¿Cuba homofóbica o de qué matrimonio hablamos?

Julio Antonio Fernández Estrada

10/09/2018

La homofobia y la cultura de los derechos humanos en Cuba

La homofobia se ha defendido en Cuba como un rasgo derivado del machismo ancestral, y como un producto más o menos ingenuo de la cultura hispano-africana, que pareciera no dejarnos más remedio que repeler a las personas que se orientan sexualmente de una forma distinta a la heterosexual.

No es esperable un pueblo sensibilizado con la lucha contra la discriminación de personas homosexuales. Se trata de hombres y mujeres que, durante siglos, han tenido que ocultar o desdibujar su conducta y sentimientos sexuales detrás de la apariencia de parejas falsas, falsos matrimonios, lugares de encuentro escondidos, fiestas prohibidas, reuniones furtivas; todo ello en la misma sociedad donde la discriminación racial sí es un crimen, pero donde aún la gente continúa señalándose un brazo en alusión a la piel negra de alguien; en la misma sociedad donde cualquiera defiende con pasión que “no es racista” pero, a la vez, no quiere que su hija se enamore de un hombre negro. El “miedo al negro” sigue promoviéndose y, más aún, el “miedo a los homosexuales”, que parece como si transmitieran, por contacto físico o por cercanía espiritual, su orientación sexual.

Es verdad que ya no somos la Cuba de hace 30 años, ya el Partido ha prohibido la discriminación por motivo de orientación sexual diversa, y el Proyecto de Constitución propone la igualdad también en este sentido; además de dejar la puerta abierta al matrimonio igualitario. Es verdad, también, que el Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX) ha hecho una labor de divulgación de la existencia y humanidad de las personas transexuales y transgénero en Cuba; que ha protegido y asesorado a seres humanos abusados y discriminados; que ha capacitado, informado, ablandado, en fin, el caparazón rígido de la cultura homofóbica cubana. Pero todo esto no ha sido suficiente, sobre todo, porque no se ha desarrollado un movimiento social paralelo, visible y poderoso, compuesto y liderado por los mismos sujetos diferentes.

Desde la aparición del clásico de la narrativa cubana “El lobo, el bosque y el hombre nuevo”, de Senel Paz, y de las posteriores puestas en escena de su versión para teatro; y sobre todo del estreno del filme que cuenta la misma historia, de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, las cosas cambiaron mucho; pero la película Fresa y Chocolate tuvo que esperar más de 10 años para ser transmitida por la televisión nacional. Aún están frescas en nuestra memoria las escenas brutales de hombres y mujeres analizados en público por su orientación sexual “rara”, por su forma de vestir “rara”, o por su manifiesta homosexualidad.

Más frescas están las imágenes de personas expulsadas de centros de trabajo y estudio por su conducta sexual distinta a la que la tradición imponía; tradición calificada de “burguesa” a conveniencia de los burócratas, pero en este caso considerada válida para el socialismo viril y puritano. Y antes, en los años 60, la reclusión en las llamas Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) de cientos de homosexuales que debían, de esta manera, reconvertir sus apetencias y sentimientos sexuales, para bien propio y de la sociedad socialista.

Durante todos los 60, los 70, los 80 y los 90, la educación cubana, planificada y organizada en contenido y forma por el Estado, no ha alimentado la inclusión sexual, ni el respeto a las otras orientaciones sexuales distintas a la heterosexualidad; sino que ha fomentado, entre niños y niñas, la supuesta virtud de estar “definido”.

En el presente, por impulso, sobre todo, del CENESEX, se ha logrado una campaña contra la homofobia en las escuelas del país, la cual tuvo presencia en los medios de comunicación. Sin embargo, no conocemos si se ha procesado (aunque sea de forma administrativa) a algún funcionario o maestro; o si se ha realizado, al menos, una amonestación pública a alguien, en un plantel escolar, por su actitud discriminatoria por razón de orientación sexual.

