados oligarcas. Ni que decir tiene: el Banco estaba allí. A propósito del frenesí legislador, completamente ajeno a cualquier control democrático, que siguió al golpe de Yeltsin, comentó en el Wall Street Journal Charles Blitzer, el economista en jefe del Banco en Rusia: “Jamás me había divertido tanto en toda mi vida”.

Cuando Yeltsin dejó el cargo, su familia se hizo inexplicablemente rica, mientras muchos de sus diputados se revolcaban por el lodazal de los escándalos de corrupción. De todo eso se informó, como siempre, en occidente como si se tratara de excesos locales desafortunados de un proyecto de modernización económica globalmente ético. De hecho, la corrupción resultaba inherente a la idea misma de una terapia de choque. La turbulenta aceleración del cambio era crucial para aplastar el amplio rechazo que despertaban las reformas, pero significaba al propio tiempo, y por definición, que era imposible su control. Además, los beneficios para los funcionarios locales resultaban incentivos imprescindibles para que los apparatchiks rusos generaran el amplio mercado abierto exigido desde Washington. Ello es que hay buenas razones para que la corrupción nunca haya sido una prioridad para el Banco y para el FMI: sus funcionarios comprendieron cabalmente que para reclutar políticos a favor de unos programas económicos que necesariamente habrían de reportarles furiosos enemigos en sus propios países, hay que estar dispuesto a llenar un poco las cuentas bancarias que esos políticos tienen en el extranjero.

Rusia está lejos de ser un caso único: desde el Chile del dictador Augusto Pinochet, que acumuló más de 125 cuentas bancarias mientras construía el primer estado neoliberal, hasta la Argentina del Presidente Carlos Menem, que conducía un deslumbrante Ferrari Testarossa rojo mientras liquidaba su país, pasando por los “millones extraviados” en el Irak de hoy: en todos los países hay una clase de políticos ambiciosos y sanguinarios dispuestos a actuar como subcontratistas de Occidente. Cobran honorarios, y a esos honorarios se les llama corrupción: esa socia callada pero omnipresente en la cruzada privatizadora del mundo en vías de desarrollo.

Las tres instituciones capitales de esa cruzada han entrado en crisis. Y no por sus hipocresías pequeñas, sino por las superlativas. La OMC no puede volver a encarrilarse, el FMI está en bancarrota, desplazado por Venezuela y China. Y ahora el Banco Mundial rueda por despeñaderos.

Informa el Financial Times de que cuando los ejecutivos del Banco Mundial dan consejos, “ahora se les ríen en la cara”. Tal vez todos deberíamos reírnos del Banco. Pero lo que en ningún caso habría que hacer es colaborar en el blanqueo de su ruinosa historia repitiendo el necio cuento de que la reputación de una respetable organización antipobreza ha resultado humillada por un hombre. Se comprende que el Banco quiera tirar a Wolfovitz por la borda. Yo digo que el barco deber irse a pique con su capitán.

Naomi Klein es la autora de No Logo: Taking Aim at the Brand Bullies (Picador) y, más recientemente, Fences and Windows: Dispatches From the Front Lines of the Globalization Debate (Picador).

Fuente:
The Nation, 1 mayo 2007

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