Cuba: Por un consenso sobre los fundamentos de la república. Debate

David Casassas

María Isabel Alfonso

Luis Carlos Battista

Roberto Veiga

Mauricio Álvarez

Julio César Guanche

17/11/2015

Durante muchos años un grupo amplio de actores, dentro y fuera de Cuba, hemos estado inmersos en diversos debates teóricos en torno a la democracia, la justicia, los modos de ejercer la representación política, la soberanía nacional y ciudadana, entre otros muchos temas que tienen como base la realización de la igualdad, la libertad y la solidaridad. En el contexto de las transformaciones que ha estado viviendo nuestro país, creemos oportuno y necesario socializar este tipo de debates en la esfera pública cubana. En tal sentido, y teniendo en cuenta que lo realizado hasta ahora ha tenido un marcado carácter instrumental, hemos decidido realizar un alto en el camino y facilitar un debate que explore, además, ciertas matrices filosóficas y antropológicas de los temas antes mencionados. Participan en este Dossier el politólogo David Casassas; la profesora María Isabel Alfonso; el jurista Luis Carlos Battista; el jurista Roberto Veiga; el profesor e investigador Mauricio Álvarez; y el jurista y politólogo Julio Cesar Guanche.

 

1.Algunos sostienen que ciertos derechos, especialmente aquellos denominados civiles y políticos, aseguran la libertad, y que los llamados derechos sociales, culturales y económicos garantizan la igualdad. ¿Cuál es su opinión?

 

David Casassas: Quienes sostienen esta escisión entre derechos "políticos" y derechos "económicos, sociales y culturales" incurren en una categorización de los conceptos y de la experiencia histórica un tanto estrambótica. Pues no es cierto que puedan concebirse los derechos cívico-políticos sin la garantía material de los derechos socio-económicos, del mismo modo que tampoco es cierto que quienes lucharon históricamente por los derechos "cívicos" y "políticos" ‒los revolucionarios ingleses del siglo XVII, los franceses del XVIII, el movimiento obrero en los siglos XIX y XX, etc.‒ lo hicieran sin percatarse de la crucial importancia de que aquellos estuvieran acompañados de imprescindibles condiciones económicas y sociales de posibilidad. Dicho sintéticamente: el ejercicio de los derechos civiles y políticos exige la independencia socioeconómica y, por ende, civil, de quienes están llamados a ser sujetos de tales derechos.

No podemos participar libremente en la vida política y social si la privación material ‒la desposesión‒ nos pone en manos de terceros; si, por decirlo con Marx, nos vemos forzados a vivir "pidiendo cotidianamente el permiso" para hacerlo a (los herederos de) quienes lograron (y logran) hacerse con recursos (in)materiales ‒con recursos productivos‒ en muy desiguales procesos históricos de apropiación privada de los recursos externos. No hay libertad posible si no contamos con cuerpos legales que blinden nuestro derecho a vivir con cierto desahogo, lo que exige que combatamos aquellas desigualdades que sabemos que causan relaciones de sumisión, de subalternidad.

Así, propongo que impugnemos con firmeza la tesis de las tres "generaciones de derechos" ‒políticos, económico-sociales y culturales o colectivos‒ que debemos a T.H. Marshall y que la tradición liberal acogió con fervor. Constituye esta una fábula que siempre interesó al mundo liberal, al cual le ha venido como miel sobre hojuelas el poder afirmar que, si bien el capitalismo puede que desatienda aspectos sociales importantes, por lo menos nos brinda libertades políticas. Pues bien, hay que revolverse contra esta idea: no existen derechos políticos si no son al mismo tiempo derechos económicos y sociales y si no nos sitúan en el seno de comunidades vivas, densas y no fracturadas. Asimismo, conviene insistir en la advertencia complementaria: los derechos económicos y sociales dejan de ser derechos cuando quedan reducidos a dádivas proporcionadas por las autoridades estatales sin la menor posibilidad de escrutinio, control y tutela popular del proceso de asignación de recursos por parte de tales poderes públicos. Los derechos, pues, no son divisibles.

 

María Isabel Alfonso: Lo primero que viene a mi mente es la frase de Martí, “ser cultos para ser libres”. ¿Qué se entiende por iguales y por libres? Sé que esta es la segunda pregunta del cuestionario, pero  traigo a colación la frase para relativizar la oposición tajante entre ambas categorías. Ejercer los derechos civiles y políticos es una forma de asegurar niveles de igualdad ciudadana; a su vez, disfrutar de los derechos sociales, culturales y económicos nos coloca en una dimensión de libertad. Es decir, no creo que libertad e igualdad sean compartimentos estancos ni que aseguren una lista unívoca de derechos.

Por otra parte, debemos construir ciertos sobreentendidos cuando se trata de abordar estos temas, sobre todo el de la libertad. Poder ejercer derecho al voto, tener acceso a múltiples partidos y medios de prensa, en principio, nos coloca en una dimensión de mayor libertad. Pero las formas de coerción del mundo moderno han mutado y dicha libertad puede verse socavada, incluso, en un escenario de mayor agencia política, como el mencionado. No todas las limitaciones a la libertad vienen del Estado sino también de condiciones estructurales como la desigualdad, la pobreza y la falta de una educación integral. 

 

Luis Carlos Battista: Primeramente debemos recordar que la noción de este tipo de derechos surgió con la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano al fragor de la Revolución Francesa y más recientemente con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, luego ampliados con los pactos internacionales de derechos, el de los Civiles y Políticos (que contiene los también llamados derechos de primera generación) y el de los Económicos, Sociales y Culturales (con los derechos de segunda generación).

En este sentido, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, y sus protocolos facultativos, establecen nociones mínimas del respeto a la condición humana que debe existir en las relaciones entre el Estado y los ciudadanos y demás componentes de la sociedad civil. Estos Derechos promueven la defensa y la protección del ser humano ante alguna agresión arbitraria por el poder público político sobre los individuos, al mismo tiempo que sus protocolos empoderan a los ciudadanos propiciando mecanismos para la consecución de los derechos que el mismo Pacto establece. Se considera que estos promueven la libertad de la persona por la esencia que engloba, representan el reconocimiento del Estado al derecho incondicional de los ciudadanos a participar en la toma de decisiones políticas en todos los niveles, sin menoscabo del respeto a la expresión de su pensamiento y opinión.

De igual manera establece el derecho a la libre determinación de los pueblos, la libertad de asociación, sindicato y de locomoción, entre otros. Este último comprende el derecho a viajar y fijar residencia irrestrictamente dentro de las fronteras de un Estado por sus respectivos ciudadanos y la opción de salir del país y regresar cuando lo estimen conveniente. En este sentido, el Pacto, específicamente, llama a los Estados firmantes de abstenerse a prohibir la entrada de alguno de sus ciudadanos al territorio nacional.

Por otro lado, los derechos de segunda generación constituyen nociones básicas que aseguran la participación y desenvolvimiento de los individuos en la sociedad, propiciando una vida decorosa para todos sus integrantes. El Pacto de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales tiene como objetivo potenciar y desarrollar la participación de cada individuo en una sociedad plural, heterogénea e incluyente. Mientras los derechos de primera generación establecen la participación política de la ciudadanía, los derechos de segunda generación promueven la participación del individuo en otras esferas de la sociedad.

Son estos principios los que endosan el acceso equitativo a los servicios y seguridad sociales. Promueven distintos derechos, tales como el derecho a la educación, el derecho al trabajo, a la huelga y sindicalización, a la salud física y mental, derecho a la alimentación, vestido y vivienda. De tal manera que proporciona bases que empoderan a los ciudadanos para lograr igualdad de derechos y oportunidades, les da acceso a desarrollar sus capacidades creativas y promueven la concepción plena de una identidad individual para todas las personas. Si bien los derechos civiles y políticos garantizan la existencia de un Estado de Derecho, los segundos constituyen el mínimo de condiciones necesarias para avanzar hacia un Estado de Bienestar, sin renunciar a la conquista de más derechos.

Ambos Pactos y protocolos facultativos junto a la Declaración Universal ‒lo que es conocido comúnmente como la Carta Internacional de los Derechos Humanos‒ son el asidero indispensable para lograr el respeto a la dignidad humana y para el gozo de una democracia real y plena.

 

Roberto Veiga: Resulta posible aceptar esta distinción si tenemos en cuenta los desafíos de las diferentes etapas históricas a través de las cuales se han ido reconociendo y, de alguna manera, consolidando, esos diferentes derechos. Sin embargo, sería fatal quedarnos en una comprensión que, según mi criterio, podría ser simplista y hasta algo esquizofrénica Los derechos que ya reconocemos, y los que vayamos reconociendo mientras evolucionemos antropológica y sociológicamente, son interdependientes, un todo único. Unos derechos no serían auténticamente disfrutados con carencia de otros derechos. Igualmente, cada derecho debe asegurar actos individuales, privados, y actos sociales, públicos. Por tanto, también sería simplista catalogar unos derechos como individuales y otros como sociales. Siguiendo esta misma lógica, todos los derechos deben asegurar cuotas de libertad y garantizar condiciones de igualdad. O sea, cada derecho tiene una dimensión individual y otra social, se concreta mediante actos privados y actos públicos, y se deben desempeñar en igualdad de oportunidades y desde la más amplia libertad. Por tanto, resulta posible afirmar que todos los derechos se deben asegurar desde y para la libertad y la igualdad.          

Si consideramos el universo de derechos desde la integralidad esbozada anteriormente, debemos aceptar que los derechos civiles, políticos, sociales, culturales, económicos, familiares, laborales, ambientales y tantos otros que pudiéramos catalogar de diferentes maneras, deberán ejercerse con entera libertad y en igualdad de oportunidades, tanto en los ámbitos individuales y privados, como en los ámbitos sociales y públicos.

Todo esto puede parecer una disquisición teórica innecesaria. No obstante, comprenderlo pudiera transformar ciertos imaginarios, determinadas perspectivas sociales y ciertos dispositivos institucionales.

Lo anterior podría, a su vez, hacer trascender la intensa batalla a muerte entre las posiciones extremas del liberalismo y del socialismo, para hacerlas tributar por medio de la aceptación de un desempeño mutuo, caracterizado por una lógica tensión entre posturas complementarias, hacia una realidad más libre e igualitaria, más inclusiva y equilibrada, más solidaria y próspera.

Esta manera de comprender la libertad y la igualdad, lo individual y lo social, lo privado y lo público, en torno al universo (quizás inagotable) de derechos, tal vez pudiera constituir el primer sostén de la arquitectura de una República que tenga como objetivo la justicia, incorporando (con la mayor armonía posible) toda la diversidad ideológica y política (reitero: toda la diversidad, que no es sinónimo de desigualdad), siempre por medio de una democracia robusta, que garantice decididamente la centralidad de la ciudadanía.       

 

Mauricio Álvarez: La relación igualdad-libertad no puede sostenerse desde un antagonismo. Ningún derecho puede negar otro.  Sería falso en términos de lógica argumentar los derechos sin comprender que son atribuciones y garantías para los hombres en un fin supuesto de justicia socialmente acordado,  entonces, la dicotomía entre derechos de primera generación o naturales (como también se les denomina) y derechos de segunda generación (o sociales) implica una frontera falsa en contra de la voluntad de la persona en primer lugar. Como demuestran variadas interpretaciones, desde las liberales, las marxistas hasta las más actuales, la igualdad es un componente indispensable para la libertad, por tanto no puede existir plenamente libertad si no existe igualdad, que no excluye la diferencia en el sentido de diversidad.

La división entre los derechos referidos a la libertad y los referidos a la igualdad obedece a una disputa práctica en términos políticos y filosóficos, entre los ideólogos y las formas “totalitarias” de capitalismo y los lamentables burócratas  “totalitarios” del socialismo de corte soviético del siglo XX. La diferencia entre libertades formales en torno a la expresión, la asociación, el movimiento y las que refieren a la garantía de un empleo, de ser asistido, de obtener cultura, son interdependientes al criterio de una solidaridad mínima. Cualquier exclusión en ese sentido constituye violación y coacción, degradando ambas categorías de derecho. Como recuerda Carl Schmitt, lamentablemente desde este punto de vista, la manifestación del poder, en tanto capacidad de aniquilar a un enemigo, reduce la forma en la que se comprende la sociedad y la propia función del Estado.  Ello genera un vacío en la propia representación ética, legal y moral de los derechos como “complejos” políticos, sociales, económicos, culturales y ambientales.

 

Julio César Guanche: Los derechos políticos defienden la libertad, pero no son “autosuficientes” para alcanzar éxito en ese empeño. La libertad tiene costos. Su ejercicio supone una institucionalidad, de promoción y protección, cuyo mantenimiento y desarrollo es necesario sufragar. De otro lado, genera otra especie de costos. La libertad de organización sindical hace más oneroso el proceso productivo para sus propietarios, y disputa a quién deben cargarse las “pérdidas” de ganancias: si a quienes deben pagar más impuestos, o mayores salarios; o a quienes se le recortan derechos laborales. En el primer caso, la justicia cobra una factura a la libertad (de empresa, en este ejemplo). Si su monto no aparece en los cálculos, los derechos políticos no pierden importancia, pero se obstruye su capacidad de producir libertad.

Esta “factura” puede ser cobrada con legitimidad a nombre de los fundamentos materiales de la libertad. La libertad política necesita, tanto para mantener su vigencia, como para desplegar sus consecuencias, de un umbral compartido de igualdad social. (Esto no tiene nada que ver con un tipo de “igualitarismo”, como el que se critica en Cuba, que acentúa la desigualdad al tratar igual a los desiguales). Para esta posibilidad, es un tema crítico el reconocimiento de los derechos sociales y el de su interdependencia con los derechos políticos. La defensa de la igualdad, dentro de un marco efectivo de derechos políticos, también hace parte de la defensa de la libertad.

