¿Deben ser morales los escritores? Puede que sus contratos les obliguen a serlo

Judith Shulevitz

10/02/2019

Cuando uno ve a editores y autores charlando amistosamente en las presentaciones de libros, es posible pensar que están del mismo lado: del lado de la gran literatura y la libre circulación de ideas.

En realidad, sus intereses están en conflicto. Las editoriales se dedican a vender. No les gustan los escándalos que puedan poner en peligro sus cuentas de resultados –o las cuentas de resultados de los conglomerados multinacionales de comunicación de los que la mayoría forma una pequeña parte–. Los autores son personas, a menudo imperfectas. A veces se comportan de mala manera. Por ejemplo, ¿cómo deberían lidiar las editoriales con la época del #MeToo, cuando las acusaciones de indecencia sexual pueden llevar a retirar libros de las estanterías o de programas docentes, como ocurrió el año pasado con los novelistas Junot Díaz y Sherman Alexie?

Una respuesta es la cada vez más extendida “cláusula de moralidad”. Durante los últimos años, Simon & Schuster, HarperCollins y Penguin Random House han añadido estas cláusulas a sus contratos estándar de libros. He oído que Hachette Book Group está debatiendo ponerla en sus contratos, aunque la editorial no lo ha confirmado. Estas cláusulas liberan a la compañía de la obligación de publicar un libro si, en palabras de Penguin Random House, “conductas del autor, pasadas o futuras, inconsistentes con la reputación del autor en el momento en el que se ejecuta este acuerdo, salen a la luz y resultan en una repulsa pública y sostenida del autor que disminuya sensiblemente el potencial de venta de la obra”.

Eso es razonable, supongo. Penguin, hay que reconocerlo, no pide a los autores que les devuelvan los pagos avanzados. Pero otras editoriales sí lo hacen, y algunas son incluso más duras. El año pasado, colaboradores habituales de revistas que pertenecen a Condé Nast comenzaron a detectar un nuevo párrafo en sus contratos anuales. Es insólito. Si, de acuerdo con el “criterio exclusivo” de la compañía, afirma la cláusula, el escritor “se convierte en objeto de desprestigio, desdén, quejas o escándalos públicos”, Condé Nast puede rescindir el acuerdo. Dicho de otro modo, una escritora no tiene por qué haber hecho nada mal; solo necesita ser parte de un escándalo. En la era de la muchedumbre de Twitter, eso simplemente puede significar escribir o decir algo que ofenda a algún grupo de tuiteros estridentes.

Los agentes literarios odian las cláusulas de moralidad porque términos como “repulsa pública” son vagos y quedan abiertos al abuso, especialmente si una editorial está buscando una excusa para desvincularse de sus obligaciones contractuales. Al preguntar a escritores sobre las cláusulas de moralidad, por otro lado, la mayoría de ellos no tenían ni idea de qué les hablaba. Os sorprendería saber cuántos no leen la letra pequeña.

Una escritora que sí lo hizo fue la novelistas de fantasía y ciencia ficción Ursula K. Le Guin, fallecida el año pasado. Cuando en 2011 descubrió la cláusula de moralidad en su contrato con HarperCollins, publicó en su blog una carta satírica de un escritor ficticio confesando pecados a Rupert Murdoch, el dueño de la empresa: “No hubo nada que de verdad fuera sustancialmente dañino, solo el dinero y el carné de identidad que robé al señor mayor con andador y algunas cosas que dije sobre colegialas con tetas grandes”. “Por favor”, continuaba la carta, “no me haga devolver el dinero porque no puedo, ya que tuve que dar la mayor parte a un estúpido abogado que decía que había incumplido los pagos de un préstamo y que me retrasaba en la pensión de mi hijo, lo cual es todo una mentira. Aquel niñato estúpido y malcriado nunca fue mío”.

Jeanni Suk Gersen, una profesora de la Harvard Law School que escribe habitualmente para The New Yorker, una revista de Condé Nast, también leyó la letra pequeña y pensó: “En absoluto. No firmaré eso”. La Sra. Gersen, una experta en leyes sobre sexualidad, adopta frecuentemente posiciones que pueden ofender a los lectores de izquierdas de la revista, como cuando defendió la anulación, por parte de la ministra de educación Betsy DeVos, de las normativas de la administración Obama sobre acusaciones de acoso sexual en los campus universitarios. Cuando llamé a la Sra. Gersen en noviembre me dijo que “Ninguna persona que esté involucrada en una actividad expresiva creativa debería firmar uno de estos”.

