Cataluña: ¿Un solo pueblo?

Marc Andreu

22/10/2017

Lo invoca casi todo el mundo. Todo el mundo lo cita. Todo el mundo lo utiliza para llevar el agua a su molino. Y, además, parece que no se contextualizan bien las circunstancias y el momento históricos en que se forjó. Y tampoco se piensa seriamente la proyección que se hace de él en la actualidad, más en clave propagandística o legitimadora de posiciones coyunturales o de parte que de futuro colectivo o a largo plazo. Efectivamente, un solo pueblo es el lema o expresión que ya hace tiempo, y últimamente aun más, ha aparecido en manifiestos, titulares y artículos de todo tipo y que está en boca de muchos: Carles Puigdemont, Carme Forcadell, Oriol Junqueras, Xavier Domènech, Pablo Iglesias, Ada Colau, Miquel Iceta, Jordi Cuixart, Jordi Sànchez, Antonio Baños, Núria de Gispert… Incluso Daniel Perales, vocal de Societat Civil Catalana y definido como “independiente de izquierda”, extrañamente vinculado al tiempo a Ciutadans y la CGT, escribía en El Periódico hace dos años:  “Una expresión se ha puesto de moda entre los secesionistas catalanes, un sol poble, dicen, y lo repiten, lo gritan, lo elevan a los altares de los mantras que tan buen resultado les daban tiempo atrás. Pero, igual que Heráclito decía que no era posible bañarse dos veces en el mismo río, los tiempos han cambiado, aunque algunos no quieran asimilarlo”.

Aunque a veces no lo parezca, es evidente que los tiempos han cambio. De hecho, ya hace tiempo que los tiempos están cambiando. Por regla de Heráclito y por letra de Bob Dylan. Por ello, resulta más necesario que nunca analizar y contextualizar con precisión, pensar históricamente, como haría Pierre Vilar, esta simbólica expresión que define a Cataluña como un solo pueblo. Y, de paso, intentar hacer caso a Salvador Espriu cuando, en “Ensayo de cántico en el templo”, apela a vivir para salvar las palabras y devolver el nombre de cada cosa. En este caso, se trata de devolver el nombre a la expresión un solo pueblo, actualmente resignificada o descubierta por algunos, pero con más de medio siglo de recorrido y un origen coetáneo en el poemario escrito por Espriu en 1954 y adaptado por el propio poeta para la voz y la música de Raimon.

Efectivamente, la idea de Cataluña como un solo pueblo se forjó en el período clave de los años 50 y 60 del siglo xx. Fueron las décadas en que se gestó el triunfo del catalanismo popular y de izquierda, que tendría en esta expresión una idea nuclear, estrechamente vinculada a la batalla por la hegemonía cultural e ideológica del momento, en plena dictadura franquista. Como en tantas otras cosas del catalanismo y el antifranquismo, el padre de la criatura fue el historiador, abogado y activista político Josep Benet. Lo recoge con precisión Jordi Amat, en su extraordinaria biografía Com una pàtria (Edicions 62), donde fija el 24 de marzo de 1968 como la fecha en que Benet acuñó públicamente, por primera vez, la expresión un solo pueblo. Fue en Badalona, en un acto de homenaje a Pompeu Fabra, con motivo del centenario de su nacimiento, donde Benet compartió mesa de ponentes con Manuel Sacristán y Joaquim Molas y se leyeron poemas enviados por Coloma Lleal, Màrius Sampere, Pere Quart y el manuscrito de Salvador Espriu que acabaría titulándose El meu poble i jo. He aquí lo que dijo Benet: “En este trabajo —en este combate, diría— nos encontramos todos los ciudadanos que queremos vivir en democracia y libertad. […] Todos, reclamando que la enseñanza del idioma catalán sea una realidad para todo el mundo, para que en Cataluña nadie se pueda sentir discriminado por razón de idioma. Porque unos y otros, catalanes de apellidos y nuevos catalanes, formamos un solo pueblo”.