Ciertamente, la discusión sobre la naturaleza de los derechos tiene múltiples aristas. Por ejemplo, es importante la que juzga sus posibilidades de exigibilidad, reflexión que integra la fundamentación sobre los pactos de derechos humanos de 1948. Los “políticos”, como derechos de ciudadanía, no son, en esa lógica, “recursos escasos”. En cambio, los sociales dependen de la disponibilidad de recursos materiales. Uno y otro carácter condicionan su exigibilidad. Sin embargo, creo que los derechos políticos son también comprendidos desde el ángulo que aquí sugiero, “recursos escasos” que, solo procesados junto a los derechos sociales, pueden adquirir su mayor potencia.

Me explico brevemente a través del concepto de ciudadanía.

La noción moderna de ciudadanía remite a un status de pertenencia libre a una comunidad de iguales. Para ello, debe establecer el marco de relación libre entre el ciudadano y el Estado ‒en tanto configura el marco de actuación de uno frente al otro‒, y configurar la relación entre los ciudadanos entre sí mismos como igualmente libres ‒pues una sociedad civil es, en principio, una comunidad de miembros plenos de una sociedad de iguales.

La ciudadanía, reconocida como condición uniforme y exclusiva de pertenencia a la comunidad política, es un ideal igualitario: la libertad es incompatible con la subordinación formal ante el Estado ‒como la condición de súbdito‒ y con la subordinación formal ante otro particular ‒como la condición permanente y hereditaria de siervo.

Luego, remite a tres ámbitos de libertad: la libertad de los individuos, la libertad de estos frente al Estado y la libertad respecto al orden social del que hacen parte. La ciudadanía cubre el campo de dichas libertades con derechos respectivos: civiles, políticos y sociales.

El problema radica en identificar cuál debe ser la relación productiva entre estos tipos de derechos para hacer verdad el ideal de la ciudadanía. Si el ejercicio de la libertad política permite a sus actores autoatribuirse derechos y recursos y disputar decisiones lesivas para ellos, los derechos políticos se convertirán en recursos escasos: los sindicatos serán prohibidos (o despotenciados), las huelgas ilegalizadas, los discursos críticos perseguidos, etcétera. Los derechos sociales son efectivamente recursos escasos, pero el acceso a ciertos recursos “cívico-constituyentes” (alimentación, salud, educación, vivienda, que tienen relevancia tanto material como política para el despliegue de la vida en sociedad) intentan que “la clase no le haga la guerra” a la ciudadanía. Esto es, buscan limitar los efectos que la práctica diferencial que generan los problemas que normalmente llamamos de “clase” ‒desigualdad, asimetría, desposesión‒ impidan la expansión del ideal igualitario y universalizador que supone la ciudadanía.

Luego, los derechos sociales tratan tanto sobre la justicia como de la libertad. Su existencia reformula el marco de comprensión de los derechos, que no se remiten solo a individuos, sino también a grupos y clases, y contribuyen a la producción de la libertad en la medida en que redistribuyen recursos y posibilidades de control sobre estos. Por ese camino, intentan asegurar los fundamentos materiales de la libertad. Sin ellos, sin el umbral de igualdad social que buscan asegurar, es impracticable la libertad democrática, esto es, una libertad disponible realmente para todos.

 

2. Según su criterio, ¿en qué consiste esencialmente la libertad y en qué consiste fundamentalmente la igualdad?

 

David Casassas: Lo que hemos aprendido del destilado conceptual de la larga tradición republicana puede sernos útil para dar respuesta a esta pregunta. Como explican historiadores de las ideas vinculados a la Escuela de Cambridge ‒Quentin Skinner, J.G.A. Pocock, etc.‒ y filósofos que han trabajado de la mano de ellos ‒Philip Pettit, muy señaladamente‒, un individuo es libre cuando no es objeto de interferencias arbitrarias por parte de terceros y, además, vive en un escenario socio-institucional que garantiza que no exista ni la mera posibilidad de ser interferido arbitrariamente por parte de terceros.

Un esclavo, como un trabajador asalariado, puede tener la suerte de no ser interferido arbitrariamente por terceros, pero no es libre, pues siempre existe la posibilidad de que termine siendo interferido de forma arbitraria. Y ello condiciona sobremanera su proceso de socialización con los demás. Bien mirado, ello impide que dicho proceso respete sus deseos, inclinaciones, proyectos de vida: demasiadas amenazas, explícitas o veladas; demasiado chantaje.

Ahora bien, la pregunta relevante en este punto es la siguiente: ¿de qué hablamos cuando nos referimos a ese "escenario socio-institucional que garantiza que no exista ni la mera posibilidad de ser interferido arbitrariamente por parte de terceros"? ¿Qué favorece la extensión de relaciones sociales efectivamente libres? La tradición republicana, de Aristóteles a Marx, ha sido meridianamente clara a este respecto: la propiedad, una "propiedad" que no hemos de entender necesariamente como la tenencia en el bolsillo de un título jurídicamente sellado, sino como la garantía del acceso a (y del goce de) conjuntos de recursos que nos hagan socioeconómicamente independientes. Obviamente, no se trata de una independencia que nos tenga que atomizar, sino de una independencia que permita la emergencia de toda una interdependencia basada en decisiones verdaderamente autónomas por parte de todos y todas. Pues, equipados con recursos de modo incondicional, ganamos, todos y todas, poder de negociación para hacernos con vidas más nuestras.

Sigamos con las impugnaciones de los mitos liberales. El mundo moderno ha asistido también a una famosa distinción entre "libertad positiva" ‒la libertad para hacer cuanto nuestra capacidad de imaginación nos sugiera‒ y "libertad negativa" ‒la libertad frente a posibles injerencias por parte de terceros.

Digo que se trata de una escisión liberal de la noción de libertad porque la debemos a autores liberales como Benjamin Constant e Isaiah Berlin. Pero no se trata de una escisión solo "liberal"; se trata de una partición también antidemocrática. Pues lo que con esta distinción se pretendió fue inventar una (supuesta) "libertad positiva" vinculada a un (supuesto) mundo "antiguo" ‒y democrático‒ de ciudadanos ejemplares entregados en cuerpo y alma a los asuntos políticos; una "libertad positiva" que, por ende, resultaba difícilmente practicable en sociedades "modernas" y complejas, donde los individuos andamos (supuestamente) centrados en asuntos privados. Convenía, pues, dejar la "libertad positiva" (y también la democracia como ejercicio continuado de unas facultades para la auto-organización popular) para el mundo de "los antiguos": a nosotros, "los modernos", nos bastaba con la "libertad negativa" y con un modelo de democracia en el que deleguemos la capacidad de agencia en unos representantes que se encargan de nuestros asuntos colectivos y que nos permiten centrarnos en nuestra esfera privada.

De hecho, autores neo-republicanos como el propio Pettit han dado esta escisión por buena y han alineado su noción de libertad con el grupo de las nociones "negativas" de libertad. Pues no. La libertad tampoco admite escisiones. La libertad es, al mismo tiempo, capacidad de creación y protección frente a posibles agresiones externas. Se trata de dos caras de una misma moneda. En primer lugar, la libertad es capacidad de creación e imaginación ‒si se quiere, la libertad es "positiva"‒ porque apunta a nuestra propensión a echar a andar en caminos escogidos. En segundo lugar, la libertad es protección frente a posibles impedimentos externos ‒si se quiere, la libertad es también "negativa"‒ porque sabemos ‒así nos lo muestra con perspicacia sociológica la ontología social republicana‒ que para poder echar a andar se necesitan mecanismos socio-institucionales que disuelvan aquellos vínculos de dependencia y relaciones de poder que puedan someternos a voluntades ajenas e impedirnos el paso. Como los derechos, la libertad es un todo al que no se puede amputar ninguna de las partes. Hacerlo ‒sin ir más lejos, hacernos "escoger" entre "libertad positiva" y "libertad negativa"‒ empobrece nuestra concepción del (plural) aparato motivacional humano y cercena la posibilidad de una apertura conceptual a la democracia como praxis cotidiana, también en el mundo moderno.

Y termino. ¿Qué hemos de entender por igualdad? ¿Nos estamos refiriendo aquí a igualdad estricta de recursos? Yo creo que no. Entonces, por decirlo con Amartya Sen, ¿igualdad de qué? De nuevo, la tradición republicana nos da pistas interesantes para pensar estas cuestiones. El republicanismo ha entendido siempre la igualdad como reciprocidad en la libertad, esto es, como igual acceso a las condiciones que facilitan una vida libre. No se trata, por lo tanto, de tomar un determinado recurso material y repartirlo igualitariamente. De lo que se trata es de que los poderes públicos garanticen al conjunto de la población un estatus social de invulnerabilidad que permita el igual desarrollo de todos los (bien diversos) proyectos de vida en condiciones de libertad.

Somos iguales en la medida en que contamos con el mismo derecho a una vida libre y así lo reconoce la comunidad política ‒si se quiere, se está hablando aquí de una noción de igualdad como "igualdad de oportunidades".

Por supuesto, nada de esto es posible sin una decidida acción político-institucional orientada a repartos de recursos "igualitaristas" que contradigan la dinámica desposeedora del capitalismo, pero ello no significa que aspiremos a un mundo hecho de distribuciones estrictamente igualitarias de tales recursos. Creo que esta noción republicana de igualdad como "reciprocidad en la libertad" queda bien reflejada en el famoso criterio de distribución, según el cual todos deberíamos recibir "según nuestras (diversas) necesidades" y aportar "según nuestras (también diversas) capacidades". Pero para que ello sea posible, se necesitan mecanismos institucionales.

 

María Isabel Alfonso: La libertad es la capacidad de ejercer derechos inalienables al individuo (tanto los  políticos y civiles como los sociales, culturales y económicos). La igualdad consiste tanto en la aspiración que debe guiar la aplicación de esos principios, como en la resultante de una justa distribución de los mismos. Es decir, que la libertad es la potenciación de la ejecución de nuestros derechos, pero en el marco de la responsabilidad que el eje de la igualdad provee.

Un aspecto importante a considerar en torno a la libertad es su estatus paradójico inherente. Los contractualistas (Hobbes, Locke, y luego la Ilustración) establecieron como necesidad las limitaciones a la libertad humana, verificadas en el desarrollo de una sociedad civil (no el sentido que hoy se le da, sino como Estado político, en oposición al estado de la naturaleza). Dicha sociedad tenía como función regular el caos natural al cual estaba sujeto el ser humano. El individuo sacrifica pues parte de su libertad en pos de un proyecto de civilidad. Es decir, el proyecto social tiene como precondición las limitaciones a un sentido de libertad absoluta. 

Aunque los primeros contractualistas no cuestionan (por el contrario, afirman) la necesidad del soberano para la garantía de un Estado de orden, la Ilustración posteriormente sí pone en primer plano el tema de la igualdad y la libertad. Estos ideales serían claves en la consecución del proyecto emancipador de la Revolución francesa, la cual culminaría con la erradicación del absolutismo. Documentos tan esenciales al mundo moderno como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, precursora de los Derechos Humanos, derivaron del espíritu ilustrado.

En el mundo postindustrial, es imposible referirse a la libertad sin tomar en cuenta las ambigüedades que continúan complejizado el tema. En este sentido, es de gran utilidad el concepto de hegemonía desarrollado por Gramsci. Para Gramsci, el Estado no solo se encarga de hacer cumplir de manera coercitiva leyes y mandatos para mantener el ordenamiento social; también implementa formas más sutiles de dominación, en vínculo con grupos de la sociedad civil, junto con los cuales legitima formas consensuadas y veladas de negociación de hegemonía. Por ejemplo, a través de los medios de comunicación (en Estados Unidos, controlados por un grupo restringido de corporaciones) se validan normas, comportamientos, expectativas, o “estructuras estructurantes” ‒como las llamaría Pierre Bourdieu‒, que conforman una forma más indirecta de dominación, y por ende, de socavamiento de la libertad. Es preciso, por tanto, tener en cuenta estos procesos a la hora de reflexionar sobre el concepto. Hacerlo, nos lleva a posicionarnos lejos de una visión idílica e irrealista acerca del mismo, como la de quienes se empeñan en imaginar la sociedad civil ideal como un conjunto de individuos clamando por un ejercicio absoluto de sus libertades, desconectados del Estado y en oposición frontal a este.

 

Luis Carlos Battista: Es libre aquel que tiene la capacidad de pensar y obrar de acuerdo a su conciencia y voluntad, siempre respetando las normas derivadas de la hegemonía social y el derecho ajeno. Libertad es tener la posibilidad de actuar por deseo propio sin ser compelido por fuerza ajena de manera ilegítima, teniendo pleno conocimiento de la responsabilidad de nuestros actos. En los textos de la Carta Internacional de Derechos Humanos, no son pocos los derechos que incluyen una concepción de libertad: libertad de prensa, libertad de expresión, libertad de religión, libertad de locomoción, etc. En este sentido, implican la potestad que gozan las personas para decidir por sí mismas en cualquiera de estos sentidos. Llamar a interpretaciones restrictivas de la libertad, es plantear obstáculos a la celebración de la dignidad humana.