No se trata de que una empresa deba tener a un asesino o a un violador contratado, añadió. Pero cuando lo que provoca la rescisión puede ser una tormenta de Twitter o una campaña de envío de cartas, dijo, “Creo que tendría un efecto paralizador [sobre los escritores] muy significativo”.

Masha Gessen, otra escritora de The New Yorker, dijo también que no firmaría su nuevo contrato, al menos no tal y como estaba originalmente formulado. La Sra. Gessen, una periodista ruso-americana que ganó el National Book Award de 2017 por The Future is History, sobre el retorno del totalitarismo en la Rusia postcomunista, ha dedicado su carrera a desafiar panaceas universales.

El año pasado, mientras hombres famosos caían como moscas tras ser acusados de acoso sexual, la Sra. Gessen publicó columnas en la página web del New Yorker describiendo el movimiento #MeToo como un “pánico moral” fuera de control decidido a vigilar el comportamiento sexual mediante justicia popular. Evidentemente, muchos lectores no estaban de acuerdo.

“Me siento tremendamente incómoda con él”, dijo la Sra. Gessen respecto al contrato, “porque en el pasado he sido vilipendiada en las redes sociales”. Habiendo sido ya despedida de un empleo como directora de Radio Liberty en Rusia tras lo que ella denominó como campaña de desinformación, añadió, “Sé lo que significa perder apoyo institucional cuando más lo necesitas”.

Los agentes de las señoras Gersen y Gessen consiguieron que Condé Nast atenuara las formulaciones que les desagradaban, y ahora las escritoras han firmado sus contratos. Según la Sra. Gessen, su agente hizo reconocer a Condé Nast que “he expresado opiniones controvertidas”, y ahora la cláusula de moralidad afirma que no puede ser invocada como “el resultado de mi trabajo profesional”. Por “trabajo profesional”, añadió, se refería a eventos públicos o publicaciones en redes sociales además de sus escritos. La Sra. Gessen dijo que sentía que podía enfrentarse a Condé Nast porque tiene influencia. Le preocupa que escritoras más jóvenes o menos famosas no tengan tanto poder. Yo comparto esta preocupación. Durante los últimos cuatro años, he publicado artículos criticando el concepto de espacios seguros y condenando la falta del debido proceso en las audiencias por las violaciones en los campus. He sido llamada transfóbica por un ensayo que escribí en 2016 sobre la tensión entre los derechos de los transexuales y el derecho a la privacidad, y continúo siendo llamada así. Si hubiera tenido un contrato editorial con una cláusula de moralidad cuando escribí todo aquello puede que me lo hubiera pensado dos veces antes de satisfacer mi afición a comenzar peleas.

Es imposible decir cuántos novelistas y periodistas han caído enredados por las cláusulas de moralidad o, de hecho, si alguno ha llegado a hacerlo. Ninguna de las personas con las que he hablado pudo o quiso mencionar un caso.

En 2017, Simon & Schuster cancelaron un libro del provocador profesional Milo Yiannopoulos después de que diera una entrevista en la que parecía aprobar la pedofilia. Es sabido que su contrato no incluía ninguna cláusula de moralidad y les demandó, aunque después retiraría la demanda. Si una cláusula de moralidad llevara a la cancelación de un libro, probablemente no lo sabríamos, según Devereux Chatillon, socia en el bufete de abogados de medios de comunicación y propiedad intelectual Chatillon Weiss, que ha representado tanto al The New Yorker como a sus escritores. “No sería público a menos que alguien demandara”, explicó. E incluso entonces, el litigio probablemente no saldría a la luz.

Puede que las cláusulas de moralidad sean relativamente nuevas para las editoriales principales, pero tienen una larga historia. La industria del entretenimiento comenzó a redactarlas en 1921, cuando la estrella de cine mudo Fatty Arbuckle, que acababa de firmar un contrato de un millón de dólares –impresionantes por aquel entonces– con Paramount Pictures, fue acusado de violación y homicidio involuntario de una chica en una fiesta. El Sr. Arbuckle fue absuelto tras dos juicios nulos, pero para entonces el público ya era hostil hacia él y los estudios querían la rescisión.