Entre nosotros, los “machitos” siempre han tenido que ser “machitos”. Les hemos enseñado, por muchos años, a ser hombres rudos, sin lágrimas, amantes de los deportes de combate, prestos a la bronca y a la búsqueda de novias, y a sospechar de las flores, los poemas, el ballet, la música de concierto, y de los varones que no sepan agarrar “correctamente” el bate de pelota. Las niñas han sufrido la misma violencia: han tenido que usar batas propias de países fríos; han tenido que cuidarse de las miradas lascivas de los hombres, a los que no hay que provocar con ropas ceñidas, ni que dejen ver escotes ni muslos; han tenido que ser coquetas, y han tenido que aguantar como galanteo el acoso de los “piropeadores” y los masturbadores consuetudinarios. No hemos enseñado en escuelas, ni en familias, ni en templos, ni en empresas, a respetar a los seres humanos que son diferentes a lo que nos han enseñado como “normal”.

Nuestra educación no ha tenido, hasta hoy, un enfoque de respeto y promoción a los derechos humanos, y ese costo hay que pagarlo como sociedad. Nadie ha aprendido que las personas no se discriminan por su orientación sexual, porque apenas hemos aceptado que no se deben discriminar por el color de su piel y sus ideas religiosas. Vamos tan lentamente en esta marcha por la defensa de los derechos humanos, que nadie recuerda que tampoco debería discriminarse a las personas por sus ideas políticas; por eso, tal vez, no se siente como un pecado (contra la justicia y contra el estado de derecho) que sean separados de sus puestos de trabajo individuos que proponen otro sistema político y otro proyecto de sociedad para Cuba.

Pero esa batalla no ha comenzado: ahora el Proyecto de Constitución de la República de Cuba propone, en el Artículo 68, el matrimonio “entre dos personas” y no prohíbe la adopción de niños y niñas por parejas homosexuales; además, incluye entre las razones de no discriminación, la diferente orientación sexual. Y el país se ha dividido: ahora aparece una enorme cantidad de personas, iglesias, instituciones, dirigentes, ciudadanos y ciudadanas, que se espantan porque el matrimonio será “ultrajado” por la unión entre personas del mismo sexo. El Proyecto de Constitución se ha puesto en peligro de no aprobación (de no ser cambiado este precepto), por algunos millones de votos en contra que recibirá de la comunidad homofóbica cubana.

Algunos argumentan que no es “homofobia” lo que motiva el hecho de oponerse al matrimonio igualitario en Cuba; pero suena a lo mismo que dicen los racistas cuando argumentan que “no lo son”, pero que los negros “no ayudan”.

La pobre cultura de respeto a los derechos humanos ha cobrado en Cuba millones de víctimas; ahora, por primera vez desde 1959, un documento jurídico menciona a los derechos humanos (desde la institucionalización del Estado socialista), y es este Proyecto constitucional. Las personas han sido educadas en que los derechos humanos son cosa del enemigo, de los disidentes, de los opositores; por lo tanto, ahora es difícil justificar la inclusión aludiendo a que todos los seres humanos son iguales.

El Estado cubano, y las familias en su mayoría, en respuesta a la educación hegemónica y al perfil de hombre y mujer de éxito que ha fomentado el sistema político socialista, han promocionado la discriminación no solo de los homosexuales, sino también a las personas que viven en barrios “malos”; a los que son de piel demasiado oscura; a los que tienen al padre preso; a los que no quieren ser militantes del Partido; a los que hablan como orientales; a los que tienen relaciones con extranjeros; y a los que opinan demasiado de política.

Todas estas formas de discriminación han cambiado: hoy no importa tanto andar con extranjeros, ni recibir dinero de Miami (lo que antes fue pecado, y hasta delito), ni importa mucho estar muy tatuado, ni vestirse como un cantante de pop; pero sigue siendo “peligroso” dejar a los niños cerca de los “flojitos” o de las “marimachas”. Hoy nos escandalizamos con la proliferación de la homofobia, con la cantidad enorme de personas que no aceptan el derecho de los otros a existir y sentir, y amar, pero hemos sido educados a temer a un hombre vestido de mujer, a ofendernos y a golpear a la persona del mismo sexo que intente declararnos su amor o su deseo.

También hemos aprendido a agredir a los “otros” y “otras” llamándoles “maricón”, “tortillera”, “ganso”, “cherna”, “pato”, “yegua”, “loca”; y hasta hemos creado modalidades de la discriminación lacerantes del patriotismo, sobre todo del republicano, como aquella que tipifica al que se trasluce gay por los refinamientos de su espíritu, como que “lleva en su alma la bayamesa”.