La igualdad es el reconocimiento de similar dignidad, libertad y derechos a todos los seres humanos, es vigilar el cumplimiento y tratamiento de la ley por todos y a todos. Es la existencia de oportunidades y derechos análogos para todos en cualquier momento. La igualdad va más allá del insano igualitarismo. No podemos confundir los dos términos. Alcanzar la igualdad social comprende, paradójicamente, el reconocimiento de desigualdades entre las personas. Tratar a dos personas con condiciones distintas en los mismos términos, no hace sino resultar en mayor contraste. Por ello, si bien la igualdad es brindar a personas en similares condiciones los mismos derechos y oportunidades en todo momento, es también a aquellas en condiciones desfavorables, asegurarle los medios necesarios para alcanzar un nivel similar al resto. O sea, brindar a los desfavorecidos un tratamiento especial de acuerdo a sus necesidades, sin menospreciar atención al resto de la sociedad.

 

Roberto Veiga: La libertad es la capacidad humana de escoger, decidir y actuar a partir del discernimiento propio, así como responder por ello. Dicha capacidad debe ser utilizada de forma responsable en función del bien. No obstante, las personas, los grupos y las sociedades, en ocasiones pueden utilizarla igualmente para cometer errores o hasta ocasionar daños. Sin embargo, debo precisar que el acto de cualquier sujeto, ya sea encaminado al bien, al error o al daño, si emana de una auténtica libertad, proviene de tal sujeto y por ello resulta correcto que este pueda y deba responder por el mismo. A nadie se le debe exigir por un acto que no emane de sí mismo. En tal sentido, únicamente el acto libre puede ser responsable. Esto exige que toda sociedad que promueva la responsabilidad deba cincelar un Estado con capacidad para asegurar la autonomía de la voluntad de las personas y los grupos (lo cual no tiene que implicar desorganización e individualismo).

La igualdad, por su parte, es uno de los resultados de la verdadera libertad. La igualdad constituye el derecho de cada persona, grupo o sociedad, a ser apreciados del mismo modo que otros.

 Por eso podemos afirmar que la igualdad se realiza en la libertad. Todos los sujetos poseen la misma naturaleza antropológica y sociológica, y por tanto deben poder disfrutar (sin excepción) de los mismos derechos, así como participar (según el influjo de cada cual) en los bienes sociales. Siguiendo esta lógica, puedo sostener además que la igualdad siempre irá acompañada de cierta desigualdad (cuando esta no resulte indigna), pues las personas, los grupos y las sociedades, por lo general, se diferencian en cuanto a la capacidad de cada cual. Por ejemplo: un sabio jamás será igual a un ignorante, ni un fuerte a un débil. Sin embargo, y en esto consistiría la mayor garantía de igualdad, quienes posean grandes riquezas o no, sean sabios o no, fuertes o no, deben tener asegurado el acceso equitativo a un status esencial de oportunidades; y esto resulta muy cuestionable cuando las circunstancias muestran tantas asimetrías en las condiciones sociales y en las relaciones humanas.     

 

Mauricio Álvarez: La libertad es una categoría filosófica, moral, pero también práctica. La libertad es emancipación, posibilidad y también decisión. En esencia, la libertad es el derecho a pensar y actuar por sí mismo. En términos marxistas, la libertad es la superación de la necesidad. Rosa Luxemburgo planteaba muy claramente que la libertad no ha de ser un privilegio para nadie, podríamos derivar que entonces la libertad implica también un plano de igualdad, de reconocimiento mutuo de los “diferentes” para entonces arribar a un consenso o, al menos, emprender la construcción de un diálogo aunque no se esté de acuerdo en inicio. Por ello la igualdad es diversidad, consenso, equidad y solidaridad. Es un principio de acceso equitativo a la vida social, política, económica de los hombres. Para los cubanos, Martí resume muy bien esa relación entre igualdad y libertad cuando expresa que la república no valía la pena si no defendía en su propia constitución práctica el derecho de sus hijos de pensar por sí mismos, y recordemos que para Martí esa era la república de la igualdad: con todos y para el bien de todos.

 

Julio César Guanche: Por lo dicho, no elijo entre libertad “positiva” (libertad para un hacer decidido por sí mismo) y libertad “negativa” (libertad de estar protegido frente al Estado y contra toda interferencia sobre esferas privadas). Creo que es imprescindible proteger a los ciudadanos “negativamente”, poniendo a su alcance derechos “formales” (podemos convenir, sin abundar demasiado, en la necesidad de impedir que un Estado todopoderoso ‒e incluso uno “menospoderoso”‒ tenga en sus manos exclusivas la libertad de decidir sobre nuestra vida en privado y nuestra actuación en público), pero es necesario asegurar también una libertad que haga democrática la libertad, defendiendo un marco colectivo de existencia y protección de derechos y de participación política activa de la ciudadanía en defensa de este.

El problema, respecto a los derechos, de la libertad negativa como “no interferencia” ‒es también un conflicto del enfoque liberal clásico‒ no es que deje de reconocerlos, sino el tipo de respeto que le tributa a algunos de ellos. Al separar la economía como un ámbito distinto de la política, y hacer que los derechos políticos operen básicamente encuadrados en esta esfera delimitada, muy ideológicamente, como “política”, obstruye la capacidad de la decisión colectiva para atacar derechos productores de decisiones “privadas”. El respeto invocado para estos últimos desconoce que tales ámbitos privados están atravesados, no obstante, por relaciones políticas (y asimétricas) de poder, como las que ocurren en la relación capital-trabajo. Buena parte de la lucha histórica por la obtención de derechos sociales ha sido, precisamente, la crónica de las impugnaciones a frases de este tipo: “esta es una empresa privada, y aquí no tiene nada que hacer el Estado con sus leyes.” Cuando se fija un salario mínimo oficial, no contractual, se “politizan”, democratizándolos, acuerdos económicos “privados”, pero esto se ha visto históricamente no como el ejercicio del derecho a la subsistencia, sino como una interferencia del Estado, cuando menos conflictiva con el credo de la economía liberal mercantilista.

Esa concepción hace invulnerable la esfera de la economía ‒a través del respeto a sus derechos “privados”‒ por parte del poder democrático (colectivo, público, mayoritario, según se le quiera llamar) y mira desde lejos las desigualdades producidas en la “economía”. Entiende la democracia como conjunto de procedimientos para tomar decisiones “políticas” y a la ciudadanía como un conjunto de derechos protectores frente a estas decisiones. Con ello, la economía reintroduce en el orden de lo real lo que la política abole en la superficie del Derecho: es posible ser libre políticamente al tiempo que explotado y marginado económicamente, con lo que la ciudadanía continúa siendo un recurso escaso.

La libertad “positiva”, como comportamiento explícito orientado a la creación de bienes, comunes e individuales, tiene también problemas, como la puerta que abre al ejercicio discrecional de poder estatal. Pero son problemas que no pueden tratarse como quien bota juntos el niño y el agua sucia de la palangana. Lo que no se debe “botar” aquí es que la práctica de la libertad ‒entre los individuos respecto al poder estatal y respecto a los poderes privados‒ necesita para concretarse tanto de la participación activa de los ciudadanos, como de un Estado capacitado para actuar en favor de intereses colectivos. Con esto, creo defender una concepción ampliada de la libertad, que no la limita al goce pasivo de derechos, sino también a la creación de identidades políticas a través de la participación y a la creación colectiva del orden en que se vive.

 

3. ¿Qué garantías se necesitan para asegurar el disfrute de ambas categorías antropológicas? ¿Cómo hacer para que las dos avancen como un binomio indisoluble, con la mayor nivelación posible?

 

David Casassas: Tratemos de concretar en términos de dispositivos institucionales. El goce de la libertad efectiva requiere, en primer lugar, la garantía universal e incondicional de un "suelo", de un conjunto de recursos básicos pero suficientes para cubrir las necesidades fundamentales de la vida y, al decir de Robespierre, para garantizar nuestro "derecho a la existencia". En efecto, el hecho de contar con tales conjuntos de recursos (in)materiales nos confiere el poder de negociación necesario para podernos oponer a relaciones sociales que cercenan nuestra libertad y optar por formas de trabajo y de vida más acordes con aquello que somos y queremos ser. Para ello, es de crucial importancia que dichos recursos se conciban como un derecho de ciudadanía, esto es, que sean percibidos de entrada, ex-ante, no cuando la situación de privación y vulnerabilidad social se convierte ya en un hecho inevitable y nada queda que negociar.

La asistencia ex-post a quienes salen perdiendo de su interacción inevitable con un status quo hostil nada tiene que ver con el empoderamiento incondicional, ex-ante, del conjunto de la ciudadanía para que podamos, todos y todas, co-determinar los distintos modos en que tejemos la interdependencia con los demás. En este contexto, muchos somos quienes vemos en la propuesta de la renta básica o ingreso ciudadano un interesante mecanismo para lograr universalizar en el mundo contemporáneo esta idea de un "suelo incondicional".

Sin embargo, conviene añadir inmediatamente que corresponde a cada sociedad específica la tarea de dar sentido e interpretar dicho programa de instauración de un "suelo". Sin ir más lejos, el reparto de tierras puede funcionar también como una forma de empoderamiento material y simbólico de la gran mayoría pobre, históricamente desposeída ‒así lo han visto movimientos sociales y organizaciones políticas en varios países‒. Y ni que decir tiene; los servicios en especie ‒sanidad, educación, vivienda, políticas de cuidado y atención a las personas, etc.‒, sobre todo cuando no son concebidos como dispositivos asistenciales, sino como paquetes de derechos constitutivos de ciudadanía, pueden actuar también como palanca de activación de formas de vida más libres.

En segundo lugar, por muy equipados que nos encontremos con recursos que cubran nuestras necesidades básicas, las posibilidades de una vida efectivamente libre se reducen cuando un puñado de actores se adueñan del espacio social y económico en el que los proyectos individuales y colectivos están llamados a desplegarse. La capacidad, por parte de unos pocos, de introducir barreras de entrada a los mercados y de dotarlos de una naturaleza esencialmente oligopólica, es algo que los poderes públicos han de problematizar y tratar con suma cautela. La libertad de la mayoría está en juego. Así, a la cuestión de la "base" o "suelo" ha de añadirse la del "techo", esto es, la del control de las grandes acumulaciones de poder económico privado. Ello puede hacerse de dos maneras: o bien limitando de forma directa el alcance de las desigualdades materiales ‒por ejemplo, a través de un sistema impositivo que grave las grandes fortunas o por medio de una legislación laboral que impida grandes diferencias salariales‒, o bien introduciendo un marco regulatorio que, sin tocar los activos de los agentes más poderosos, restrinja su conjunto de oportunidades e impida prácticas lesivas de la libertad de la gran mayoría ‒tal fue uno de los principales retos que se planteó la Administración Roosevelt en los Estados Unidos de los años 30.

Como puede observarse, estas medidas no persiguen la eliminación de cualquier forma de desigualdad, sino la destrucción de aquellas posiciones de poder que puedan poner en peligro la libertad de acción, también en el espacio económico, del conjunto de las clases populares. Un elemental sentido de la tolerancia con respecto a todos los posibles planes de vida así lo exige.

 

María Isabel Alfonso: Los teóricos del liberalismo clásico definieron el derecho a la propiedad privada como piedra de toque para el goce de la libertad. El derecho a poseer y retener bienes marcó la emergencia de un nuevo sujeto pos-feudal, quien anteriormente se definía por una relación de vasallaje. Con el advenimiento de la sociedad mercantil y la erradicación del feudo, llega el sentido de propiedad, y con ello, el de la independencia.

Y es este “goce” adjudicado por el sentido de propiedad privada, el que da las claves a los filósofos de la  economía política liberal (Adam Smith, John Stuart Mill, entre otros) para el establecimiento de una teoría social normativa según la cual, la sociedad civil debía ser dejada fluir libremente, sin restricciones del Estado, puesto que el mercado era el mecanismo regulador proveedor de bienestar económico y social. (Aunque algunos advirtieron sobre los riesgos del exceso de individualismo, y del predominio de la ganancia personal sobre el bien social [Smith]).

El marxismo desmonta la falacia del liberalismo económico, al introducir el tema de la pobreza y la estratificación social, dejando claro que el mercado no es garante de igualdad. Marx hereda de Hegel la idea de que la sociedad civil está basada en el individualismo y el interés personal, pero a diferencia de este, no ve en el Estado la solución a sus problemas. Para Marx, el Estado es tan opresor como la sociedad, pues emerge de ella. Es la sociedad la que debe auto-liberarse, y no esperar que el Estado la libere.

La Revolución cubana, si bien no se originó en los principios marxistas, sí articuló su agenda en torno al marxismo a posteriori. Hoy, Cuba marcha hacia un estadío post-marxista, en el que vincula un enfoque de los valores socialistas con una economía mixta, en el entendido de que el individualismo extremo, resultante del capitalismo anclado en un aberrado sentido de propiedad y consumo, no es generador ni de felicidad, ni mucho menos de igualdad, aunque sí hay que reconocer que globalmente se ha vendido con cierto éxito la ilusión de libertad que genera.

El triunfo de la Revolución conllevó a que los cubanos se hicieran protagonistas de una cultura igualitaria, y de esta estructura que es parte ya de la memoria colectiva nacional. En la necesaria y esperada adopción de nuevos paradigmas que atraviesa la nación, debemos revitalizar dichas expectativas igualitarias, tomando en cuenta que las narrativas capitalistas, por lo general, no se han caracterizado por el “binomio indisoluble” entre “libertad e igualdad” que proclaman. El anhelo por alcanzar el desarrollo económico, imprescindible para cualquier proyecto social sustentable, no debe implicar un abandono de la cultura de la solidaridad.

