EE UU: Problemas de la libertad de expresión en Berkeley

David Kaye

17/02/2017

La presencia en la Universidad de California de Milo Yiannopoulos, joven agitador de la derecha extrema y demagogo de la peor especie (en la estela de Steve Bannon), cuya conferencia hubo de ser cancelada hace tres semanas por la controversia desatada y la violencia de algunos grupos, le sirve al profesor David Kaye para ponderar las implicaciones y complicaciones de la libertad de palabra en un lugar tan singularmente evocador del derecho a la expresión como Berkeley. SP 
 
La historia moderna de la libertad de expresión en los campus de las universidades norteamericanas comenzó en Berkeley. ¿Terminará allí también? Yo lo dudo, pero el “tuit” del presidente Trump con sus amenazas a la financiación federal de la Universidad de California en su campus de Berkeley debería hacer sonar las alarmas de todo el espectro político.
 
Lo sucedido en Berkeley el miércoles por la tarde [1 de febrero], la violencia verdaderamente idiota y el vandalismo de un pequeño número de activistas, tendría que obligarnos a pensar en este momento, no sólo en la cancelación de la intervención de Milo Yiannopoulos. Nuestro compromiso constitucional con el debate, el disenso y libertad de expresión se incrementa cuando se trata de oradores odiosos, ansiosos de atención, que se apresuran a llegar hasta la incitación a la violencia, el acoso y el odio, y a menudo a internarse en ella.
 
Vale la pena recapitular por un momento y considerar por qué la violencia de Berkeley tiene resonancia nacional. Para mucha gente, Berkeley son los 60, quizás el momento más polarizador de la historia moderna norteamericana. Para la izquierda, es el Free Speech Movement, el Movimiento por la Libertad de Expresión y las protestas contra  la guerra de Vietnam. Para la derecha, son los “hippies”, la violencia y el radicalismo que algunos ven encarnado en las revueltas del People´s Park y la petición del gobernador Ronald Reagan a la Guardia Nacional para que interviniera en 1969.
 
Esas imágenes coexisten. Pero comparten los orígenes de 1964. Cuando el estudiante Mario Savio atacó al presidente de la Universidad de California, Clark Kerr, y su libro, The Uses of University, como guía para la gestión de los estudiantes y su forma de prepararlos, al modo fabril, para un futuro en el complejo militar-industrial, encendió la imaginación de estudiantes de todo el país.
 
La perspectiva de Savio provenía de la realidad de una administración universitaria que sometía a los estudiantes a una versión miope de la educación, prohibiendo la actividad política en el campus. Los estudiantes de Cal se opusieron y de ese deseo de expresión política en el campus nació el Movimiento por la Libertad de Expresión. A lo largo del otoño de 1964, Cal se convulsionó con protestas pacíficas, haciendo rechinar la “maquinaria” universitaria hasta pararla en seco. Savio se dirigió, según es fama, a miles y miles apelando a una protesta pacífica – “¡Eso no significa que tengáis que romper nada!” – y a la desobediencia civil.
 
La perspectiva de los estudiantes, que Savio supo articular tan bien, era que la Universidad debía alentar la libertad de expresión, que el debate y la controversia debían formar parte de la educación superior. En lugar de detener a los estudiantes por protestar, como estaba haciendo la Universidad, ésta debería ofrecer un espacio ampliamente abierto al debate político, permitiendo a los estudiantes desarrollar herramientas para convertirse en ciudadanos comprometidos.
 
Ese espíritu sigue hoy presente en Berkeley, igual que lo está en universidades de todo el país. Lo veo en mis estudiantes y en otros alumnos donde yo enseño, en el campus de Irvine de la Universidad de California. Con frecuencia se ve amenazado, muy especialmente por elementos marginales que buscan la oportunidad de una respuesta violenta. Se ve amenazado por estudiantes que, en su rechazo de las ideas transmitidas por los oradores, presionan a sus universidades – que a menudo están ansiosas por evitar la controversia – para que cancelen su visita.
 
En caso de oponerse, los estudiantes deberían verbalizar su rechazo. Pero eso no le da a ningún estudiante o grupo estudiantil el derecho a censurar la expresión. Permitir esa censura significaría animar a un comportamiento que con razón condenaríamos si una institución pública tratara de impedir la libre expresión sin que hubiese habido instigación a la violencia.
 
Por supuesto, la noche del miércoles en la era de Trump no es la Plaza Sproul en 1964. Desde luego, Yiannopoulos pone en tela de juicio el relato amigable, si bien certero, sobre el papel de la Universidad. Milo nada tiene de Mario. Allí donde Mario era generoso, considerado y profundo, Milo es egoísta, materialista y superficial. No se trata meramente de un orador político que viene a presentar un punto de vista que muchos consideran ofensivo. Él hostiga, reta a los que toma como por blanco, anima a informar sobre “ilegales”.
 
En este caso, la Universidad hizo lo correcto.  La Universidad tenía que inquirir qué riesgos se suscitaban teniéndolo como orador en el campus. ¿Esperaban estudiantes y administradores que incitara a la violencia contra los estudiantes? ¿Esperaba la Universidad que provocara disturbios de orden público? Salvando esa instigación, las universidades públicas no pueden dedicarse a cancelar conferencias, no importa lo ofensivas que resulten.  
 
Eso no significa que los grupos estudiantiles y las universidades tengan que invitar de modo gratuito a gente tan odiosa. A la retórica desagradable, discriminatoria, que busca la autopromoción, no hay que darle salida sólo porque se le pueda dar salida. Pero tampoco se les debería prohibir a los estudiantes y las universidades que lo hagan. Y si lo hacen, la respuesta de oposición debería consistir en protestas pacíficas y una extendida condena, no en la censura.   
 
Y eso nos lleva de nuevo a la administración de Trump, que se equivocó exactamente en esto. Un presidente debería pensar en la seguridad de nuestras normas constitucionales y la seguridad de todos, orador y público ofendido. El presidente Trump podía haber apelado a la no violencia y haber deplorado, sin hipérboles, la minúscula minoría que recurrió a la violencia. Podía haber dado la bienvenida a la abrumadora mayoría de estudiantes que salió a protestar pacíficamente contra la presencia de Yiannopoulos.
 
Podía haber aplaudido la decisión de la Universidad de no censurar la alocución y haber proporcionado recursos que garantizaran la seguridad. Podría haber advertido que la lección esencial de 1964 – el que se supone que las universidades no están para gestionar  estudiantes sino para darles espacio de modo que aprendan, disientan, protesten, hagan las cosas bien y se equivoquen por sí mismos – es algo a lo que deberíamos sumarnos hoy de nuevo.  
 
Por el contrario, el presidente presentó una imagen evidentemente falsa de lo que sucedió el miércoles por la tarde y dio la impresión de que intimidaba a la Universidad; en realidad, a todas las universidades. Tomó lo que debía haber sido un momento de hacer pedagogía acerca de la libertad de expresión y las formas inteligentes de rechazar el discurso del odio y se lo apropió para mezquinos fines políticos.
 
Resulta difícil imaginar que el presidente se haga cargo de los matices y dilemas de lo que supone gestionar hoy en día un campus universitario. Esos dilemas son reales. Y conforme los resuelven las autoridades públicas con responsabilidades reales de educar, no deberían olvidar el mensaje que hace más de 50 años transmitió desde Berkeley Mario Savio subido a un coche de policía, rodeado de miles de estudiantes.

profesor de la Universidad de California en el campus de Irvine y relator especial de las Naciones Unidas en materia de libertad de expresión.
Fuente:
The Guardian, 3 de febrero de 2017

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