Nuestra cultura de derechos humanos es una de las más atrasadas del mundo. Creímos, y así lo sigue repitiendo la propaganda política oficial, que el acceso libre e igual a la educación y a la salud pública, subsumían todos los derechos; pero no es así, este es un pueblo que habla en voz baja de la oposición, cuando en otros lugares del mundo se grita lo mismo a todos los vientos. El Estado cubano es incapaz de entender -y así todos nosotros, hijos de esa educación política- que ahora son oposición Lula, Correa, Cristina Fernández, por mencionar algunos amigos de nuestro gobierno; y que, por lo tanto, ser oposición política no es una herejía, sino un derecho humano.

Los derechos humanos nos hubieran ayudado mucho si los hubiéramos usado en nuestra educación hace más tiempo. Los nuevos derechos, individuales y colectivos, las nuevas luchas por ellos en el mundo, los nuevos movimientos sociales que los defienden y exigen. Por eso nos es tan extraña la lucha por la igualdad de género, porque la mayoría de nuestro pueblo cree que esa batalla ya fue ganada en Cuba y que las mujeres están protegidas, pero la vida cotidiana enseña lo contrario; lo mismo sucede con la igualdad racial, por origen nacional; y con la comunidad LGBTI.

Los derechos humanos no son para unos por encima de otros: ni solo para los blancos, ni solo para los hombres, ni solo para los heterosexuales, ni solo para los cristianos, ni solo para los ateos, ni solo para los comunistas, ni solo para los que viven en occidente, ni solo para los que ostentan títulos de propiedad, ni solo para los que viven en barrios elegantes; sino para todos y todas.

Cuando la Constitución dice que podemos vivir donde queramos, esto incluye a los orientales que quieran vivir en La Habana, incluidos los orientales homosexuales. Cuando la Constitución dice que podemos tener propiedad privada, esto incluye a los homosexuales. Si el Proyecto de Constitución nos ofrece derecho a la defensa en juicio, esto incluirá a los homosexuales; igualmente tendrán los homosexuales los derechos a la vivienda, al trabajo, al descanso, a las vacaciones, a la educación, a la salud, a la cultura, al deporte, a no ser abusados ni torturados, a tener intimidad personal y familiar.

Alguien se ha preguntado, ¿cómo es posible tener derecho a la propia intimidad personal y familiar si algunos pretenden que los seres humanos homosexuales no tengan familia propia al privárseles el derecho al matrimonio? ¿O es que la familia es solo la que componen nuestros ascendientes y colaterales? El derecho a contraer matrimonio es un derecho humano, no es un derecho de los heterosexuales.

El matrimonio: breve mirada histórica y ojeada a su calidad actual

El matrimonio es una institución jurídica que ha cambiado mucho en más de 2,000 mil años. Las justas nupcias de los romanos antiguos tenían como únicos elementos esenciales la convivencia de los cónyuges y el afecto marital, para ellos la unión entre esposos era un hecho social[1] que debía tener reconocimiento de la comunidad por su notoriedad y solo conllevó formalización en las últimas etapas del Derecho Romano.

Los requisitos jurídicos del matrimonio eran la aptitud física, el consentimiento de los cónyuges y de las personas bajo cuya potestad estuvieran, además del ius connubium que solo disfrutaban los ciudadanos romanos sin impedimentos matrimoniales absolutos o relativos.

En la propia historia de Roma las personas de casta diferente, dígase patricios y plebeyos, no pudieron casarse hasta la Ley Canuleia de 445 A.N.E y la aptitud física significaba que se debía ser púber para tener edad para procrear. Es por eso que el emperador Justiniano consagró las edades de 12 años para las mujeres y 14 para los hombres, sobre todo para evitar los exámenes corporales que se hacían en ceremonias que afectaban el pudor de los inspeccionados. Tampoco podían casarse las personas que no tuvieran esperanza de procreación, como los ancianos o los infértiles. Los esclavos no disfrutaban del ius connubium y solo los relacionaba como pareja el llamado contubernio[2], y los peregrinos o extranjeros contraían un matrimonio no justum.

