Después de Bolonia, ¿qué?

Albert Corominas

Vera Sacristán

20/09/2009

Desde la declaración de Bolonia, en 1999, en España seis personas distintas han encabezado el ministerio responsable, en cada momento, de la política universitaria y han sido promulgadas dos leyes orgánicas de universidades (LOU 2001, LOMLOU 2007). En lo que se refiere al desarrollo del Espacio Europeo de Enseñanza Superior, los vaivenes han sido tales que por cuatro veces se han publicado decretos para la regulación de los nuevos estudios universitarios de grado y de máster, que en cada ocasión modificaban la regulación anterior (enero y diciembre de 2005, febrero y octubre de 2007).  

Ante la evidencia de la falta de un proyecto para la universidad por parte del gobierno y en ausencia de un análisis de los problemas reales de la universidad pública, el Espacio Europeo de Enseñanza Superior se ha convertido, especialmente en el último año y medio, en el pretexto que cada cual ha utilizado para tratar de imponer sus propias ideas sobre la universidad: desde la supuesta necesidad de subir los precios de los estudios universitarios defendida por ciertos sectores económicos, hasta la introducción de métodos pedagógicos pretendidamente novedosos que resolverían milagrosamente todos nuestros problemas, todo ha sido atribuido a Bolonia.  

Los intentos de justificar mediante la invocación a Bolonia medidas socialmente regresivas o académicamente controvertibles han dado lugar a que los movimientos contrarios a las mismas que han surgido y crecido por todo el país, entre el estudiantado pero también entre el profesorado, se hayan calificado y hayan sido calificados como movimientos anti-Bolonia. Tales movimientos, no obstante esta confusión, han tenido, entre otras, dos consecuencias. En primer lugar, la de haber llevado a los medios de comunicación el interés por la universidad. En segundo lugar, la de haber frenado algunas de las derivas mercantilizadoras que empezaban a consolidarse. Las autoridades han substituido el discurso pro-créditos por el pro-becas, ya nadie habla abiertamente de equiparar, sin más, los precios de matrícula al coste de los estudios, ni se afirma que sobra gente en la universidad, a la que se reconoce de nuevo la función cultural junto a la de formación de profesionales. La reasignación de las universidades al ministerio de Educación desde el de Ciencia e Innovación, en el que no duraron ni un año, pone de manifiesto el fracaso de un discurso en el que las universidades se concebían esencialmente como instrumentos del sistema de investigación, desarrollo e innovación, en detrimento de sus otras funciones, no menos importantes, que habían pasado a segundo plano. Poco a poco, incluso se va admitiendo que no se puede atribuir a Bolonia lo que la declaración no dice, aunque sigue habiendo quien persiste en ello. 

Por otra parte, el proceso de implantación de los planes de estudios de acuerdo con la nueva estructura está ya muy avanzado y una gran proporción de los títulos estará adaptada a las nuevas directrices al inicio del próximo curso 2009-2010. Es de lamentar que se haya llevado a cabo una reforma de esta envergadura sin aprovechar la oportunidad que comportaba de racionalización y mejora del sistema y sin que, por otro lado, se haya alcanzado el objetivo de armonización con los otros países europeos –argumentos sólidamente fundados apuntan que, en España, más bien se ha retrocedido. En cualquier caso, todo parece indicar que a principios del curso 2010-2011 el proceso se dará por definitivamente implantado.  

En este contexto, el movimiento pro universidad pública debería superar la disyuntiva Bolonia sí – Bolonia no, que ya sólo contribuye a la fractura de la comunidad universitaria, y abandonar el discurso defensivo para concentrarse en formular propuestas relativas a los asuntos relevantes que deben mejorar en la universidad y que seguirán ahí una vez se hayan implantado los nuevos grados universitarios. Las altas tasas de abandono del los estudios; la conveniencia, especialmente en el contexto de la crisis económica actual, de frenar el aumento que los precios de las matrículas universitarias han sufrido a lo largo de los últimos años, siempre por encima del IPC; la necesidad imperiosa de implantar, de una vez por todas, becas-salario –con una dotación económica que haga honor a su nombre– que contribuyan al acceso a la universidad en igualdad de condiciones para todos los sectores sociales, o la adecuación de las plantillas de profesorado son sólo algunos de los retos que tiene que afrontar la universidad pública. 

Y, en particular, todo indica que el sistema de gobierno de las universidades va a ser muy probablemente el tema central de debate a lo largo del curso que viene. Las movilizaciones han conseguido frenar las medidas más directamente mercantilizadoras, pero no se han enfrentado a las propuestas persistentes de que las universidades se organicen y sean gobernadas como una gran empresa, pese a que su implantación sería la clave para la mercantilización integral de la universidad pública. Desde luego, el sistema de gobierno de las universidades es mejorable, pero de ello no se deduce que estas deban asumir acríticamente un modelo como, pongamos por caso, el de Lehman Brothers o el de General Motors. 

Son problemas y cuestiones no menores, que requieren propuestas de futuro sólidas, no sólo provenientes de la comunidad universitaria (profesorado, personal de administración y servicios y estudiantado) sino de toda la sociedad, que se juega mucho cuando de lo que se trata es del futuro de un servicio público como la universidad, imprescindible para un país y para sus gentes, porque es garantía de su formación y motor del avance científico y, más en general, de la cultura. 

Albert Corominas es profesor de ingeniería de organización y Vera Sacristán, profesora de matemática aplicada de la Universitat Politècnica de Catalunya. Pertenecen, asimismo, a la asociación UpiC (www.upc.edu/upic) y colaboran habitualmente en temas universitarios en la revista SINPERMISO.

Fuente:
Público, 25 julio 2009

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