Por otra parte, quizás debamos empezar a considerar la inclusión de prácticas de comunicación política (que no implican necesariamente diálogo con concesiones) para con un “otro”, al cual no hemos sabido tratar sino con gritos y actos de repudio.  Nos debemos, como nación, la posibilidad de recuperarnos de estas heridas y de avanzar hacia un proceso de sanación, que no implica olvido cómplice, pero sí evolución histórica. Debemos aprender quizás de la experiencia de otras comunidades que han pasado igualmente por traumas históricos colectivos. No seríamos los primeros. 

 

Luis Carlos Battista: Indiscutiblemente, es necesaria la voluntad política de promover una cultura de  respeto y cumplimiento hacia la totalidad de los Derechos Humanos por los distintos actores de la sociedad. Debemos comprender que los Derechos no son subordinables ni excluyentes. Dicho de otra manera, no se puede opacar el incumplimiento de algunos Derechos Humanos con la exaltación de otros, dado que todos gozan de la misma jerarquía y el mismo alcance. Partiendo de esto, debe suscitarse una libre discusión dentro del aparato burocrático y de la sociedad civil sobre los retos existentes que impidan un disfrute pleno y de calidad de todos los Derechos. Para ello, debe aplicarse un enfoque abarcador y lo más real posible, teniendo en cuenta las características de cada Estado. El reconocimiento y apego a los postulados que plantean los distintos instrumentos jurídicos, incluyendo aquellos que componen la Carta Internacional, los cuales gozan de una legitimidad indiscutible, deben servir como base para propiciar una cultura de respeto y promoción de todos los Derechos Humanos.

Para una realización más efectiva de los derechos civiles y políticos, y sociales, culturales y económicos, entre otros, sería útil la existencia de un organismo con enfoque multisectorial y actuación independiente que mantenga claros objetivos, como favorecer la educación y el diálogo sobre la materia y el cumplimiento y desarrollo de todos los Derechos Humanos, que posea iniciativa legislativa y potestad para requerir la actuación de la Fiscalía y/o los tribunales competentes ante la inobservancia de los mismos por algún actor social o político, quien quiera que fuese.

Desde el punto de vista legal y constitucional, la Carta Magna debería referenciar aquellos derechos que la sociedad entienda como esenciales o fundamentales dentro de la nación, en consonancia con instrumentos internacionales paradigmáticos, sin menospreciar la promoción y respeto del resto de los derechos subjetivos públicos y absolutos y compeler el respeto y estricta observancia de los mismos. No se puede obviar plasmar el reconocimiento en las normas especiales de los distintos Derechos, de manera tal que se implementen y complementen con las mismas.

 

Roberto Veiga: Anteriormente sostuve que la libertad es la capacidad humana de escoger, decidir y actuar a partir del discernimiento propio, así como responder por ello. En tal sentido, toda persona, grupo y sociedad, deben disfrutar del universo de garantías necesario para hacerlo posible en cada ámbito (familiar, social, cultural, educativo, económico y político, etcétera) y dimensión (privada, familiar, local y nacional, etcétera) de la realidad. Sin embargo, debemos sentir la obligación de trabajar para que el ejercicio de la libertad sea responsable y pueda desempeñarse desde la igualdad. Estos últimos imperativos resultan exigencias de las condiciones antropológicas de la libertad.

Para escoger, decidir y actuar por medio del discernimiento, la persona y la sociedad deben desarrollar el conocimiento y la voluntad. Para esto, se hace imprescindible asegurar las condiciones materiales necesarias, así como el progreso de la cultura, la espiritualidad, la educación y la información de cada uno y de todos los seres humanos. Únicamente quienes tengan garantizadas, de modo equitativo, estas condiciones, podrán ser realmente libres e iguales.  Lo anterior demanda que la información, en cualquiera de las múltiples formas que pueda legalizarse, deba ser universal, libre y diversa, amplia y profunda, interactiva y crítica, sin censura ni monopolización.

Por otro lado, la educación resulta un tema súper delicado. A través de la misma, las personas han de poder conseguir la capacitación necesaria para poder realizar sus mayores cuotas de libertad e igualdad en las circunstancias reales que impone la vida en cualquier país del mundo, muchas veces por medio de una cruel competencia.

Para conseguir un sistema de enseñanza que promueva el respeto a la igualdad, el ejercicio de la libertad responsable y la solidaridad, será necesario reforzar al máximo la enseñanza de esas categorías, así como todo el universo de sus implicaciones. Será imprescindible, además, asegurar una enseñanza extendida a la generalidad de la población y enfrascarse en hacerla cada vez más universal y profunda. Una educación que implique la formación del intelecto, de la moral, de la espiritualidad, de las más nobles sensibilidades humanas. Y para alcanzar sus mayores resultados se hará imprescindible exigir que la educación sea obligatoria y gratuita hasta noveno grado, nivel de enseñanza considerado básico e imprescindible para una persona.

Existe una conciencia sólida, al menos en determinados sectores sociales, de que la responsabilidad en la educación de los hijos se enlaza intrínsecamente con la facilidad para escoger las preferencias académicas, pedagógicas, filosóficas, religiosas, etcétera. Algunos opinan que la exigencia de una enseñanza obligatoria y gratuita hasta el noveno grado puede atentar en contra de la posibilidad anterior, que podría implicar la existencia de entidades educativas diversas, incluso públicas y privadas. Porque como muchos alegan, con razón, sin poder cobrar el servicio nadie alcanzará a sustentar dicho empeño, o ni siquiera se planteará la posibilidad de emprenderlo. Esto, por supuesto, conduciría a la opinión lícita de permitir que la educación hasta noveno grado tenga una variante privada y pagada. 

Sin embargo, sin llegar a negar la validez de esta opinión, otros sienten preocupación ante la posibilidad de que un acceso demasiado diferenciado a la enseñanza básica origine un desequilibrio educativo y una falta de integración en las nuevas generaciones, precisamente en las edades donde se forma la personalidad y las bases de la armonía social. Quienes piensan de esta manera procuran evitar que puedan surgir varios pueblos, tal vez hasta inconciliables.

Reconociendo la justeza de esta preocupación se podría optar por un único sistema público de enseñanza, al menos hasta noveno grado. No obstante, sería necesario asegurarle determinada libertad académica, así como la posibilidad de aprender, con profundidad, el más amplio abanico de conocimientos religiosos, filosóficos, sociológicos, jurídicos, económicos y políticos; siempre desde un conjunto diverso y honesto de argumentos sobre cada temática, tanto neutrales como a favor y en contra. Por otro lado, pienso que la existencia de un único sistema público de enseñanza debe abstenerse de excluir la posibilidad de que otras entidades, públicas o no, ofrezcan una educación complementaria, bien regulada pero flexible, capaz de contribuir a consolidar y ensanchar el conocimiento de las personas y de la sociedad toda.  

Asimismo, la espiritualidad puede contribuir al desarrollo humano de las personas y de los pueblos, sobre todo cuando es capaz de forjar una “mística” personal y social que sostenga el desempeño de una adecuada escala de valores. En tal sentido, la espiritualidad podría favorecer la rectitud en el obrar de los seres humanos. Para intentarlo, las diversas religiones y espiritualidades deben tener la facilidad de promover y sentir públicamente respetadas sus identidades y organizarse en comunidades con personalidad jurídica propia. Esto podría asegurarse por medio de una Ley de Culto-Marco que garantice un mínimo de condiciones que puedan necesitar, de manera compartida, todas las religiones y espiritualidades, y a su vez permita la concreción de acuerdos entre cada una de ellas y el Estado, con el propósito de cincelar la realización de aspectos particulares de las mismas.

Una economía que asegure a la generalidad social el derecho al trabajo, resulta otra condición ineludible para la igualdad, y por ende, necesaria para una verdadera concreción de la libertad. Ninguna persona podrá disfrutar la igualdad desde el ejercicio de la libertad, sin una retribución monetaria suficiente que le garantice, junto a su familia, el requerido status vital.

Para conseguirlo, siempre hará falta diseñar, y rediseñar continuamente, y sostener en todo momento, una política de empleo universal y justa. Esto demanda, como es lógico, una economía capaz de crecer y generar riquezas, y por tanto, capacidades de empleo. Esto, a su vez, exige el diseño y el rediseño sistemático de una estrategia económico-social y del reconocimiento y promoción de los mecanismos de desarrollo probados por la experiencia humana.

En tal sentido, siempre resultará necesario aceptar los beneficios del mercado no planificado, aunque sí regulado por medio de la justicia erigida en ley, e incorporar a este quehacer todas las formas de propiedad que puedan crecer, ya sean: privada individual, privada social, cooperativa, pública y mixta, así como otras posibles. Por otro lado, se le debe exigir a todas las formas de propiedad el cumplimiento de su compromiso social, lo cual debe insertarse dentro de un sistema general que procure la redistribución equitativa de la riqueza. Resulta ineludible aceptar el mercado y la propiedad privada, pero también se hace obligatorio comprender que no pueden ser el centro y la finalidad del modelo social, sino medios, instrumentos, a favor de toda la ciudadanía.

Asimismo, resulta ineludible entender que será difícil conseguir que el desarrollo económico contribuya directamente al equilibrio social, sin una dinámica activa de instrumentos con capacidad para promoverlo y garantizarlo. El más primario, o importante, de estos instrumentos, resulta ser el movimiento sindical, u otras formas similares que surgen y surgirán producto de la emergencia de novedosos entramados de relaciones laborales. Sin el desempeño efectivo de esta dinámica siempre será difícil acercarse al progreso armónico entre el decurso de los mecanismos económicos y las relaciones sociales.     

Resulta de suma importancia integrar al análisis acerca de las condiciones que garantizan la igualdad, el tema del apoyo a quienes sean débiles o posean limitada ciertas capacidades, ya sea de forma temporal o permanente. Para conseguirlo, siempre hará falta comprender y facilitar todo el universo de formas posibles, tanto públicas como privadas, que puedan sostener la seguridad social o el subsidio debido para los ciudadanos en desventajas. No solo sería precursora de desigualdad, sino también cínica e inhumana, toda persona o sociedad que se despreocupe de aquellos que, por motivos ajenos a su conciencia, padecen en circunstancias indignas.

 

Mauricio Álvarez: Para asegurar ambos principios habría que priorizar al Derecho como herramienta garante del ejercicio diverso de las relaciones sociales (derecho como acción, como elemento de integración social), y concebir a las instituciones sociales articuladas en este marco legal para asegurar el ejercicio práctico de la libertad y la igualdad. Habría que repensar las reglas constitucionales de la sociedad, “afilarlas” con la finalidad de asegurar un principio de justicia, que es el encargado de salvaguardar y realizar ambos conceptos. La meta sería evitar, tanto en la esfera política gubernamental como en la esfera económica de la administración pública y privada, los abusos en el ejercicio de poder y la impartición de justicia, la discrecionalidad de las burocracias, el gobierno de las gónadas y de las lealtades personales, la privatización de la decisión pública. Esa tarea no puede descansar solo en los expertos, en un tipo de institución específica como el Estado, sino que debe además procurar la participación social y una responsabilidad cultural de los medios de socialización que pasa por la institución escolar, los medios de comunicación, las instituciones de las artes, las organizaciones políticas, de masas, la sociedad civil, aunque el Estado deberá ser en última instancia garante. Necesitamos democratizar las instituciones, no solamente en un sentido procedimental, tecnocrático, sino en función de las necesidades y voluntades de las comunidades, de las personas, y generar procedimientos desde estas prácticas y no desde entelequias preestablecidas, que se convierten en reglamentaciones de facto y solo son convenientes a una parte de los intereses de la sociedad.

 

Julio César Guanche: Me gustaría añadir a la pregunta un problema, puesto que la “igualdad, o la “justicia”, analizada desde el ángulo de los derechos sociales, como he tratado hasta aquí, deja fuera problemas de importancia para la libertad y para la propia igualdad.

El debate global sobre cómo completar la ciudadanía se ha concentrado, desde el siglo XIX, en cuestiones de distribución, lo que se ha entendido, habitualmente, como preocupación por la “justicia social”. Los movimientos que han colocado este tema en el núcleo de su actividad ‒como los socialistas‒ se han identificado con programas de clase en lucha contra la explotación y la desposesión. Sin embargo, en las últimas décadas diversas perspectivas han insistido en que determinados problemas de explotación de la desigualdad ‒por ejemplo, por razones de “raza” o género‒ no quedan solucionados por conferir acceso a los recursos materiales. Estas perspectivas identifican procesos de producción de diferencias que condenan a sus portadores a ocupar ciudadanías “de segunda” o “condicionadas”: un tipo de ciudadanía restringida ya no por prohibiciones civiles o desposesiones de recursos, sino por marcas “culturales” que impiden el acceso de personas como libres e iguales a las esferas civil y social.

La condición “cultural” de estas desigualdades es un campo en disputa. La comprensión “culturalista” del racismo, por ejemplo, como un “prejuicio” que reclama solo “reconocimiento” ‒acciones vindicativas en el campo simbólico/cultural‒, no comprende la base material de su reproducción ni visibiliza sus usos diferenciadores para la detentación de privilegios materiales, digamos, para asegurar puestos ‒o los mejores puestos‒ de trabajo. En la economía, la “raza”, como argumenta Nancy Fraser, fundamenta divisiones entre trabajos remunerados serviles y no serviles, por una parte, y entre fuerza laboral explotable y “superflua”, por otra. La estructura económica genera así formas racialmente determinadas de distribución injusta. Al mismo tiempo, el racismo produce devaluación cultural, hostilidad social y menosprecio en el trato cotidiano hacia los sujetos racializados, que acotan las capacidades de la ciudadanía.

