¿Cómo matar la memoria?

Gregorio Morán

05/03/2016



Somos quizá el único país de Europa occidental que tiene dos problemas sin solución. A los demás les basta con uno. El primero, es obvio, consiste en una economía que creció como un niño sietemesino, pero que resultó un fabuloso negocio. Aún es el día que cuesta explicar cómo tratándose de un recién ­nacido de escasos recursos, se convirtió en una fuente de negocios que abarrotó de ­ricos sin escrúpulos una sociedad de supervivencia.

El otro problema es el de la memoria. ­Vivimos en la creencia de que todo lo que nos contaron era mentira, pero nos ocurre como a esos matrimonios antiguos, donde por pura costumbre se decide que mejor no darse por enterados que saber la verdad.

Sin que nadie lo haya enunciado nunca, porque sería políticamente incorrecto y socialmente provocador, ¿para qué sirve la verdad? ¿Acaso cotiza en bolsa? Incluso, ¿existe una verdad fuera de la fe en una Iglesia que lo ampara todo y que llena de seguridad a los delincuentes redimidos tras el “ego te absolvo”? No conozco ni un solo estafador de los últimos años que no sea cristiano viejo de misa y comunión. Uno de los principios de la mafia palermitana, madrileña o catalana es la firmeza de sus principios religiosos.

Todos sabemos el valor de los aniversarios, esos números mágicos que facilitan la exaltación, la mentira, el compadreo, los recuerdos, ay, los recuerdos. El pasado 23 de febrero se conmemoró –es un decir– los 35 años del golpe de Estado de Armada-Milans-Tejero. Considero que fue el momento más importante, por peligroso, de la transición. Silencio total. El único diario que lo recogió ilustró el momento con una foto doméstica en la que ensalzaba la salida del periódico la misma madrugada del golpe de Estado. Pero bastaba esa instantánea para demostrar la impostura del gesto: “Los periodistas leen la edición de nuestro periódico en las escaleras del Congreso de Diputados”, cito de memoria por razones de vergüenza ajena. Hubieron de rectificar al día siguiente, porque nadie podía ­leer periódico alguno en las escaleras ocupadas por militares y guardias civiles, y admitieron que se trataba de la entrada al hotel Palace. ¿Nadie se acuerda de nada? Para cualquiera que lo haya vivido, apenas 35 años, no un siglo, los sucesivos filtros de un periódico serio impiden una barrabasada semejante. Como diría un modelno, ¿qué más dan unas escaleras que otras?

Aquello que se oculta o se disimula es el principio de una realidad que se nos niega. Está en los clásicos desde hace siglos. Si tienen miedo a recordar el 23-F es porque desvelarlo sería tanto como revisar nuestro pasado inmediato y ponerle a ese pase de modelos de nuestras miserias, que no otra cosa fue el golpe, sus nombres verdaderos o el de sus herederos. ¿La trama civil? Desapareció como el hombre invisible. Las otras tramas, ¡mejor no tocarlas! Impresionante la reacción de la sociedad española defendiendo con uñas y dientes la democracia, sentada delante de un televisor esperando que Su Majestad dijera quién había ganado, y si debíamos salir corriendo o esperar el timbrazo policial de las tres de la mañana. Pero seguimos manteniendo los vídeos divertidísimos de Victoria Prego en un pack, al que sugiero añadir aquellos otros, también dirigidos a niños, en que unos payasos cantaban la canción patriótica “Susanita tiene un ratón, un ratón chiquitín…”.

Con eso hemos vivido hasta ahora y la gente se lo creía porque quería creérselo. ¿Qué es más gratificante: la verdad o las rosquillas? Por eso los españoles aceptaron aquello que hoy los nietos rechazan. Los abuelos murieron o hacen de guardería gratuita, los padres bastante tienen con asumir su inestable supervivencia. Hay otra generación que no conoció el miedo ni la vergüenza, sólo se la contaron. Por eso me gustó el recordatorio del líder de Po­demos a los cinco trabajadores asesinados impunemente en una iglesia de Vitoria mientras celebraban una asamblea. Hace ahora 40 años y Franco llevaba cuatro ­meses muerto, aunque se notara poco.

¿Quién dio la orden de disparar a matar? Uno de los criminales uniformados sos­tenía que se cruzaron disparos. Acostumbrado como estaba a que la policía, oficialmente, disparaba al aire pero mataba manifestantes, ni se dio cuenta de la desproporción. Permítanme decirles que no fue el ministro de Gobernación Fraga el responsable del crimen; no le echemos al que mucho tiene algo más que no era suyo.