Como apunta Amat, no es casual que Benet explicitara el objetivo de hacer de Cataluña un solo pueblo justo después de la polémica intelectual mantenida durante las semanas y los meses anteriores con Jordi Solé Tura, a raíz de su ensayo Catalanisme i revolució burgesa, en realidad, un estudio crítico sobre el líder de la Lliga Regionalista y presidente de la Mancomunitat, Enric Prat de la Riba. Publicado por Edicions 62 y votado en 1967 como el libro del año y de la Crítica de Serra d'Or por un jurado compuesto por personas como Maria Aurèlia Capmany, Josep Maria Castellet, Manuel de Pedrolo, Baltasar Porcel, Joan Triadú, Francesc Vallverdú, Joan Fuster y Joaquim Molas, la obra de Solé Tura, en cambio, indignó a Benet. Por superficial, históricamente poco documentada, desdeñosa con el catalanismo burgués y portadora del peligroso mal de un “confusionismo” que, a su juicio, podía abrir las puertas al lerrouxismo y, al tiempo, instalar en el imaginario colectivo que el catalanismo popular era una quimera. Amat relata muy bien esta polémica, clave para entender el catalanismo contemporáneo. No es objeto de este texto, pero convendría repasarla para entender, en toda su complejidad, la acusación que, de modo demasiado simplista, arrojan periódicamente sectores del independentismo contra la izquierda heredera de aquélla que, justamente, con su catalanismo popular, cerró el paso al lerrouxismo, hasta el punto de lograr, en los años 60 y 70, por vez primera y hasta ahora única, el hito histórico de arrebatar la hegemonía al catalanismo conservador enraízado en Prat de la Riba.

La alianza entre reivindicación social y nacional protagonizada en la Cataluña del final del franquismo y de la Transición por una clase obrera y sectores populares en gran medida de orígenes no catalanes, bajo el liderazgo del PSUC, CCOO, el movimiento vecinal, la Iglesia más comprometida, la intelectualidad progresista y de todo lo que supo agrupar la Assemblea de Catalunya, no está desvinculada de la idea de un solo pueblo. Un lema que, recordémoslo, marcó la manifestación de la Diada de 1977, hace ahora cuarenta años: Més que mai, un sol poble (Más que nunca, un solo pueblo). Benet, un democratacristiano de izquierda, defensor del derecho de autodeterminación y elegido el 15 de junio de 1977 por la Entesa dels Catalans como el senador más votado de España (1,3 millones de votos, junto a Paco Candel y Alexandre Cirici), encarnaba entonces como nadie (y mucho más que Lluís Maria Xirinachs, igualmente senador pero con la mitad de votos) la política unitaria del catalanismo y el espíritu de la ruptura catalana... hasta que quedó encasillado como compañero de viaje del PSUC, por maniobras e intereses cruzados de Jordi Pujol, Josep Tarradellas, Adolfo Suárez, del anticomunismo de ERC y del mal cálculo estratégico del PSC.

Derrotado en 1980, en las primeras elecciones catalanas como independiente al frente de las listas del PSUC y, dos años después, en la primera moción de censura presentada contra Pujol (la segunda fue la de Pasqual Maragall, en 2001), el eclipse de Benet y el hundimiento del PSUC marcan también el declive de la hegemonía de un catalanismo popular que el PSC, visto con perspectiva, no supo defender. El pujolismo canalizó bien y hábilmente el sentimiento de un solo pueblo, en la institucionalización de la nueva Generalitat y en la construcción de las estructuras y el imaginario de la autonomía. Pero lo hizo más en la línea del Som sis milions (Somos seis millones) y vía TV3 que a pie de calle, barrio y fábrica, como requería la vieja divisa pujolista —pero de espíritu candeliano, con una gran connotación de clase y sostenida, en la práctica, por CCOO— que decía: “es catalán quien vive y trabaja en Cataluña”. Efectivamente, sin el doble vector social y nacional —podría añadirse un tercero: el democrático—, el concepto de un solo pueblo queda cojo y se convierte en un significante medio vacío, manipulable en clave exclusivamente nacionalista o populista y poco útil para uno de sus objetivos esenciales: fomentar la cohesión social.

