Cuando conviene, segamos cadenas: ¿hola, república?

David Casassas

12/10/2017

“Sólo desde posiciones (neo)liberales puede equipararse “república” a mera ausencia de monarquía”, sostiene el autor.

“¿Acaso es posible un momento constituyente sin desobedecer no ya una legalidad altamente cuestionable, sino nuestra obstinada necesidad de preverlo todo, de dejarlo todo, a toda prisa y de antemano, atado y bien atado?” 

El himno de Cataluña, el Cant dels Segadors, un cántico político raramente bello en esto de la lírica patria, no puede decirlo mejor: “quan convé, seguem cadenes”. “Cuando hace falta, segamos cadenas”. Así, sí: hola, república.

Pero ¿hola, república? Los muros y vallas de pueblos y ciudades catalanas están forradas de carteles y pintadas que saludan el surgimiento de una comunidad política de carácter republicano. Entre todos ellos, uno de los más habituales es, seguramente, el del “hola” en cuestión. Pero ¿“hola, república”?

Ese “hola” puede asociarse a un doble anhelo y, quizás también, a un doble desasosiego. Las dos caras de ese anhelo, de esa esperanza, son las siguientes. En primer lugar, muchos entendemos la aspiración a una república como un acto político de rebeldía, de destitución de relaciones materiales y simbólicas de carácter servil. Y eso, como enseguida veremos, no es poco. En segundo lugar, muchos aspiramos a que el posible giro republicano catalán sea un gesto constituyente que pueda ser leído, y seguido y profundizado, por otros pueblos igualmente necesitados de elevadas dosis de insumisión -y no miro sólo, aunque quizás especialmente, al resto de la Península-.

¿Y el desasosiego? ¿Por qué “doble”, también? Primero, por el temor de que se termine hablando de república cuando ésta se halle ausente: sólo desde posiciones (neo)liberales puede equipararse “república” a mera ausencia de monarquía. Y segundo, por la sospecha de que, fuera de Cataluña -y no miro sólo, pero muy especialmente, al resto de la Península-, existen todavía demasiadas resistencias a la hora de entender que, aun con todas sus contradicciones y monstruosidades -como decía Gramsci, todo proceso subversivo contiene elementos “monstruosos”-, ese “hola” catalán es un “hola” que invita a la gran destitución de todo un régimen, un “hola” que sólo desde la irresponsabilidad política puede ignorarse o reducirse a “cosa de catalanes”. Desaprovecharse, en resumidas cuentas.

Pero volvamos a las “cadenas que conviene segar” de Els Segadors. La teoría republicana, desde los tiempos de Pericles y Aspasia hasta nuestros días, parte de una fotografía de la vida social muy clara: una vida digna y en libertad es imposible cuando se vive bajo arbitrio ajeno. Y lo que es más importante: la vida social alberga toda una miríada de formas de dominación -o de dominium, si queremos ponernos pedantes- que nos sitúan literalmente en manos de otros. La primera gran amenaza a la libertad republicana, pues, es la que procede de la presencia de vínculos de dependencia material y simbólica, vínculos que se explican por un acceso desigual a los recursos que garantizan nuestras existencias. Cuando hay dominium, pues, la existencia social autónoma de la gente no es posible.

Por ello, todos los momentos revolucionarios en clave republicana-democrática que hemos conocido han llevado de la mano la cuestión del reparto y de la garantía incondicional de recursos a todos cuantos han sido llamados a formar parte de esas repúblicas: pensemos en el papel de la reforma agraria en la revuelta comunera del campesinado alemán de 1520, o en la revolución inglesa de 1640, o en la mexicana de 1910; pensemos en el programa de los fundadores de la república de los Estados Unidos, que tenía entre sus principios fundamentales el que se resumía en el lema según el cual una vida libre exigía, por lo menos, “cuarenta acres y una mula”; pensemos también en la legislación orientada a combatir el acaparamiento y otras formas de rentismo y, así, a garantizar el “derecho a la existencia” del conjunto de la población en la Francia revolucionaria de finales del XVIII; o pensemos en la suerte de “renta básica” –misthón, lo llamaron- que los republicanos democráticos introdujeron en la Atenas clásica para asegurar que las clases populares pudieran participar en política en condiciones de independencia civil; y pensemos también en las múltiples formas de asambleas de fábrica que los socialismos, herederos de la tradición republicana, han propuesto como mecanismo para extender la democracia al ámbito del trabajo y la producción; o pensemos, finalmente, en los republicanizantes “planes de rescate ciudadano” que el 15-M hizo suyos, unos “planes de rescate ciudadano” que establecían que “las personas, primero” y que una vida digna exige la presencia sin condiciones de paquetes de medidas que incluyan recursos sanitarios y educativos, vivienda, cuidados y, quizás también, una renta básica universal.

Todo ello son formas de “segar cadenas”, eliminando privilegios y aupando a una vida civilmente libre a las grandes mayorías populares. Desposesión generalizada es incompatible con libertad republicana. Por ello, cualquier intento de construir una república hoy debe llevar de la mano mecanismos para contradecir la naturaleza desposeedora del capitalismo. Si no es así, que no lo llamen república. Que lo llamen “país normal”, “país al uso” o lo que quieran: el universo liberal ya se ha encargado de normalizar la presencia de órdenes jurídico-políticos, a menudo llamados falsariamente “repúblicas”, que desatienden la cuestión de las condiciones materiales y simbólicas de la libertad y de la ciudadanía. Pero una república es otra cosa, y vale la pena pelear por ella. Sin ir más lejos, eso es lo que hicieron los Segadors de la Cataluña de 1640, quienes se levantaron, hoces en mano, contra relaciones sociales despóticas impuestas por las autoridades militares castellanas ante la pasividad de una gran aristocracia y de una burguesía urbana catalanas poco dispuestas a meterse en líos. Hubo que segar cadenas.