En un libro ya antiguo (Adolfo Suárez. Ambición y destino. Debate, 2009) se cuenta la historia telegráficamente. “3 de marzo de 1976. En Vitoria se había declarado la huelga general. La violenta actitud de la policía se saldó con cinco obreros muertos y más de cien heridos, cuarenta y cinco de ellos por bala. Mientras Fraga viajaba a Alemania, era preceptivo que la cartera de Gobernación pasase automáticamente al ministro del Movimiento, en ausencia del titular. Adolfo Suárez teledirigirá el funcionamiento de las Fuerzas de Orden Público. A partir de entonces no se cansará de relatar al Rey, a los ministros y a todos sus colaboradores, las eficaces disposiciones que tomó para neutralizar el multitudinario funeral por las víctimas. Por su parte, el Rey quedó vivamente impresionado de la minuciosidad y el talento expositor de que hizo gala Adolfo Suárez, eventual ministro de Gobernación”. Queda la duda de quién dio la orden de disparar a matar. Estaban tan acostumbrados. Lo cierto es que cuatro meses después Suárez sería nombrado presidente del Gobierno

Pero todo viene a ser lo mismo. La memoria. ¿Lo contamos? ¿O volvemos al reino del silencio donde todos eran buenos, asequibles, razonables, dispuestos a consensuar antes o después de matar a tiros a unos asambleístas en Vitoria? Porque el hecho de que la memoria nos persiga es porque la hemos escondido o tirado por la borda o quemado, para que no castigue los paisajes biográficos.

El miedo a la memoria es una constante que la reconstrucción del periodo de la transición va dejando al pairo las útiles candideces de aquellos años en los que unos se perdonaban a los otros sus variados crímenes o delitos o trampas. Recordar el 23-F de 1981 obliga a reconsiderar la victoria del PSOE en octubre del año siguiente. El ani­versario de la matanza de Vitoria nos ayuda a entender cómo fue posible montar un cuento de hadas para cubrir la que ha sido una pelea difícil y en muchos casos inexplorada; el periodo que va de la muerte de Franco, en noviembre de 1975, a la legalización del PCE y las elecciones de 1977. Porque todo forma una red tupida de complicidades, renuncias y engaños mutuos. En definitiva, un juego político de trileros sin otra experiencia política que la de unos sicarios de la dictadura, y otros, muy pocos, que desde el otro lado esperaban la oportunidad de su vida, el último vagón del último tren.

Pero no todo puede ser crítica y desazón. Hay que confiar en la gente. Fíjense que el mozo que robó una bici en Sevilla cuando tenía 18 años, Adrián Manuel Moreno, padre ahora de tres hijos, ingresará en prisión el próximo día 15. ¿Sería un detalle una cena de despedida antes de entrar al trullo? Caballeros candidatos hay un puñado y con experiencia. Quién mejor que Rato para promoverla y Luis Bárcenas para ayudarle. Pero nada localista, sino algo que recoja la riqueza de nuestras autonomías y naciones. No podría faltar Millet, el del Palau, y el talento organizativo de Lluís Prenafeta y la gracia de Macià Alavedra. Sería un gesto de compensación y calor humano. Lo importante es la sensibilidad solidaria; ya sean 100 millones de euros o un triciclo. De asistencia obligada, por supuesto, la familia Pujol en pleno, y en esta ocasión que paguen a tocateja –cada uno lo suyo–, nada de apelar a la herencia del abuelo en Andorra.

Nuestras instituciones jurídicas son un personal que sabe apreciar los gestos. Con memoria escasa pero iguales ante la ley. Sin demagogia; esa vulgaridad de resentidos. Yo leo a Roca todas las semanas para aprender.

Columnista habitual en el diario barcelonés La Vanguardia y amigo desde el principio del proyecto SinPermiso, fue un resistente político en el clandestino Partido Comunista de España bajo el franquismo. Periodista de investigación e insobornable crítico cultural, ha escrito libros imprescindibles para entender el proceso que llevó en España de la dictadura franquista a la Segunda Restauración borbónica. Su último libro: El cura y los mandarines (Madrid: Akal, 2014)
Fuente:
La Vanguardia, 5-3-16
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