Luego, este enfoque apunta a un tema cardinal, que sirve para responder a la pregunta sobre “¿Cómo hacer para que la libertad y la igualdad avancen como un binomio indisoluble?”: siguiendo estrategias que recojan conjuntamente las dimensiones asociadas al reconocimiento (contra la representación injusta sobre la “raza” o el “género”), la distribución (contra las asimetrías y exclusiones en el acceso a recursos) y la participación (para definir las demandas desde sentidos propios de los afectados).

 

4. La libertad y la igualdad de las personas consiguen sostenerse y, a su vez,  desempeñarse, por medio de la posibilidad de empoderarse socialmente a través de un entramado de relaciones, bien asegurado, que suele llamarse democracia. En su consideración, ¿qué es la democracia y cuáles deben ser las características que la definan?

 

David Casassas: Resulta interesante observar en esta pregunta que se vincule la idea de democracia a la "posibilidad de (...) un entramado de relaciones bien asegurado". En efecto, la política y el gobierno no son posibles si no concebimos dicha posibilidad. Y vivimos en un mundo marcado por la impronta dejada por los logros materiales y simbólicos de una tradición política, la (neo)liberal, que se empecinó y se empecina en negar la posibilidad de una intervención no-arbitraria en la sociedad por parte de los poderes públicos.

Según la tradición liberal, cualquier forma de interferencia en la vida de los demás por parte de individuos o actores colectivos ‒entre ellos, los Estados‒, tiende a ser una interferencia arbitraria, con lo que conviene evitarla a toda costa ‒o reducirla a su mínima y quizás necesaria expresión‒. En cambio, la tradición republicana ‒y, dentro de ella, las tradiciones emancipatorias que la modernidad ha conocido‒ ha insistido en la posibilidad de un gobierno no liberticida, de un gobierno que, a través de todo tipo de mecanismos institucionales, sea objeto constante de inundación y control popular. Y aquí es donde aparece la idea de democracia.

¿Qué hemos de entender por democracia? La democracia es la capacidad del conjunto de la población ‒lo que, muy señaladamente, incluye a la gran mayoría no rica‒ de autodeterminación colectiva en absolutamente todas las esferas de la vida social. ¿Cómo queremos organizar la producción? ¿A qué tipos de trabajos ‒remunerado, voluntario, doméstico‒ queremos consagrarnos a lo largo de los años? ¿Qué usos del tiempo cotidiano queremos para nuestras vidas? ¿De qué modo queremos gestionar nuestra disposición física en el espacio geográfico? ¿Qué tipo de uso queremos dar a los recursos naturales y a la herencia epistémica recibida? ¿Cómo queremos relacionarnos con otros pueblos y grupos humanos ‒y con las otras especies animales, cabe añadir? ¿De qué mecanismos de toma de decisiones queremos dotarnos?

Democracia significa que todas estas preguntas ‒y todas las que puedan aparecer‒ sean respondidas por el conjunto de la población, sin exclusiones, lo que exige que se arbitren los mecanismos y espacios institucionales necesarios para que ello sea posible. Así, democracia comporta, en primer lugar, procedimientos acordados, contrastados y comprensibles para la confluencia de voluntades, para el ejercicio de la soberanía popular. En segundo lugar, democracia implica una nueva impugnación: la de la clásica oposición entre participación y representación. Pues toda democracia es participativa, bien porque pasa por la acción directa de la ciudadanía, bien porque aquello que se delega en los representantes políticos son tareas, nunca capacidad de agencia ‒esta ha de permanecer siempre en el soberano‒. En tercer lugar, democracia supone atención para con las condiciones de vida de todos y cada uno de los miembros de la ciudadanía: como se decía anteriormente, una vida civil y política digna de este nombre no es posible cuando quienes han de llevarla a cabo se hallan atrapados en situaciones de vulnerabilidad social que los convierten, de facto, en verdaderos sujetos de derecho ajeno o alieni iuris. En estos casos, la comunidad política ha de arbitrar los mecanismos necesarios para aupar al grueso de la población excluida a la vida civil efectiva, lo que puede implicar importantes transformaciones sociales y económicas ‒sin ir más lejos, la democracia ática no pudo concebirse a sí misma como tal sin introducir el misthón, esto es, la remuneración que aseguraba la independencia material y civil de quienes participaban en política‒. Y democracia es, finalmente, un impulso moral hacia la ampliación sin fin del demos. Pues nadie, sean cuales fueren las circunstancias que acompañen su existencia, puede quedar al margen de la vida política. Pues la vida política y la sociedad civil(izada) no son posibles cuando existe la conciencia de que ciertos sectores de la población, más amplios o más reducidos, han quedado en las cunetas del mundo.

 

María Isabel Alfonso: La palabra democracia, proveniente del griego dēmokratía  y significa “el mandato del pueblo”, en contraste con el mandato de las élites. Curiosamente, los griegos, que la inventaron, no la llevaron a la práctica, puesto que las mujeres y los esclavos eran sectores excluidos de la participación política.

Igualmente, en la sociedad moderna, en sus variantes de democracia directa, en la cual los ciudadanos tienen participación directa en la confección política de la nación, o de democracia representativa, en la cual se eligen a aquellos que participan directamente en la toma de decisiones políticas, el concepto está lejos de haber despegado de los constreñimientos históricos.

En el caso de Estados Unidos, país que se presenta como paradigma de la democracia, esto es aún más significativo. El éxito electoral está determinado por campañas financiadas por entidades privadas. El proceso de regulación e implementación de leyes en el Congreso sigue un curso no muy diferente. Las corporaciones e individuos poderosos marcan el ritmo de dichas dinámicas. Si bien hay que reconocer que el sufragio universal alcanzado al calor de las luchas por los derechos civiles ha representado un avance para la democracia, de manera general, las élites continúan teniendo ventaja.

Los medios de comunicación tienen un rol fundamental en la consolidación de dicha ventaja. Noam Chomsky y Edward S. Herman se han referido a esto en Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media, texto en el que arguyen que los medios en Estados Unidos son armas ideológicas de propaganda basadas en el mercado, la ganancia, la autocensura e internalización de asunciones, y un consensuado filtro “anticomunista”, reemplazado después del fin de la Guerra Fría, por el de la “Guerra contra el Terror”, como mecanismo de control social. Estos filtros, en la base de los cuales se articulan los medios, responden a los intereses de las élites, y no de una mayoría, lo cual constituye justamente la antítesis de un posicionamiento democrático.

Como aspiración global, no obstante, el sistema democrático es un paradigma perfectible e ideal, sobre todo con respecto a sistemas exclusivistas donde las minorías no tienen la posibilidad de articular su voz, ni si quiera en teoría. La ausencia de pluralismo social e institucional en sociedades que no tienen como referente la promoción de los valores democráticos, afecta con particular énfasis el tema de la mujer. En estas sociedades patriarcales y verticales la violación de los derechos es norma, y se hace mucho más difícil para las mujeres y grupos en desventaja organizarse y hacer avanzar una agenda emancipadora. No solo los factores culturales, sino también la ausencia de estructuras democratizantes, juegan un papel fundamental en ello.

En el caso de Cuba, vemos que el debate sobre los mecanismos de “participatividad” democrática se ha centrado desde los 90s, pero con gran énfasis, durante los últimos meses después de la Cumbre de las Américas, en el tema de la sociedad civil. Sin pretender abarcar el conflicto aquí en su totalidad, me permito una digresión, puesto que se relaciona con el tema de la pregunta.

El concepto de sociedad civil, puesto en boga en los 70s y los 80s por intelectuales en reacción a Estados totalitarios de Europa del Este (Kapcia), entró a la esfera pública cubana de los 90s cuando un sector de la oposición adoptó una versión de sociedad civil anclada en la noción de confrontación al Estado. No es casual que el término haya entrado en uso tras la caída del campo socialista, y en el contexto de los Estados Unidos arreciando el embargo con las leyes Torricelli (1992) y Helms Burton (1996) (Kapcia 34). Sin embargo, los propios cambios dentro de las dinámicas internas a raíz de la desaparición del campo socialista, propiciaron la entrada del término al campo de debate (Acanda). 

La crítica a esta versión de sociedad civil como opuesta al Estado ha ido articulándose en los últimos tiempos con cierta consistencia (Kaviraj; Khilnani; Chandhoke; Colas; Fraser). En primer lugar, es irrealista concebir una sociedad en que los mecanismos de “participatividad” estén desvinculados del todo del Estado. En segundo lugar, en el neoliberalismo, las “sociedades civiles” actúan muchas veces en complicidad (consciente o inconsciente) con los mecanismos regulatorios transnacionales, por lo tanto, no existen con total autonomía, como predican. Reflejan, por el contrario, las formas de interacción y complicidad velada del mundo moderno, con ONGs vinculadas a mecanismos regentes (Fondo Monetario Internacional, Organización Mundial del Comercio), tras una aparente fachada de neutralidad.

Dicho esto, creo necesario subrayar que si bien la existencia de una sociedad civil en oposición al Estado no es una condicionante para la implementación de los mecanismos democráticos y de “participatividad” (tanto a nivel internacional como en su versión socialista, en Cuba), debe respetarse el espacio para una sociedad civil fuera de los mecanismos de dominación estatal. Esto ha venido ya sucediendo en Cuba a través de la autogestión de grupos (LGTB, grupos de racialidad, medioambientales, ciertos grupos de reflexión filosófica como Observatorio Crítico) que han legitimado su agencia no con pocas trabas. Deben conocerse, articularse y expandirse las estructuras legales que dan cobija a dichos espacios de asociación, los cuales solo hacen más rico, plural y democrático el entramado de la sociedad cubana, llámesele civil o no.

 

Luis Carlos Battista: La democracia ha tenido diferentes acepciones a lo largo de la historia. Definida como “poder del Demos” o poder del pueblo, no siempre se ha tenido igual la concepción de los integrantes del pueblo con derechos políticos. En la Grecia y Roma antiguas existían distinciones entre las categorías de hombre y persona, teniendo en cuenta distintos criterios que reflejaran el status distintivo de la personalidad o ciudadanía, aún para los nacidos dentro de las fronteras. A lo largo de la historia se han mantenido diferentes criterios selectivos para ejercer participación política por parte de los individuos. Tales criterios para permitir la participación política han sido indistintamente el estado de libertad o esclavitud del individuo, la propiedad sobre algunos bienes, títulos nobiliarios, condiciones de literalidad, sexo y edad. Afortunadamente estas concepciones discriminatorias han sido proscritas por los distintos instrumentos internacionales de Derechos Humanos, aunque lógicamente se mantienen restricciones para la última.

Dicho esto, podemos considerar actualmente a la democracia como la posibilidad de que los ciudadanos tomen un rol activo en el desempeño del Estado, donde se venere la dignidad humana sin distinción ni discriminación, o como dijera nuestro Martí: el culto a la dignidad plena del hombre. Toda democracia debe carecer de impedimentos impuestos a los individuos que cercenen el desarrollo de sus habilidades y talentos. En una democracia real, se deben cumplir los preceptos de la Carta Internacional de los Derechos Humanos, existir transparencia del aparato estatal y sus integrantes junto a un auténtico control popular en la toma de decisiones. Es donde se construye un Estado de Derecho, regido por un sistema de instituciones y normas de obligatorio complimiento por todos. Donde se fomenta el respeto a las instituciones y oficinas, no el amor ciego a los políticos. Definir una democracia exclusivamente por la existencia de múltiples partidos políticos y elecciones con varios candidatos, es una concepción vaga y oportunista. Democracia implica también la existencia de una sociedad civil variada, activa, inclusiva y crítica, con actuación independiente y razones propias, que pudiese coincidir en ocasiones con la opinión gubernamental o no. Democracia es el obligatorio cumplimiento de la voluntad del soberano: el pueblo. Finalmente, debemos tener presente que la democracia no es una categoría estática, sino que va buscando mayor implicación e inclusión de las concepciones humanistas más avanzadas de cada época.

 

Roberto Veiga: La democracia es sustantiva en cuanto asegura la realización de la justicia, de la libertad, de la igualdad, del universo de derechos. Sin embargo, también es procedimental, porque establece los medios; o sea, las reglas y los espacios para construir la justicia, la libertad…, tanto individual como social. En tal sentido, la democracia constituye el marco para el desarrollo particular y para que todos puedan realizar la solidaridad necesaria con el propósito de desarrollar al (a los) próximo (s) y a la comunidad toda.

Lo anterior no pretende afirmar que la democracia esboza una sociedad de ángeles, sino que la misma debe ser una posibilidad para la concreción de relaciones positivas y mancomunadas. Desgraciadamente resulta imposible desconocer que en muchas ocasiones la democracia se asemeja más a una jungla donde fieras (intereses, y visiones rígidas, raquíticas y excluyentes) se devoran entre sí. Pero esto no basta para deslegitimar el término “democracia” y desechar la oportunidad de construirla. Hemos de convertir la democracia en una posibilidad, excelente, para la realización personal y para el desempeño efectivo de la solidaridad. Democracia sin solidaridad no conduce al disfrute verdadero de la igualdad y la libertad, y sin estas resultará insolente mencionar la palabra: justicia.

Pienso que las cuestiones señaladas son esenciales para conceptualizar y asegurar la democracia. Por eso aseguro, además, que si carecemos de algunos de estos principios no estaríamos ante una auténtica democracia, por muchas reglas que existan, por mucho espacio que se conceda a la autonomía de los individuos, y por muchos equilibrios y controles entre las diversas entidades de poder. No obstante, es importante aceptar que estos últimos aspectos son parte de un conjunto dilatado de mecanismos necesarios para garantizar y desarrollar la democracia.