De hecho, y antes de su formulación explícita, en Benet la idea de Cataluña, un solo pueblo es evolutiva, pero nunca dejó de lado el objetivo de la cohesión social. Nació recién acabada la Guerra Civil, de la convicción de que había que superar la división entre vencedores y vencidos. Y creció, a partir de los años 50, con el trascendente doble reto de conseguir la cohesión y el progreso sociales y hacer que la inmigración colaborara en la lucha por las libertades democráticas y nacionales. Aquí, el principal aliado de Benet fue Candel y sus otros catalanes, bautizados en 1958 con un reportaje de la revista La Jirafa, pero popularizados en libro en 1964. Compatible con la intención de los factótums de Edicions 62 (entre ellos Benet) de hacer de Els altres catalans un hito en la reconstrucción nacional, lo cierto es que Candel escribió el libro en castellano y más bien pensando en clave de clase. Lo certifican sus dietarios recientemente publicados y así se lo dijo a Josep Maria Huertas en 1964, en una entrevista en la revista Signo: “Ante todo, es una defensa a ultranza del inmigrante pobre, inmerso en el proletariado”. Era, de hecho, la misma defensa que había realizado Benet en Serra d'Or cuando, tras las riadas de 1962 en el Vallés, había alertado a la burguesía y las clases medias de que las víctimas eran de “condición económica modestísima” y “su inmensa mayoría eran inmigrantes, esos otros catalanes de los que un día nos hablaba Francesc Candel”.

Todo ello evidencia que el espíritu de la divisa un solo pueblo, tanto benetiana como candeliana, está indisociablemente vinculada, en su contexto histórico, a la toma de conciencia nacional y de clase. Un binomio que, en cambio, actualmente no siempre se compadece con el significado que se da a la expresión un solo pueblo. De hecho, es un binomio certificado ponderadamente a lo largo de los siglos de historia del catalanismo. En el libro Clase antes que nación (El Viejo Topo), una docena de historiadores coordinados por José Luis Oyón y Juanjo Romero analizan las relaciones entre los trabajadores, el movimiento obrero y la cuestión nacional en Cataluña entre 1840 y 2017 y concluyen lo que sostiene el título: la adscripción de clase siempre ha prevalecido sobre la nacional (como, por lo demás, ha sucedido con la burguesía). Sólo apuntan, con importancia para destacarla en la introducción y en la contraportada del libro, una excepción de sincronización efectiva de las cuestiones nacional y social: “La militancia bañada en claros elementos nacionalizadores del PSUC de mediados de los sesenta”. En su ensayo El llarg procés (Tusquets), Jordi Amat coincide en el análisis cuando califica de “hito histórico”, logrado por la sólida aleación del PSUC y CCOO, el que “un sector mayoritario del movimiento obrero explotado que procedía de la inmigración española naturalizara en su protesta la reivindicación nacional”.

Pasado este hito histórico y perdida, ya en democracia, la hegemonía del catalanismo popular, en beneficio del nuevo catalanismo conservador, los vectores social y nacional que vertebraban la idea originaria de un solo pueblo entraron, progresivamente, en crisis o asincronía. En ello tienen mucha responsabilidad el pujolismo y un sistema democrático español centralista y de baja intensidad, pero no todo es culpa suya. De hecho, los estándares mínimos de estado de bienestar y la estructuración del régimen autonómico, teóricamente, debían reforzar el concepto de un solo pueblo. Pero, en paralelo, primero la crisis económica de los años 80 y, después, la irrupción del neoliberalismo hicieron tambalearse a la propia idea de nación, al tiempo que la nueva inmigración, a partir de los años 90, despertaba tanto solidaridades como recelos. Ya en pleno siglo xxi, la tormenta perfecta, en forma de gran crisis económica y social, democrática y de encaje territorial, cogió al país sin haber actualizado el hardware que le había permitido salir de la dictadura. El govern d'entesa o tripartito de izquierda trabajó, pero no logró recuperar la hegemonía para un catalanismo popular que, necesariamente, había que poner al día. Como demuestra la tortuosa historia del nuevo Estatuto, ni algunos partidos de izquierda, ni la oposición de CiU, ni los medios de comunicación ni, por descontado, el gobierno español y los principales poderes fácticos del Estado lo facilitaron.

