Bernardo Bertolucci: Cine, deseo, revolución

Cristina Piccino

04/12/2018

Siempre es difícil afrontar una noticia que te pilla desprevenida. Es verdad que llevaba tiempo enfermo Bernardo Bertolucci, pero a pesar de ello seguía preparando proyectos,  dejando puertas abiertas, «vida al trabajo», con una nueva película en fase de escritura que contaba con rodar, quizás «pequeña» como la anterior y magnífica Lo e te [Tú y yo] (2012) e igualmente inquietante, con una energía imprevista e imprevisible que, mientras la veía, pensaba: parece la película de un muchacho. Pero él lo era....

Por el contrario, ya no está, y he aquí que el tiempo corre, y tengo que escribir, decir algo, repensar todas las películas, en un rebobinar que es también el de la vida en la que esas películas entraron con delicada arrogancia, convirtiéndose en una «guía» irreverente para la mirada.

¿Qué nos ha enseñado el cine de Bertolucci? ¿Qué nos enseña y nos enseñará? El deseo y la revolución, la sensualidad de la cámara y ese «No se puede vivir sin Rossellini» (en Prima della rivoluzione [Antes de la revolución]), casi un «No se puede vivir sin Bertolucci», aunque en nuestro cine haya quedado como una singularidad. Y no se trata sólo de encuadres o mise en scene o historias. Es otra cosa, mucho más, más diversa, el espacio de lo imaginario, el placer de filmar, el descubrimiento del mundo juntos. Y poco importa si sucede en un sótano (Tú y yo) o en la Ciudad Prohibida imperial a principios del siglo pasado (The Last Emperor [El último emperador]), sus «escenas madre» – por citar el libro de Enzo Ungari, que estuvo entre los autores precisamente de El último emperador – restituyen la trama compleja de la realidad y de su tiempo en un sentimiento universal, libre y crítico, que sacude las certezas, interroga la propia materia sin ponerse nunca al amparo de una «ideología». Y esa capacidad de llevar al mundo las raíces, de abrir el cine a una dimensión mundial, que más allá de la circunstancia productiva, continúa, sin embargo, llevando en sí la propia impronta.

Todas las películas de Bertolucci viven en un límite, en un juego de espejos entre interior/exterior, encuadrando un punto de vista consciente de sí que declara la  presencia del autor con su experiencia transformada en narración, su cinefilia - más acto de amor que citas- , los amigos los mitos, la infancia en Parma. Hasta las escenas de baile, también éstas pasaje «obligado» en el desierto o en un Oriente de las películas amadas, o incluso en la villa de Toscana donde vive su novela de formación una joven norteamericana (Lo ballo da sola, 1996), en el fondo son un poco todas sus películas novelas de formación. Él está ahí, con esas historias suyas que le gustaba contar, narrador refinado que no se cansaba nunca de escuchar, añadiendo en cada ocasión alguna variante.

Echaron a la hoguera – literalmente – Last Tango in Paris [El último tango en París] en la Italia clerical e hipócrita de 1972, privando a Bertolucci de sus derechos civiles durante cinco años; era indigesta esa película por cómo le daba la vuelta a la representación de la sexualidad, a las relaciones hombre-mujer dentro de la visión Nouvelle Vague de unir el cine europeo y norteamericano…Y con una distancia de décadas, la polémica continuó con las acusaciones de haber destrozado – psicológicamente – a Maria Schneider en la escena de la «mantequilla». Sin embargo, ella, su personaje de muchacha que vive dos vidas, una dentro y la otra fuera de ese apartamente ya resulta muy cercana, quizás acaso más que la de Brando, el icono de un cine norteamericano contrapuesto a los fantasmas de la Nouvelle Vague, el temblor por ese deseo (todavía y siempre) de transgresión que chirría con el mundo más allá de las paredes de Passy [barrio parisino escenario de la película] donde transcurren sus encuentros. 