 

Mauricio Álvarez: Retomo el concepto de Marx de que la esencia de la democracia es la autodeterminación del pueblo reflejada a través de la Constitución, la democracia es la afirmación del principio de que la ley existe para el hombre. Paradójicamente, me recuerda mucho la multicitada afirmación de Abraham Lincoln en lo que se conoce como discurso de Gettysburg. La democracia es una forma de organización política que presupone una unidad que representa, tanto la voluntad general, como la forma material en la que esa voluntad es expresada. Como mencionaba Hobsbawm, lo principal de la democracia es que el gobierno tiene que tomar en cuenta, regirse por el principio de atender (agregaría yo), lo que el pueblo quiere y lo que no.   

La democracia moderna no es un concepto abstracto, nace de la conflictividad social, de los avances y retrocesos que la lucha social supuso. Sus elementos constituyentes básicos son el reconocimiento de la igualdad jurídica, la consolidación de la ciudadanía política a través del derecho al voto fundamentalmente, el reconocimiento de la legitimidad de formas alternativas de participación ciudadana y la garantía de derechos sociales. Lo que no debemos es simplificar o restringir la democracia a solo uno de estos aspectos.

La democracia también puede distinguirse en tipos en dependencia de su disposición institucional, y en ese sentido habría tres formas básicas: la democracia directa, la democracia representativa y la democracia asociativa. La aspiración desde una perspectiva igualitaria sería profundizar en cada una de estas nociones y ello implica que la democracia representativa se rebele contra el control de las élites; que la democracia asociativa impida el corporativismo burocrático facilitando la participación y la igualdad asociativa; que la democracia directa no se reduzca a decisiones plebiscitarias sino que se constituya en una forma de gobernación (o gobierno) participativa que transite por la discusión y decisión, no únicamente  la consulta de los asuntos relevantes para la sociedad. Es una idea propuesta por diferentes pensadores, personalmente  prefiero destacar a Erilk Olin Wright.

 

Julio César Guanche: La democracia es el ideal más potente, entre los que conozco, para forjar y conservar una convivencia entre seres libres. Sin embargo, diciendo “apenas” lo anterior, no es suficiente para revelar las diferencias entre modos distintos de concebir la democracia. Para la tradición de pensamiento republicana, con cuya versión democrática me identifico, la democracia, en sus orígenes, no era el gobierno de la mayoría, sino el de los pobres libres. Incluso en el caso hipotético de que estos fuesen  minoría, su gobierno seguía siendo una democracia. Para esa lógica, la oligarquía, en cambio, era el sistema en que gobiernan los ricos y “mejor nacidos”. Estos son normalmente los menos, pero lo que definía a la oligarquía no es su cantidad sino su cualidad (de “ricos” y “mejor nacidos”).

Enfatizo el fundamento clasista de esta definición de la democracia ‒como producción política de los desposeídos‒ y no solo como celebración de la mayoría o como protección de la minoría, esto es, no como una cuestión exclusivamente procedimental. Desde entonces y hasta hoy, la acepción “plebeya” de la democracia supone el acceso de los pobres, como libres y como iguales, a la comunidad política. Es a esto a lo que llamo aquí “plebeyismo”.

Ahora, el “plebeyismo” no agota las posibilidades democráticas, porque el aumento de la cantidad de los participantes en la política no siempre mejora la calidad de su desenvolvimiento cívico. Sin embargo, si bien los ideales del “plebeyismo” a veces configuran democracias en conflicto, e incluso “autoritarismos justicieros”, no creo que exista una democracia, que pueda llamarse como tal, que prescinda del “plebeyismo”: de la apertura de espacios políticos, y del acceso a recursos materiales a los que carecen de estos. Este programa no pretende, necesariamente, privar de derechos y recursos a quienes ya los poseen, sino algo defendible por buenas razones: privar a los que poseen lugares de privilegio de la capacidad de usarlos para expropiar a otros de la producción política.

Al decir que sin plebeyismo no hay democracia, estoy argumentando que esta no es solo un “régimen político”. La demanda por reconocer la cuestión social, y por hacerla inscribir en las políticas estatales, entiende a la democracia como un sistema productor de decisiones económico-sociales. Pensar la democracia solo como conjunto de procedimientos políticos es políticamente correcto en nuestros días, pero supone un monocultivo teórico bastante empobrecedor.

 

5. ¿Cuáles mecanismos deben cincelar toda sociedad que pretenda el desarrollo de las características antes mencionadas?

 

David Casassas: La democracia y el buen gobierno pasan por una resolución satisfactoria y en clave inclusiva de lo que en economía y ciencia política se ha dado en llamar una "relación principal-agente". En este tipo de relación, el principal encarga al agente una o varias tareas que el primero no puede llevar a cabo o que estima oportuno no llevar a cabo. Obviamente, en un contexto de este tipo se plantea un problema de confianza: ¿realizará el agente la tarea que el principal le ha encargado? ¿Lo hará de la mejor manera posible o incurrirá en comportamiento oportunista o faccioso? Si tengo en mi casa un problema con la canalización del agua y contrato los servicios de un fontanero, ¿tengo algún mecanismo a mi alcance para asegurarme de que este solventará el problema de la forma más eficaz y ajustada a los pactos originarios? Si delego en un representante político la realización de una tarea para la que estimo que está más preparado que yo ‒o si se la encargo porque prefiero dedicar mi tiempo a otro tipo de tareas‒, ¿conservo la capacidad de agencia necesaria para controlarlo y averiguar si el representante en cuestión me está representando de forma efectiva o, por el contrario, ha traicionado mi confianza utilizando su posición para favorecer intereses particulares?

Los mecanismos que deben cincelar una sociedad democrática tienen que ver con la capacidad de control, por parte del principal ‒esto es, el pueblo soberano‒, de la acción del agente ‒esto es, representantes políticos y cuerpos institucionales enteros‒. Y esa acción de control se ejerce a través de mecanismos de rendición de cuentas, de revocación de mandatos, de participación ciudadana ‒presupuestos participativos, consultas y referéndums‒, y un largo etcétera. En suma, de lo que se trata es de que nos aseguremos de que quienes gobiernen lo hagan obedeciendo, lo que es garantía de que, al fin y al cabo, gobernemos todos y todas.

 

María Isabel Alfonso: En cualquiera de sus versiones, ya sea en la del paradigma liberal, en la socialdemocracia o en el socialista democrático, un factor común debe ser la continua revisión y renovación de los mecanismos de “participatividad” social. En el caso del capitalismo, se espera que sus actores cuestionen la narrativa de la democracia como solución y término a los problemas de la humanidad, sobre todo cuando de esta narrativa se privilegian los derechos políticos antes que los sociales. Esto es cada vez más raro y difícil de lograr, tal como lo verifica la prematura desaparición del movimiento “Ocuppy Wall Street.”

En el caso de Cuba, quizá el reto está en seguir prestando atención a los derechos sociales, y a la vez empoderar una visión más participativa de los derechos políticos. En el 2018 entrará en vigor una nueva Ley electoral. En el 2013, Raúl Castro sugirió que se limitara a dos períodos consecutivos de cinco años el máximo tiempo de desempeño en los cargos del gobierno y del Estado, y que se estableciera también una edad máxima para tales funciones. Se espera que la nueva Ley electoral introduzca transformaciones en estos y otros particulares, que den lugar a procesos de mayor transparencia, democratización y justeza. Asimismo los cambios constitucionales que se avecinan deberán reflejar no solo los cambios a nivel económico y gubernamental, sino garantizar un espectro más amplio de derechos ciudadanos.

Una pregunta pertinente relacionada con algunos de estos cambios pendientes es: ¿tiene derecho a existir, como parte del ideal de democracia, una sociedad civil no ya independiente al Estado, sino opuesta a su ideología?

Pienso que en el panorama de una Cuba sin las conocidas constricciones geopolíticas, estos son ideales que deben irse “cincelando” ‒para usar el vocablo de la pregunta‒. Cincelando justamente con la paciencia que requiere hacer coexistir ideales de soberanía y de pluralismo en  una situación de asimetría como la que afecta a la nación cubana, en cuanto a su relación con los Estados Unidos. A su vez, los que se postulan como opositores deberán tomar en cuenta que la soberanía no es negociable. Es decir, creo que sí es concebible una Cuba futura más plural en lo político, en la medida en que estos sectores de disensión alcancen un estatus de legitimidad, y logren resolver su relación conflictiva con el nacionalismo como ideología hegemónica de la cultura política cubana (López-Levy).  Para ello, deben de empezar por desalinearse de las políticas de cambio de régimen financiadas por el gobierno de los Estados Unidos.

 

Luis Carlos Battista: Enumerar todos los mecanismos es una tarea ardua, dado que a medida que se desarrollan aún más las ciencias jurídicas, sociales y políticas, se van incorporado un mayor número de mecanismos. Partiendo de esta idea, una democracia no se define solamente por la presencia de elecciones o múltiples candidatos. El ejercicio democrático no culmina con la elección del mandatario sino que ahí comienza, es un proceso espiral que no debe conocer fin ni interrupción. El ejercicio democrático incluye el control y la rendición de cuentas de todos los mandatarios y la transparencia de todos los implicados en la toma de decisiones públicas, a fin de evitar o al menos disminuir los índices de corrupción de los funcionarios.

Lograr también una democracia real es conseguir la independencia orgánica y de actuación de los poderes o instituciones que conforman el Estado, e imponer límites concretos a estos, a fin de evitar la tendencia al caudillismo tan presente en la historia de nuestra América. Se debe educar a la población con cultura jurídica y política, y habilitar un entramado de instituciones cuyo fin sea empoderar al ciudadano brindando respuestas adecuadas ante los distintos reclamos que pueda presentar. Debe sumarse también la noción de servicio público por los funcionarios, promoviendo la cultura de que todo empleado del Estado se debe a su jefe último: los electores.

No existe democracia sin la existencia de una sociedad civil genuina, que constituye bocina y brazo de la ciudadanía. Sociedad Civil no es un ente compuesto exclusivamente por una lista de asociaciones registradas con personalidad jurídica, es cualquier grupo de ciudadanos, sin fines electorales, unidos por un bien común y legítimo. La democracia necesita de una sociedad civil diversa, crítica, independiente, que constituye también una forma de control popular con actividades, movilizaciones, peticiones ciudadanas, etc. La acción democrática ciertamente constituye el acato a las decisiones de la mayoría, pero implica también el respeto al criterio de la minoría y sus derechos.

 

Roberto Veiga: Discurriré acerca de algunos elementos de ese conjunto dilatado de mecanismos necesarios para garantizar y desarrollar la democracia. Sin embargo, lo haré en forma de preguntas con capacidad para interpelarnos. A propósito dejo las respuestas para otro momento.

¿Qué es una República? ¿En qué consiste la ciudadanía? ¿Qué es el Estado? ¿Qué instituciones representan al Estado? ¿Las instituciones que representan al Estado son únicamente aquellas que ejercen el poder público? ¿Algunas instituciones sociales son de carácter público y otras de carácter privado? ¿Cuál debe ser la relación sociedad-Estado?

¿Debe existir el pluripartidismo político? Si aceptamos que exista el pluripartidismo político, ¿qué hacemos para que los partidos políticos no secuestren la dinámica del Estado y de la sociedad, y usurpen la cuota de soberanía de los ciudadanos?

¿Debemos elegir a las autoridades que representan al pueblo? De considerarse la necesidad de elegirlos, ¿cuáles deben ser las características de esa elección? Muchos defienden la elección libre, secreta, directa y competitiva de todos los representantes, y algunos sostienen que dicha elección es una especie de “compra” de un candidato por parte de la ciudadanía; ¿en tal caso, dicha “compra” por parte de la ciudadanía no sería casi un espejismo si el aspirante es seleccionado solo por una elite y resulta de alguna manera “comprado” por quién, o quiénes, financian su campaña electoral?

¿Cómo deben ser las relaciones entre los representantes y los electores? ¿Cómo deben relacionarse las llamadas instituciones supremas del poder público? ¿Cómo deben relacionarse las instancias locales y las instancias centrales del gobierno, o sea, de la entidad ejecutiva? ¿Por qué algunos han defendido que el representante máximo de todo el Estado sea el jefe del gobierno, del ejecutivo, que es solo una de las entidades del poder supremo? 

¿Cuál debe ser el rol de la justicia en todo modelo social? ¿Cuáles serían, entonces, los deberes de cualquier sistema judicial? ¿Cómo podríamos asegurar la eficacia de dicho sistema, o sea, que no sea débil, carente de profesionalidad y/o corrupto? ¿Qué mecanismos deben garantizarse para que la ciudadanía pueda defender y promover sus derechos?            

Estas son cuestiones acerca de las cuales existen criterios diversos, y en muchos casos no se ha conseguido la claridad suficiente. Con ellas pretendo estimular la inquietud sobre dichos asuntos, y proponer el análisis y el debate en torno a los mismos. 

 

Mauricio Álvarez: Habría que reestructurar los mecanismos de toma de decisiones y manejo institucional de las mismas. En primer lugar, habría que revisar las  garantías jurídicas mínimas que regulan  la forma en que la sociedad controla al gobierno y sus instituciones. Establecer la rendición de cuentas periódicas como un principio de las instancias de administración y gobierno, no solo de sus niveles más básicos. Instaurar la sesión permanente de los organismos populares de gobierno, el parlamento nacional en primer lugar. Generar mecanismos asamblearios de discusión y encuentro entre los políticos profesionales y los ciudadanos acerca de los más diversos y variados temas relevantes. Revisar constantemente el cumplimiento de las garantías sobre los derechos sociales. Incorporar el principio de renta básica universal. Generar mecanismos autónomos de control y fiscalización sobre el Estado. Rescatar y profundizar la independencia y autonomía del poder judicial y los órganos de justicia. Ampliar la competencia en la toma de decisiones a las organizaciones sociales, movimientos, asociaciones que no forman parte de la estructura burocrática formal del Estado. Un ejemplo concreto es la construcción de experiencias de presupuesto participativo a nivel local, que implica la discusión popular de los gastos de gobierno y administración en función de las necesidades planteadas en asambleas colectivas.