Caída desde hacía tiempo en el letargo o en la simple retórica, en 2010 la idea de un solo pueblo incluso fue implícitamente impugnada por Artur Mas en el acto más multitudinario de la campaña electoral que hundió al tripartito. El heredero de Pujol llegó a proclamar que quería “un pueblo pueblo, y no una Cataluña multicultural”. Por el contrario, cinco años después, el mensaje institucional del presidente Mas en la Diada de 2015, justo antes de las elecciones pretendidamente plebiscitarias del 27-S, sí apeló nuevamente al viejo concepto: “Sea cual sea la decisión, la concordia y la voluntad inequívoca de ser un solo pueblo deben seguir siendo el norte que guíe nuestro futuro”. Pero entonces este futuro ya no era el catalanismo popular de Benet y la Assemblea de Catalunya, ni siquiera el catalanismo burgués de toda la vida, sino un nuevo soberanismo transversal que pone la independencia como única utopía posible (Marina Subirats dixit) para amplias clases medias y un amplísimo movimiento social que amenaza al statu quo constitucional de 1978. Pero que, al tiempo, también sirve como bandera (para unos) o espantajo (para otros) para tapar corrupciones y recortes austericidas y combatir o reconducir el riesgo de estallido social o cambio político revolucionario expresado en las plazas del 15-M.

Paradójicamente, la Cataluña donde se ha vuelto a apelar a la idea de un solo pueblo ya no lo es tanto, al menos si la leemos en clave de cohesión social y política. Plural, lo ha sido siempre. No es que lo certifique la gran manifestación españolista del 8 de octubre en Barcelona, capaz, por primera vez, de dar réplica a las grandes marchas soberanistas desde 2012. Lo demuestran los números de las elecciones del 27-S y de las consultas del 9-N y el 1-O: el país está partido más o menos por la mitad sobre la independencia y tiene grandes desequilibrios socioeconómicos y territoriales, agravados por la crisis. Va por barrios, pero solo es necesario querer ver la compleja realidad metropolitana de las ciudades invisibles. A modo de ejemplo, pueden compararse en niveles de participación en el referéndum del 1-O (un 43% de media en el conjunto de Cataluña) y en renta familiar disponible por habitante (16.500 euros de media, según el Idescat) dos poblaciones del Vallés Occidental separadas por apenas 10 kilómetros, pero que reflejan la dualidad del país: Badia (un 19,4% de votantes y 13.900 euros de renta por habitante) y Matadepera (66,6% de votantes y 19.900 euros). Y no es cuestión del cinturón metropolitano de Barcelona; encontraríamos ejemplos similares entre Girona y Salt, entre Tarragona y sus barrios de Ponent o entre Igualada y diferentes localidades de la Conca d'Òdena.