Hoy las cláusulas están extendidas en los deportes, la televisión y la publicidad. Las editoriales religiosas las han usado al menos durante quince años, lo cual parece razonable. No puedes condenar a una editorial cristiana que cancela la publicación de un libro llamado The Ridiculously Good Marriage [El matrimonio ridículamente bueno] después de que su autor sea acusado de haber acosado sexualmente a una chica menor de edad cuando era un jóven pastor. (Se disculpó por un “incidente sexual”). Las editoriales infantiles han estado incluyendo estas cláusulas durante una década o más, y ellos, también, tienen razones. Sería un desafío vender un libro para niños escrito por un pedófilo.

Puede que no encuentre alarmantes las cláusulas de moralidad bajo ninguna circunstancia. “Si lo que me vendes es tu reputación, si eso es por lo que te pago, entonces no debería pagarte si tu reputación se desploma”, dijo Rick Kurnit, socio de Frankfurt Kurnit Klein & Selz, un bufete especializado en derecho relacionado con el arte y el entretenimiento. Puede que usted se esté  preguntando: ¿Por qué debería cualquiera salirse con la suya si es un capullo racista o sexista? ¿Qué derecho tienen a publicar sus libros el Sr. Alexie, acusado de tirarle los tejos a mujeres que le veían como su maestro, o el Sr. Díaz, acusado de besar a alguien por la fuerza? O incluso: ¿Por qué se debería permitir a los columnistas insultar gratuitamente a políticos debidamente elegidos? Si un bocazas recibe un contragolpe, continúa el razonamiento, probablemente se lo merezca.

El problema con dejar que las editoriales rescindan contratos de libros que no son religiosos ni para niños con autores que no son famosos basándose en la inmoralidad es que la inmoralidad es un concepto escurridizo. Las editoriales tienen pocos incentivos para clarificar a qué se refieren con ello y el público es voluble con lo que les ofende.

En 1947, la preocupación era el comunismo, y las cláusulas de moralidad dieron a los estudios una forma de poner en la lista negra a los diez de Hollywood, un grupo de directores y guionistas que denunciaron al Comité de Actividades Antiestadounidenses como ilegítimo y rechazaron decir si alguna vez habían sido comunistas. Los diez fueron a la cárcel y todos menos uno, que decidió cooperar con el comité, se convirtieron en incontratables hasta la década de 1950, aunque algunos continuaron escribiendo bajo seudónimos.

Hace no mucho los editores eran recibidos como héroes contraculturales por haber apoyado obras que ofendían la sensibilidad pública. Barney Rosset, el editor de Grove Press, introdujo a los estadounidenses a Samuel Beckett, Jack Kerouac, Malcolm X, Marguerite Duras y Kathy Acker, entre otros escritores considerados de vanguardia en aquel momento.

El Sr. Rosset luchó insistentemente por anular leyes que le prohibían publicar Lady Chatterley’s Lover de D. H. Lawrence y Tropic of Cancer de Henry Miller, que contenían escenas de sexo explícito. El caso de Tropic of Cancer alcanzó la Corte Suprema, que juzgó que el libro no era obsceno. La crítica feminista Kate Millet atacó las novelas de Henry Miller por misóginas –estaba bastante en lo cierto sobre eso– pero aquello no impidió que el PEN American Center otorgara una distinción al Sr. Rosset por “la transmisión libre de la palabra impresa por encima de las barreras de la pobreza, la ignorancia, la censura y la represión”.

Los tiempos cambian; las normas cambian con ellos. Las cláusulas de moralidad otorgan el poder de censura a las editoriales, no al gobierno, así que no violan el derecho constitucional a la libertad de expresión. Pero ese poder es aún así peligroso.

Tras nuestra conversación, la Sra. Gersen me envió un correo apuntando una posible consecuencia no intencionada de cláusula de Condé Nast. ¿Cuáles son los grupos sometidos a la mayor reprobación por sus obras publicadas?, preguntó. ¿Quiénes son más viciosamente troleados? Las mujeres y los miembros de minorías. “Esa es una de las realidades al publicar siendo una mujer o parte de una minoría en esta época”, escribió. “La cláusula, pone, de manera perversa, un mayor riesgo sobre la carrera de las mujeres y de las minorías que sobre la de hombres blancos”

Si todo lo que conlleva perder un encargo para una revista o un acuerdo editorial es caer en el “desprestigio público”, no serán solo las voces de los villanos las que se perderán.

Autora de “The Sabbath World: Glimpses of a Different Order of Time” es columnista de opinión en el New York Times.
Fuente:
https://www.nytimes.com/2019/01/04/opinion/sunday/metoo-new-yorker-conde-nast.html
Traducción:
David Guerrero

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