 

Julio César Guanche: Según mi perspectiva, esta pregunta está de algún modo contenida en otras interrogantes de este cuestionario. Solo agrego aquí que estos mecanismos deben encontrarse en una multiplicidad de ámbitos: la calidad de la educación, la capacidad de organización política de la ciudadanía, la eficacia del Derecho para proteger ante la arbitrariedad y producir libertad, una economía productiva al tiempo que inclusiva, el fomento de valores de tolerancia, respeto y aceptación, la promoción del pensamiento crítico, el compromiso con prácticas sociales de apertura, innovación y creatividad, el goce de paradigmas diversos de belleza, el aseguramiento de derechos como la vivienda y de acceso universal a bienes de primera necesidad, el soporte con calidad de bienes comunes como el transporte público y la recogida de basura, etcétera. La necesidad de estos “mecanismos” hace parte del reclamo de buenas prácticas –políticas, administrativas, cívicas‒ tanto por parte del Estado como de los ciudadanos entre sí.

 

6. ¿Qué debemos hacer si deseamos promover un ejercicio de la libertad, la igualdad y la democracia que se encamine al bien, por medio de la virtud, sin imposiciones que limiten la libertad de las personas?

 

David Casassas: Volvamos un instante a la tradición republicana. El análisis republicano de la política arranca de la conciencia de que la vida social se halla permeada por todo tipo de relaciones de dominación, las cuales ponen a unos en manos de otros ‒de ahí que se hable de la presencia de múltiples formas de dominium, principal amenaza de la libertad‒. Esta es la razón por la que el republicanismo reivindica la acción de unos poderes públicos dedicados a la crucial tarea de destruir tales posiciones de poder y relaciones de dominación. Ahora bien, el republicanismo, si bien no participa de la esencial desconfianza liberal hacia cualquier forma de gobierno, es consciente también de que existe el peligro de degeneración despótica de tales poderes públicos.

El funcionamiento de las instituciones republicanas, pues, no está exento de amenazas para la libertad. En efecto, ciertas inercias institucionales, unidas a la tendencia de ciertos actores políticos y sociales a romper pro domo sua los contratos políticos, pueden convertir las instituciones políticas en sobrevenidas fuentes de despotismo y sujeción ‒de ahí que se hable también de posibles formas de imperium, segunda gran amenaza de la libertad republicana‒. ¿Fin de la historia? De ningún modo. Es precisamente en este punto en el que la tradición republicana apela a la virtud cívica de la ciudadanía, una virtud cívica que hay que entender no como heroica autoinmolación en los altares de una vita activa romantizada e incomprensible, sino como disposición para defender con uñas y dientes unas instituciones que pueden fallar, pero que también pueden resultar harto eficaces en la lucha contra la dominación, en la lucha revolucionaria por un mundo más libre.

En este sentido, la participación política y la virtud cívica a ella asociada adquieren en el republicanismo un formato instrumental que conviene no soslayar. Virtud es capacidad de anteponer la defensa del bien común a la persecución del bien privado más inmediato; pero dicha capacidad ni nace de la nada ni se proyecta al vacío de la santidad, sino que se halla íntimamente vinculada, en primer lugar, a la conciencia de que existe el peligro del imperium y, en segundo lugar, a la convicción de que podemos proponernos una actividad política que defienda y/o recupere el rumbo emancipatorio de nuestras instituciones. En suma, conviene rechazar tanto la desesperanza liberal para con lo político como las demandas de supuestas adhesiones inquebrantables a instituciones y proyectos políticos, demasiado alejados de los objetivos transformadores con los que en principio nacieron. La política sirve para algo, y la presencia de ese "algo" ha de mostrarse visible en todo momento.

 

María Isabel Alfonso: En el marco del acercamiento entre Estados Unidos y Cuba, debemos seguir promoviendo valores de nuestra cultura como la aspiración a la equidad. En este sentido, se debe robustecer la preocupación por el bienestar social común, en especial, hacia los sectores poblacionales más débiles. Esto se hace particularmente más apremiante teniendo en cuenta el potencial levantamiento del embargo/bloqueo. El país necesita inversiones y desarrollo. ¿Cómo desacelerar la disparidad (que ya se ve), en el caso de un salto exponencial de inversiones de capital extranjero, y otros mecanismos de mercado (aun por regulado que este sea)? ¿Cómo lograr que la brecha entre los trabajadores del sector privado y los que no lo son, no se haga cada vez mayor?

En cuanto al aspecto de las libertades, está claro que las políticas liberales no producen necesariamente más libertad, y con mayor seguridad, sí producen desigualdad. 

Por otra parte, a pesar de que la libertad, como se ha visto, existe condicionada siempre por ciertos límites, las estructuras de gobernabilidad deben adoptar una actitud fluida hacia los mismos, dispuestos a revisar y expandirlos de manera dinámica.

En el modelo liberal, como se ha visto, predomina el monopolio de la información, lo cual contradice el paradigma de democracia del cual se hacen portavoces. Esto no quiere decir que el periodismo y el manejo de los medios en el socialismo se hayan destacado necesariamente por promover el pluralismo. Debe desarrollarse, a mi juicio, un periodismo nacional más plural, que traslade de manera realista y objetiva a su espectro de cobertura, debates que ya existen en la esfera pública cubana (desde la calle, hasta espacios concebidos para el debate).

Por tanto, es saludable expandir el sentido de tolerancia hacia visiones que no corresponden con niveles de expectación oficial. Hace poco, el periodista Fernando Ravsberg fue satanizado por algunos medios de prensa, por exponer su visión sobre la actitud de la delegación oficial cubana en la Cumbre. Aunque lo hizo de manera respetuosa, el periodista fue acusado de superficial, de quedar bien con Dios y con el Diablo, y hasta de no ser cubano. Estas actitudes deben cambiar. De hecho, opiniones como las de Ravsberg tendrían un espacio dinamizador dentro de la prensa oficial, de ser publicadas.

He presenciado disputas francamente oscurantistas sobre Internet. Esta mentalidad, creo, debería ser sustituida por una más realista. Somos un pueblo educado, que solo hará mejor uso de su intelecto y libertad con un mayor acceso a Internet.  Limitar el acceso debido a sus aristas negativas solo nos dejará en un medioevo informativo, respecto a la comunidad global a la que Cuba pertenece.

Visiones exclusivistas sobre la Nación deben ser sustituidas por una perspectiva más aterrizada. A estas alturas, decir que “en Miami no tiene expresión la sociedad civil cubana, [y de que] allí estamos hablando de la sociedad civil norteamericana” como hace Jesús Arboleya en su texto “La sociedad civil cubana”, es negar un factor constitutivo del mundo moderno: el aporte de las diásporas a los procesos económicos, sociales y políticos de su nación de origen. Ya debemos estar de vuelta de esas exclusiones.  Ningún cubano patriota, viva donde viva, nunca más debe ser excluido del proyecto de nación.

Por último, creo que debemos comenzar a pensar formas más creativas de lidiar con las zonas de disensión dentro de la sociedad cubana. Es cierto que este es un tema difícil, en cuanto a que la mayoría de los opositores no han marcado distancia de aspectos y elementos que atentan contra la soberanía en Cuba (bloqueo, terrorismo), pero, ¿qué hacer si se crean espacios de disensión respetuosos de la soberanía y los valores nacionales? Si me equivoco, que me rectifiquen, pero creo que a esto es lo que se refiere Aurelio Alonso, cuando, refiriéndose al caso “Rasvberg” y la actuación de la delegación cubana en la Cumbre de las Américas, señala: “Hago este apunte para decir que un serio problema que creo que hemos comenzado a encarar en los últimos diez o doce años, pero en el que nos falta mucha discusión y veo muy distante aun de ser resuelto, es el de encontrar el umbral de tolerancia plausible para el disenso.”

 

Luis Carlos Battista: Nuevamente, es necesaria una voluntad política por parte del gobierno para eliminar imposiciones que limiten la libertad de las personas y la conciencia por la sociedad civil que el poder emana del pueblo que la compone, quien es el soberano. Esta relación dual implica en ambos criterios requisitos sine qua non, ya que la falta de uno de estos componentes difícilmente dará como resultado la eliminación de imposiciones a la libertad de las personas.

Ahora bien, si bien los criterios mencionados anteriormente son necesarios, no son suficientes. Todo concepto que promueva la libertad de los individuos, debe ir plasmado en normas jurídicas, realizando los órganos fiscales y judiciales cada uno su función de velar por el cabal cumplimiento de las normas aprobadas legítimamente. En especial, aquellas que realzan los Derechos de primera y segunda generación, con lo cual se podría decir que existe una adecuada Seguridad Jurídica dentro de determinado Estado. Un gobierno que promueva un verdadero ejercicio de la libertad, la igualdad y la democracia debe abandonar conceptos erróneos de propiedad por parte del Estado sobre el capital humano formado, interpretado como el exigir y decidir sobre las capacidades de los individuos. La realización de los Derechos Humanos se hace como tributo a los valores intrínsecos de la dignidad humana y no en calidad de contraprestación.

Desde la Sociedad Civil, para evitar la impunidad sobre algún tipo de exceso, se debe educar, concientizar, dialogar sobre el significado de los Derechos Humanos y alertar sobre su manipulación por grupos de poder. Los conceptos de Derechos Humanos, libertad, igualdad y democracia deben ser de dominio por los individuos, dado que no existe una sola persona a la que no le atañe. Como humanos, es nuestra defensa al respeto de nuestro ámbito y nuestro desarrollo como personas dignas y plenas.

 

Roberto Veiga: En un modelo social democrático será imposible exigir que se imponga lo que cada persona considere como virtuoso. Si cada cual pretendiera imponer lo que entiende por virtuoso, porque considerara que otra cosa se apartaría de lo justo, cada uno se podría convertir en dictador sobre los otros. En tal sentido, debemos preguntarnos: qué es lo bueno, quién define lo bueno, cuál sería la autoridad o la institución que indique lo bueno. Sin embargo, debemos alertar que siempre resultará peligroso intentar erigir una cosmovisión, una institución, o una autoridad, como medida de la verdad y del bien.

El bien objetivo puede existir, pero de seguro siempre podrá estar más allá de nuestros criterios y consensos. Podemos tener una apreciación subjetiva del bien, incluso compartida de manera amplia entre todos, pero sería petulante creernos que ella corresponde íntegramente al bien objetivo. Resulta evidente que unas valoraciones se acercarán más que otras a dicho bien objetivo, pero ninguna deberá intentar ser expresión fiel del mismo. De lo contrario, estaríamos ante el pecado de arrogancia, que nos aparta de la humildad –única condición capaz de acercar a las personas y a las sociedades a la verdad y al bien.

En tal sentido, ¿quién podría arrojarse la expresión más lograda del bien? Nadie, respondería yo. Entonces debemos conformarnos con admitir como bueno aquello que logremos consensuar entre todos, o entre la mayoría. La mayoría no tiene que ser la medida de la verdad y del bien, pero sí constituye la medida de lo aceptado, y por ende, de lo posible, y no existe otro mecanismo humano mejor para decidir el rumbo general de las cosas.

Se hace necesario reconocer que a veces la mayoría, incluso la generalidad, puede escoger a favor del error, o del mal, pero esto no justifica el desprecio hacia lo popular y el establecimiento de instrumentos que coloquen el poder solo en manos de élites, de vanguardias. Aunque el avance social sea más lento, en zigzag, resultará más justo si es en la medida en que la generalidad, o la mayoría, vaya asumiendo en conciencia cuál es el bien posible y cómo edificarlo. Tanto daño pueden causar al desarrollo social quienes halan hacia atrás por ser incapaces, incompetentes o malvados, como aquellos que consideran de manera vanidosa estar por encima de todos y por ello creen poseer el derecho exclusivo de ordenar el destino de todas las personas.

La virtud será una realidad compartida, que prefigure el acontecer social, solo cuando emane de las conciencias humanas; no cuando se establezca únicamente por decreto y/o por medio de instrumentos jurídicos y políticos, o a través de coacciones de otra índole. Esto demanda la promoción de aquellas condiciones que señalé al responder acerca de la igualdad en la libertad; o sea, el desarrollo de la cultura, de la información, de la educación, de la espiritualidad, de la solidaridad, del trabajo y del progreso económico. Estas son las circunstancias que pueden hacer evolucionar la virtud de las personas, y por ende, contribuir al diseño de una sociedad virtuosa. Esto nos exige comprender e incorporar aquella sentencia de José Martí, por lo general conocida de manera fragmentada, que indica los fundamentos de un pueblo virtuoso y justo: ser cultos para ser libres y ser próspero para ser bueno.       

 

Mauricio Álvarez: Empoderar al ciudadano a través de mecanismos de participación y representación en relación con la toma de decisiones socio-políticas. Establecer garantías jurídicas claras que impidan la violación de estos principios (libertad e igualdad) y aseguren los derechos humanos de los ciudadanos, así como el ejercicio pleno de los otros complejos de derechos a los cuales me he referido. Analizar la constitución de una defensoría popular que vele por la seguridad de los ciudadanos frente al poder y los excesos del Estado. Incorporar al sistema de educación pública un programa de formación y consolidación en valores cívicos y justicia social, que pueda ser apoyado por otras instituciones afines. Partiendo de estos tres elementos esenciales, podrían incluirse y discutirse variadas y nuevas propuestas.  