Hasta aquí, el dominium. Pasemos a la segunda gran amenaza a la libertad republicana: el imperio -o imperium, si seguimos pedantes-. Las instituciones políticas que nos damos para combatir las relaciones de dominación no están exentas de riesgos. De hecho, la segunda gran amenaza a la libertad republicana procede de la degeneración despótica de tales instituciones. Sea porque son objeto de chantajes por parte de actores poderosos que las ponen en jaque o, directamente, las asaltan y las ponen a su servicio; sea porque alimentan inercias que tienen más que ver con su propio instinto de conservación que con los objetivos con las que fueron creadas, las instituciones políticas pueden convertirse en verdaderas fuentes de interferencias arbitrarias en la vida de la gente. Ante tal peligro, conviene instituir formas de gobierno que permitan la rendición de cuentas, el careo popular de la acción de los representantes y la inundación democrática de los espacios donde se toman las decisiones políticas. Así lo vieron los hermanos Graco en la Roma republicana, republicanos renacentistas italianos como Marsilio de Padua o el propio Maquiavelo o, finalmente, quienes sostuvieron las revoluciones republicanas de la Europa moderna en Holanda, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, etc. Todos ellos aspiraron a formas de gobierno que pusieran a salvo la soberanía popular.

Por eso la monarquía carece de sentido y legitimidad. La monarquía es fuente de imperium porque constituye un espacio opaco, de difícil control por parte de la ciudadanía, un espacio donde se hace y se deshace de espaldas a la gente. Y esas prácticas se heredan: pasan de padres a hijos y de hijos a nietos como lo hacen las maniobras y componendas que se fraguan entre las bambalinas de las cortes. Y en eso el Reino de España se encuentra entre los campeones mundiales: la Segunda Restauración Borbónica nació a lomos del chantaje político ejercido por un tardofranquismo que militarizó el proceso mucho más allá de la muerte del dictador; se nutrió de recursos financieros de origen por lo pronto turbios, lo que incluyó arreglos con otras monarquías de nulo calado democrático pero geoestratégicamente aliadas; y, sobre todo, ayudó a apuntalar el dominium que ejercían y ejercen las oligarquías españolas -IBEX 35 y más allá- sobre unas clases populares desposeídas de los medios necesarios para vivir una vida por ellas escogida.

¿Cómo ignorar, pues, el momento constituyente catalán? ¿Cómo restarle sentido? Sobra decir que muchos de los pasos realizados hasta la fecha se sitúan en el filo de la navaja en el que se (des)encuentran lo legal y lo legítimo. Del mismo modo, cuesta comprender un proceso de ruptura democrática que no promueva activamente la participación del conjunto de fuerzas políticas y sociales, independentistas o no, abiertamente favorables a la ruptura democrática. Pero resulta preocupante que a veces parezca que importe más si tal o cual movimiento fue estratégica o procedimentalmente correcto, lo cual para nada carece de valor, que pensar las múltiples formas de sumarse y ampliar el alcance de un proceso destituyente del régimen del 78 que ha de permitirnos resetear el sistema y pensar de veras cómo queremos vivir.

Cuesta mucho conllevar el caos. Cuesta mucho sacudir el hormiguero y pararse un tiempo largo a observar qué destapó nuestro puntapié. Qué puso de manifiesto. Qué caminos abrió. Qué peligros obliga a sortear. Pero ¿acaso es posible un momento constituyente sin desobedecer no ya una legalidad altamente cuestionable, sino nuestra obstinada necesidad de preverlo todo, de dejarlo todo, a toda prisa y de antemano, atado y bien atado? Las grandes transformaciones políticas comportan siempre incertidumbre. Tampoco sabíamos qué iban a votar las mujeres cuando se pensaba el sufragio universal femenino y parte de la izquierda temía el peso del confesionario. Pero las mujeres debían poder votar. Del mismo modo, el momento catalán obliga a estar ahí, entre otras cosas porque sabemos que una salida neoliberal y atlantista adornada con ribetes pseudo-nacionalistas es posible y conviene evitarla a toda costa. El momento catalán obliga a estar. Y a andar lentos, porque, como decíamos y decimos, vamos lejos, muy lejos. Independiente o no, una Cataluña plenamente soberana con respecto a todas las oligarquías, también las interiores, es una explosión de vida con una capacidad de contagio que no podemos dejar escapar. ¿O acaso no es preciso que todos los territorios, catalanes o no, se liberen de esta España?

 

es profesor de teoría social en la Universidad de Barcelona. Miembro del Comité de Redacción de SinPermiso, es vicepresidente de la Red Renta Básica. Forma parte de la Junta Directiva del Observatorio de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC). Ha coordinado el libro Revertir el guión. Trabajos, derechos y libertad (Los Libros de la Catarata, 2016).
Fuente:
https://www.lamarea.com/2017/10/08/cuando-conviene-segamos-cadenas-hola-republica/

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