Los impedimentos matrimoniales afectaban a todas las posibles relaciones, o a algunas de ellas en específico. Es por ello que no podían casarse, en ningún caso, los impúberes, los incapacitados mentales, las personas que habían hecho votos de castidad, y los no libres con los ciudadanos romanos. De forma relativa estaban prohibidos los matrimonios entre personas de distinta religión -después del cristianismo-,  los gobernadores de provincia con mujer provincial, entre raptor y raptada, entre tutor y pupila, entre parientes para evitar el incesto, entre ingenuos -hombres nacidos libres- y mujeres infames (como adúlteras, alcahuetas, prostitutas y comediantes). También fueron impedimentos la turbatio sanguinis, que obligaba a la viuda a no contraer nuevas nupcias hasta después de 300 días posteriores a la muerte del esposo, para evitar la posible confusión que pudiera darse si estuviera embarazada la mujer, y se dudarse de si se trataba de un hijo tardío del primer marido o prematuro del nuevo; y la prohibición de nupcias entre los adúlteros.

El Derecho Romano también previó el divorcio y reconoció el concubinato, hasta el punto de que el emperador Justiniano incluyó a la concubina y a sus hijos naturales en la herencia intestada del causante.

La cristianización del derecho romano convirtió al matrimonio en un sacramento y en una relación para toda la vida, en una unión de derecho humano y divino, por lo que el Derecho Canónico usó los impedimentos romanos y los llamó “dirimentes” e “impedientes”, dándole un gran valor a las prohibiciones de relaciones que ponían en peligro la religiosidad de los contrayentes. El mismo Derecho Canónico tuvo que aceptar después el llamado “divorcio vincular”, que consistía en la separación de los cuerpos de los contrayentes, pero no de sus almas, y permitió las anulaciones papales de algunos matrimonios no consumados.

El régimen económico del matrimonio romano ponía a la mujer en manos de la familia del esposo si el vínculo había sido con manus, es decir, con traspaso de la potestad del padre de la esposa a quien tuviera la patria potestad en la familia del esposo. La dote era entregada por la familia original a la nueva para la manutención de la esposa, y como adelanto de la herencia a la que ahora no tenía derecho por ingresar en una nueva comunidad. Los bienes de la mujer sobre los que el esposo no tenía disposición eran llamados “parafernales” (otro ejemplo de un uso despectivo posterior de una palabra que tiene un sentido liberador de la mujer).

El derecho feudal tuvo como uno de sus rasgos principales la pérdida de referencias técnicas y éticas del Derecho Romano, y la confusión entre instituciones de derecho privado y de derecho público. Por esta razón proliferaron usos y costumbres germanas, celtas, galas y de otras culturas, que permitieron, junto al desmesurado poder de los señores, prácticas como las que permitía el derecho “de pernada”, o el primer uso de la mujer casada por el señor más importante; esto por encima de la voluntad de la mujer y de su esposo.

El Derecho Civil, y específicamente el de familia, tuvo una evolución interesante durante y después de la Revolución Francesa, que rompió la diferencia entre hijos y consagró, sobre todo desde el Código Civil Napoleónico, la autonomía de la voluntad como motor de las relaciones jurídicas patrimoniales, donde también cayó el matrimonio con su consideración como contrato.

En Cuba, tuvimos la regulación matrimonial española contenida en las VII Partidas de Alfonso el Sabio, y la aportación del Derecho Mambí y sus leyes de matrimonio civil, más progresistas que las que el derecho español concebía en aquellos años. Más tarde, el Código Civil de España se hizo extensivo a Cuba a fines del siglo XIX, y con él, las regulaciones de derecho de familia. Este código estuvo vigente en Cuba hasta 1988, pero las regulaciones sobre familia fueron derogadas por el Código de Familia de 1975, que amparó las relaciones paterno-filiales, el matrimonio, el divorcio, la adopción y la tutela.

El concepto de “matrimonio” que rige en Cuba desde 1975 es muy revolucionario, porque incluye las relaciones formalizadas y las consensuales, aunque estas últimas solo tienen efectos jurídicos cuando con posterioridad ganan la forma de las primeras. La presentación del matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer trascendió a la Constitución de la República de 1976 y se ha considerado, hasta ahora, la causa de la imposibilidad legal de reconocer a los matrimonios igualitarios.