Además de todo ello, los espacios de transversalidad y unión efectiva en clave nacional catalana son objeto de presión y de alta tensión interna y externa. Por parte de todo el mundo: si el ex presidente popular José María Aznar profetizó, en 2012, que “antes de romperse España, se romperá Cataluña”, la diputada de la CUP Mireia Boya reprochaba a los comunes, el pasado 29 de septiembre, que “Roma no paga a traidores”. Desbaratado y nacionalmente desorientado el PSC, disuelta Unió [Democràtica de Catalunya, antiguo socio, democristiano, de CDC (n. del tr.)] y refundada CDC como PDeCAT independentista, la presión final recae sobre el espacio, en construcción, de Catalunya en Comú, los herederos directos del PSUC, que son ICV y EUiA, y el sindicalismo de clase y nacional que, singularmente, representa CCOO. En este contexto, ¿puede apelarse aún, o de nuevo, a un solo pueblo? Parece difícil cuando, hoy por hoy, la hegemonía de la izquierda que hizo posible el catalanismo popular y la simultánea toma de conciencia social y nacional es historia pasada. El relato que ha impuesto en los últimos años el llamado procesismo es que primero había que ganar la independencia y después ya se hablaría del modelo de país y todo lo demás. Incluso la CUP y grupos trotskistas, más allá de proclamas anticapitalistas, han avalado esta hoja de ruta conservadora. Puede ser revolucionaria, porque ha puesto en crisis al statu quo del Estado español. Pero no lo es nada en el aspecto social, porque ha legitimado políticas de derechas en Cataluña y porque tampoco se ha demostrado que haya logrado ampliar suficientemente la base social independentista entre determinados barrios y sectores sociales populares. De hecho, y nacionalmente hablando, la estrategia procesista del “tenemos prisa” y “cuanto peor, mejor” favorece, sin haber calibrado bien la correlación de fuerzas, la involución asociada a la suspensión del autogobierno y la fractura social y emocional del país. Teniendo claro, naturalmente, que el primer responsable de todo el embrollo es la hostilidad del Estado (no todo el pueblo) español.

En octubre de 2013, en un artículo en la revista del Centre d’Estudis Jordi Pujol, el historiador Andreu Mayayo decía: “La historia nos enseña que ningún proyecto del catalanismo político puede hacerse sin Europa, contra España y, sobre todo, fracturando a la sociedad catalana”. Este 10 de octubre, el propio Mayayo escribía, en Treball: “Hemos pasado de un proyecto político inclusivo y ampliamente mayoritario a un proyecto político sectario, polarizador y, al cabo, estéril, de fractura interna y confrontación externa. Ante la división entre vencedores y vencidos pregonada por el franquismo, la profunda división social y la división cultural y lingüística, el antifranquismo supo articular un proyecto político democrático y nacional para todo el mundo (un solo pueblo), con la creación de organizaciones sindicales y vecinales y un apoyo electoral, en las primeras elecciones del 15 de junio [de 1977 (n. del tr.)], que reunía al 80% de votantes (ahora también hay un 80% que quiere un referéndum, pero pactado con el Estado, no unilateral, y con garantías democráticas)”. La pugna para recuperar este activo histórico es lo que lleva a dirigentes soberanistas de todo tipo a invocar el un solo pueblo, a que la Assemblea Nacional Catalana haya tratado de emular a la Assemblea de Catalunya y que Òmnium Cultural recordara muchas luchas compartidas, aunque la entidad no las protagonizara.

Esta estrategia soberanista de apropiación, resignificación y apelación a los sentimientos nacionales ha sido inteligente y efectiva para la movilización social, pero, al tiempo, irresponsable y también espúrea socialmente. El caso es que gran parte de la izquierda la ha facilitado, al no saber defender ni actualizar el legado del catalanismo popular, que no excluye, sino todo lo contrario, la reivindicación y el ejercicio del derecho de autodeterminación y a decidirlo todo. Acaso ahora sea demasiado tarde para volver a hacer de Cataluña un solo pueblo. Pero más vale tarde que nunca, si se trata de salvar las palabras y devolver el nombre de cada cosa.

es periodista e historiador. Es autor de los libros Barris, veïns i democràcia i Les ciutats invisibles, editados por Els Llibres de L’Avenç.
Fuente:
http://www.elcritic.cat/blogs/sentitcritic/2017/10/15/un-sol-poble/
Traducción:
Daniel Escribano

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