Novecento (1976) sufrió los ataques del PCI  – al menos de la generación más vieja – que lo acusaba de no ser realista: un hijo de campesinos no podía ser nunca amigo del hijo de los amos, como ocurre entre Olmo (Depardieu) y Alfredo (De Niro), nacidos ambos el 27 de enero 1901, el día de la muerte de Verdi. Pero el origen estaba en su infancia en la campiña emiiliana – Bertolucci nació en Parma en 1941 – cuando de chiquillo jugaba con los hijos de los campesinos y, como le gustaba recordar, descubrió la palabra «comunista». Él, Bertolucci, no se pone en ese lugar, por el contrario mantiene la consciencia de su ser burgués y esto le permite pasar de la realidad como es a la utopía de la revolución. Y del cine. Esta es la substancia política de sus imágenes incomprensibles para la crítica italiana de la época, que ponía por delante el  «contenido». Pero Bertolucci miraba hacia otro lugar, viajaba en el tiempo y en el espacio, se sumergía en el inconsciente para captar los conflictos, el yo y el nosotros. .

El 68 era Pierre Clementi (protagonista di Partner, escrito con Gianni Amico), que aportaba el “pavet” [adoquín característicamente] parisino entre los “sanpietrini” [baldosines típicamente] romanos. «Esperaban sus historias», decía Bertolucci. Y vendrán luego los chicos de  The Dreamers [Soñadores], encerrados también en un apartamento para salir finalmente a la calle y elegir frente a la realidad diversas posiciones separadas para siempre – en la sinergia entre Bertolucci y el rubio Michael Pitt –, soñadores que unen una vez más lo imaginario y lo vivido en un solo suspiro.

Cine, deseo, revolución. La memoria de una noche susurrada en la playa de Sabaudia (donde estaba su casa) con la Madre – en el abrasador melodrama que es La luna – y el pecho que chupa el bebé de El último emperador. Pero el insconciente es siempre el de lo humano, de un país, de la historia. Del Novecientos y de lo contemporáneo. No por casualidad, Bertolucci, con esa familia que ha de vérselas con el secuestro del hijo, que quizás no haya sucedido  – La tragedia dell’uomo ridicolo [La historia de un hombre ridículo]– es el único director que en el 81 ilumina con precisión la desorientación de la política, de la izquierda ante la lucha armada, el gran tabù de nuestro imaginario.

En el inicio estuvo Pasolini (con el que escribe su debut, La commare secca [La cosecha estéril], 1962), una foto los retrata a ambos juntos con chaqueta y corbata (la moda para jóvenes no existía todavía), Bertolucci con pelo rizado y guapo. Entre las historias que contaba estaba la de su primer encuentro, cuando Pasolini fue a buscar al padre, el poeta Attilio, a casa, mientras descansaba, y Bernardo le había retenido en la puerta de modo un poco brusco.  El padre le había regañado bien, y a partir de ahí nació un vínculo profundo, una conexión entre ambos, aunque con visiones distintas del mundo. «Pier Paolo contaba la transformación sociológica y cultural de Italia, de país campesino a consumista. Yo quería mostrarle que esa inocencia campesina que él consideraba desaparecida aún continuaba»  decía  Bertolucci también a propósito de Novecento.

¿Y después? Nueve premios Oscar (El último emperador), una dimensión cada vez más internacional, no sólo por el trabajo con actores de todo el mundo, la pasión y la curiosidad, la elegancia y las historias, sino sobre todo por el amor por el cine. Que no es nunca un fin en si mismo, nunca presunción de filmar, por más que el ojo de  Bertolucci lograra componer la espectacularidad en cada detalle, sino sentimiento de  la modernidad. Y la apuesta en sus variaciones de ser todavía capaz de sorprenderse.

romana, estudió Historia del Cine en Bolonia y, desde 1990, forma parte de la redacción de il manifesto. Ha sido y es consultora de diversos festivales cinematográficos, como los de Bellaria y Milán, y ha escrito monografías como Peter Whitehead. Cinema, musica, rivoluzione (DeriveApprodi, 2008) y Eyal Sivan. Il cinema di un’altra Israele (Agenzia X, 2007).
Fuente:
Il manifesto, 27 de noviembre de 2018
Traducción:
Lucas Antón

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