En rigor, los que se oponen al matrimonio entre personas del mismo sexo, lo hacen de una formalidad de la que no tendrían que enterarse, porque no es una obligación la divulgación y publicidad del acto de formalización matrimonial. El matrimonio es antes e independiente de la formalización, porque sigue siendo una decisión voluntaria basada en el consenso. Lo que se pide ahora es el derecho de las personas de igual sexo a formalizar relaciones conyugales que han tenido que defender sin la seguridad de la inscripción registral y las garantías derivadas de esta, para el patrimonio común y para los derechos de ambas partes de la relación matrimonial.

Si de lo que se trata es de custodiar hasta las últimas consecuencias a la institución jurídica y tradicional del matrimonio, podemos recordar que este ha cambiado mucho en la historia, y que si quisiéramos ser estrictos con el matrimonio original deberíamos prohibirlo entre personas de la tercera edad, entre personas de estatus social diferente, entre personas de desigual color de la piel, entre dirigentes y dirigidas, entre quienes no tienen esperanza de procreación y así, una larga lista de vínculos que hemos aceptado con el tiempo.

Los que ahora defienden el matrimonio en su forma primera no han salido en una cruzada a favor de las relaciones conyugales solo basadas en el amor (porque no pueden saber qué parejas se aman) y cuáles solo se unen por otras razones. Si somos incapaces de proteger al matrimonio de sus variantes menos espirituales porque escapan a nuestro alcance los móviles de cada unión, entonces es ridículo que nos “rasguemos las vestiduras” porque los que siempre se han querido, ahora puedan plasmarlo en un acto jurídico.

Hemos escuchado en estos días a algunos que argumentan que lo que les preocupa del matrimonio igualitario es que los niños y niñas que deben ser “sanamente” heterosexuales sean testigos de esta oleada de amor libre; pero hasta el día de hoy jamás he escuchado a un niño o adolescente preocuparse por la formalización de un matrimonio, ni porque algunos se quieran de una forma distinta a la común.

Nadie como los niños y niñas para darnos lecciones de respeto a la diferencia. Somos los adultos lo que enseñamos la exclusión y la discriminación. Ningún ser humano nace con ideas contrarias a un tipo de orientación sexual, ni a un color de la piel, ni a una creencia religiosa, ni a un ideario político. Ahora toca que el matrimonio acepte dentro de él a quienes hace cientos de años se aman sin permiso, a quienes han demostrado con su lucha y su resistencia el valor y la justicia de su petición de derecho; no propia de 500 años antes de nuestra era, pero sí del 2018 de la nuestra.

Notas:

[1] El Ius Postliminium resolvía en Roma las cuestiones jurídicas que se daban cuando una persona declarada previamente ausente, presuntamente muerta y después muerta, regresaba a su domicilio. Para los romanos el postliminium devolvía al que reingresaba bajo el manto del Derecho Civil los derechos, pero no las situaciones de hecho, y entre estas últimas se encontraba, por ejemplo, el matrimonio y la posesión. Esta es la razón de por qué en la telenovela brasileña Fina Estampa, que ahora se transmite en la televisión cubana, Griselda no está obligada a continuar su matrimonio con su esposo desaparecido hace más de diez años pero sí recupera él sus derechos, como la patria potestad o la propiedad.

[2] Obsérvese cómo la palabra contubernio ha sobrevivido en la lengua española como una reunión conspirativa, como una relación maliciosa, de personas de segunda categoría. Este es un ejemplo más del uso antidemocrático e impopular de conceptos y términos que originalmente no tenían ese sentido.

Licenciado en Derecho y en Historia. Doctor en Ciencias Jurídicas. Profesor Titular. Docente desde 1999 en la Universidad de la Habana, con experiencias en cursos presenciales, y semipresenciales. Profesor de la Facultad de Derecho de 1999 a 2008 y en las filiales universitarias de 2008 a 2012. Fue profesor e investigador del Centro de Estudios de Administración Pública de la UH de 2012 a 2016. Ha publicado libros, ensayos académicos y artículos sobre temas jurídicos.
Fuente:
https://cubaposible.com/cuba-homofobica-matrimonio-hablamos/

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