 

Julio César Guanche: El reclamo de virtud suele ser visto con malos ojos por los discursos liberal-democráticos. Se entiende que esa exigencia supone un perfeccionismo, que estima como más valioso un conjunto específico de valores morales y los exige de modo oficial a la sociedad. El acto comprometería el compromiso de neutralidad axiológica, en materia de valores, que debe profesar un Estado democrático.

El laicismo es un buen modelo para comprender este problema. De hecho, la consagración de la moral católica en buena parte de la historia constitucional latinoamericana, hasta hace pocas décadas, ha sido tomada como prueba de perfeccionismo y objeto de debates, y luchas, por lograr la neutralidad del Estado en materia religiosa, como también en materia moral. Claro que, cuando esto ha ocurrido, las mejores defensas de la moral cristiana no la han presentado como un particularismo, sino como sinónimo de “moral cívica”.

En Cuba, el debate sobre este tema en la Convención Constituyente de 1940 es muy ilustrativo de lo que estoy comentando. Al discutirse sobre cuál moral sería exigible a la ciudadanía triunfó la propuesta de la “moral cristiana” como sinónimo de “moral pública”. Este supuesto lo defendió, por ejemplo, Jorge Mañach, en discusión con Juan Marinello. Curiosamente, fueron los comunistas, no los liberales, los que defendieron la neutralidad estatal. Para Salvador García Agüero “esta especificación de “moral cristiana” es una limitación dogmática y religiosa contradictoria a la libre emisión del pensamiento”. Chibás, “después de oír a Mañach”, entendió que no se trataba de una cuestión religiosa, dogmática, sino meramente histórica, social, lo que quitaba todo “vestigio religioso” a la cuestión: “Yo acepto la moral cristiana en el sentido de moral habitual entre nosotros, sin darle de ninguna manera un carácter religioso.” El problema es que este tipo de universalismo es casi siempre falso. Para la mayor parte de los convencionales de 1940 no existían dudas sobre la “universalidad” de la moral cristiana. De hecho, las únicas “religiones” que aparecen mencionadas en este debate son (sic) el espiritismo y la masonería. Por ello, en la discusión que ventilaba el carácter laico del Estado, y el deber de no proteger religiones en específico, no hubo mención alguna a las religiones cubanas de origen africano.

Más recientemente, otra necesidad ha resituado el debate sobre la virtud en la reflexión sobre la democracia y la ciudadanía. Es el tema del reclamo de participación cívica en los asuntos públicos como clave para mantener la calidad y la vigencia de un orden político democrático. La participación ciudadana se entiende como un valor central para la democracia porque permite encajar la concepción de la ciudadanía y de la democracia en una comprensión sobre la política propiamente dicha. Si la política es, también, el cauce para la creación de identidades políticas, esta solo puede crearse y recrearse a través de la participación activa de la ciudadanía. Así, a través de la virtud, como “comportamiento deseable”, se especifica un compromiso con la autoexpresión ciudadana, con la creación interactiva (es decir, social, en relación con los demás) de “sí mismo”, sin imaginar a la participación solo como un camino para proteger intereses individuales. Esta noción de virtud tiene mucho que ver con la democracia que he defendido aquí: reacciona frente a lo que en la antigüedad se consideraba un idiotés: un “idiota moral” (“alguien que solo mira por y para su casa”). La virtud democrática no impide que el gobierno de la sociedad pueda estar regido por estos “idiotas”, pero intenta que estos no se eternicen en el poder con sus muy malas costumbres. Lo hace defendiendo una imaginación más compleja: la del individuo libre, el polités, el “ciudadano”.

 

7.¿Cómo articularía usted todos estos criterios en un eje muy sintético de ideas, que sea capaz de definir los pilares de una República que tenga como finalidad el logro de la justicia, por medio de una democracia robusta que asegure la centralidad de la ciudadanía?

 

David Casassas: El logro de la justicia exige, de entrada, que manejemos en todo momento una definición de libertad atenta a las circunstancias sociales que realmente la hacen posible. La que nos proporciona la tradición republicana nos es útil porque apunta a la evidencia de que, para ser libres, debemos poder desarrollar planes de vida propios, no solo sin ser interferidos arbitrariamente por los demás, sino también sin ser arbitrariamente interferibles. De ello depende una vida sin chantajes y coacciones.

Ahora bien, tal definición es exigente social y políticamente, pues requiere que la república instituya aquellos mecanismos que garanticen a todos y a todas tal condición de invulnerabilidad social: una renta básica o la distribución de la tierra, paquetes de servicios públicos entendidos también como derechos constitutivos de ciudadanía, controles de las grandes acumulaciones de poder económico privado, etc. El republicanismo oligárquico no cuestiona esta definición de libertad, pero opta por restringirla a un conjunto reducido de la población.

La tradición liberal entiende que la libertad ha de ser universalizada ‒se supone que todos hemos de ser libres‒, pero resuelve la "cuestión social" vinculada a la libertad modificando la definición de esta y, así, negando que dicha "cuestión social" exista: según el liberalismo, somos libres en la medida en la que somos iguales ante la ley, con independencia de la estructura socioeconómica del mundo en el que vivamos. En cambio, el republicanismo democrático se toma en serio la tarea de pensar cómo universalizar la condición de independencia socioeconómica y civil en un mundo en el que, como hemos visto, estimamos que la libertad debe ser también universalizada; por exigente que ello sea o por mucho que ello exija transformaciones sociales profundas que afecten principalmente a la estructura de los derechos de propiedad y al reparto del excedente de nuestras sociedades.

Solo así se cimentan las condiciones que hacen posible la construcción y la praxis de una democracia robusta. Porque democracia significa capacidad, por parte de todos y todas ‒la cuestión de la inclusión política de la mayoría no rica es crucial‒, de decidirlo absolutamente todo: qué producimos, cómo y con quién, para qué, cómo vivimos, cómo reproducimos la vida, qué usos hacemos del tiempo y de los recursos materiales e inmateriales que obtenemos de nuestro entorno, cómo nos relacionamos con los demás, etc. Todo ello implica la apertura de canales para la participación directa de la ciudadanía y, también, una adecuada solución de la relación principal-agente que la representación política conlleva: en efecto, el buen funcionamiento de una democracia requiere la presencia de mecanismos que nos permitan conducir y controlar la acción de los representantes políticos, que son o deberían ser agentes estrictamente nuestros, hasta el punto de que ello los fuerce en todo momento a ser confiables.

Como puede observarse, la articulación de una república digna de este nombre es algo que lleva de la mano estrictas condiciones con efectos notorios en el funcionamiento de la vida social. ¿Significa ello que no queda espacio para el despliegue de relaciones sociales que no hayan sido previstas por las instituciones públicas? Y más concretamente: ¿significa ello que instituciones sociales como los mercados no tienen cabida en un proyecto político de este tipo? En ningún caso.

El funcionamiento de una república democrática es compatible con la presencia de los mercados en la medida en que el grueso de la ciudadanía conserve el "poder de decidirlo todo entre todos" al que hemos asociado la idea de democracia. En particular ‒y nos situamos aquí en la estela de Karl Polanyi‒, los ciudadanos han de poder decidir dos grandes cuestiones.

En primer lugar, los ciudadanos han de reservarse el derecho de decidir individual y colectivamente qué recursos y actividades pueden ser objeto de intercambio comercial y qué recursos y actividades han de ser sustraídos de los mercados. Por poner un ejemplo no por frecuente menos importante: ¿tenemos realmente la capacidad de decidir si queremos desmercantilizar la fuerza de trabajo? Lo que puede llegar a ser lesivo para la libertad republicana no es tanto que la fuerza de trabajo no sea desmercantilizada, sino que no sea desmercantilizable.

En segundo lugar, los ciudadanos han de contar con la posibilidad de co-determinar las características de los mercados en aquellos casos en los que decidan otorgarle cierto espacio en la sociedad. Como es sabido, los mercados no son entidades metafísicas cuya naturaleza venga dada y resulte inmutable, sino que responden a diseños institucionales que, a su vez, resultan de opciones políticas.

Pues bien, si ello es así, conviene que todos y todas, sin exclusiones, estemos capacitados para formar parte de los procesos de conformación de tales opciones políticas. Solo así podremos concebir una república moderna que, además de hallarse comprometida con los valores y los mecanismos de la democracia, dé cabida a instituciones sociales esenciales en sociedades complejas como los mercados ‒unos mercados, dicho sea de paso, que, vistos los requisitos que conlleva el despliegue de una república democrática, puede que poco tengan que ver con los mercados capitalistas que hemos conocido hasta hoy.

 

María Isabel Alfonso: Una República implica la participación activa de sus integrantes en los asuntos públicos y la representación de todos los sectores sociales en el gobierno sin exclusión. “Ha de tenderse a una forma de gobierno en que estén representadas todas las diversidades de opinión del país en la misma relación en que están sus votos”, expresaría Martí en su articulación del ideal republicano. Teniendo como eje estos principios, una República que tenga como finalidad el logro de la justicia, por medio de una democracia robusta que asegure la centralidad de la ciudadanía, implicaría, en el caso de nuestra República de Cuba:

I. La equidad social como prioridad. (El individualismo no debe marcar el proceso de reformas, sino el bienestar colectivo). II. Una ciudadanía que pueda seguir disfrutando de sus derechos sociales, culturales y económicos, y con agencia gradual a más derechos civiles y políticos, en un panorama de mayor distensión geopolítica en las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. III. Un Estado dispuesto a seguir fungiendo como garante de seguridad ciudadana para cada uno de los miembros de la sociedad, lo cual implica una cierta relajación en sus niveles de politización. IV. Que el concepto de sociedad civil no presupone una separación frontal al Estado; pero que existen zonas de confrontación autonómica que son parte también de la sociedad civil. V. Concebir lo político de formas más creativas, dentro de los límites impuestos por la cercanía a Estados Unidos. VI. Una visión más realista y coherente de los medios de comunicación; un encauzamiento del debate público por los medios de prensa mainstream desde una mayor transparencia y objetividad. VII. La potencial aceptación de una sociedad civil cubana más inclusiva (diásporas, espacios autónomos y de disensión).

 

Luis Carlos Battista: Lograr una República con todos y para el bien de todos requiere como ley primera el culto a la dignidad plena del hombre, con instituciones estables, transparentes e independientes, pero respetuosas de las leyes e instrumentos internacionales que realcen la participación y control ciudadano. Implica una República que brinda oportunidades económicas y sociales a sus nacionales y promueve los derechos fundamentales como puro tributo a la persona y su dignidad, sin segundas intenciones. Una República justa y democrática es aquella que pone su mejor empeño en el respeto a la condición humana con políticas que permiten la libre discusión y diálogo ciudadano como única vía para empoderar a la sociedad. La justicia social es aquella que mantiene sumisión real de todos ante la ley como expresión soberana, sin importar condición de los individuos ni privilegios económicos o de otro tipo.

 

Roberto Veiga: Tal vez lo mejor no sea definir un eje sintético de ideas, capaz de especificar los pilares de una República en su sentido más pleno. Quizá lo más conveniente podría ser identificar un núcleo capaz, por ejemplo: de infundir a la libertad un sentido de responsabilidad, de motivar la búsqueda incesante de la igualdad, y de movilizar a favor de la solidaridad y la integración social. Estos resultan ser los cimientos auténticos de  cualquier República verdadera. Sin embargo, tal núcleo trasciende la mera razón, las instituciones y los instrumentos jurídicos, etcétera. Me refiero a una especie de mística, de espiritualidad, de cultura antropológica y sociológica cualitativa, que nos capacite para solucionar los problemas comunitarios; por supuesto que por medio de la razón, de las instituciones y de los instrumentos jurídicos; pero según la formula martiana de “poner remedio blando al daño”. Solo así las tensiones sectoriales, grupales y sociales podrían convertirse en dinámicas republicanas que entusiasmen, incorporen y de alguna manera integren a todos, incluso a los “adversarios”, en la edificación del bienestar común. A continuación presento dicha frase de José Martí que aún interpela, convoca y exige: “no hace bien el que señala el daño, y arde en ansias generosas de poner remedio, sino el que enseña remedio blando al daño.”

 

Mauricio Álvarez: La máxima martiana del culto a la dignidad plena del hombre sigue siendo un pilar de una concepción de república justa. Entiendo que el ideal de nuestras instituciones no estaría en la “perfección” organizacional desde un indicador de eficacia cualquiera sea este, sino en la capacidad de viabilizar las necesarias contradicciones sociales, garantizando los principios de la justicia social. Resumiendo: nuestra variable a controlar no es el grado óptimo de libertad o igualdad, es en todo caso la injusticia y la ignorancia.

 

Julio César Guanche: Una democracia robusta combate el despotismo proveniente del ámbito de lo público, (empleando aquí los derechos humanos contra la arbitrariedad política) tanto como el despotismo con causa en la concentración y la exclusividad de la propiedad privada (a través de la regulación democrática de la economía, del acceso y el control democrático ante la propiedad y de la expansión con calidad de los derechos sociales). La democracia republicana encuentra así en la correlación entre libertad y propiedad, como bienes que deben estar disponibles para todos, el camino de la justicia. En ello, aspira a sostener una comunidad de seres libres, donde, como decía el tan vejado como nunca suficientemente bien ponderado Carlos Marx: la libertad de cada uno sea compatible con la libertad de cada uno de los demás.

 

Fuente:
www.sinpermiso.info, 22 de noviembre 2015

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