El burkini: la traición

Ilya Topper

23/08/2016

Corría el año 1995 y en Argelia, los islamistas empezaban a pegar tiros en la calle a mujeres que se resistían a la consigna de llevar velo. Me lo contó Fayza en un bar de Cádiz. Ella, periodista argelina, había tenido que huir a España ante las amenazas. Se dio cuenta de que no tenía futuro en su patria el día que entró en la redacción y, como de costumbre, quiso dar un abrazo a un colega. Cuando el hombre la rechazó y no le quiso ni dar la mano porque “tocar a una mujer es impuro”, Fayza sabía que Argelia había dejado de ser su país.

Siempre nos quedará París, pensó Fayza, pero se equivocó. En aquellos días, Francia estaba revuelta porque había tribunales que empezaban a prohibir a las alumnas el uso del velo en los colegios. El mismo velo que imponían a punta de pistola los islamistas que tenían amenazada de muerte a Fayza. Ese mismo modelo, estandarizado de Marruecos a Malasia, que es necesario para ocultar “los encantos de la mujer” y evitar así que ella, en la esfera pública, provoque pensamientos impuros en los hombres.

Ese símbolo del fundamentalismo religioso, que en Argelia muchas mujeres se veían obligadas a colocarse por primera vez en su vida para poder salir a la calle y volver vivas a casa, de repente era en Francia una muestra de “multiculturalidad” y de “libertad de vestir”. O eso decían los movimientos feministas, aplaudiendo a quienes intentaban llevarlo. A Fayza le dolió. “Me he sentido traicionada”, me dijo.

Han pasado 20 años pero la traición se sigue cometiendo. Lejos de ser una moda momentánea -también de eso se quiso disfrazar el hiyab en los años noventa-, el velo islamista se ha hecho con el poder. En las calles de Argelia, Egipto, Palestina, el norte de Marruecos, y sobre todo en el discurso: Europa cree ahora, a pies juntillas, que “las musulmanas llevan velo” porque “es su cultura”.

Es una mentira de tal envergadura que solo cabe compararla a la extensión de los yacimientos petrolíferos de Arabia Saudí o la profundidad de sus arcas públicas.

El debate tras la prohibición del burkini en algunas playas de Francia ha revelado la dimensión del colaboracionismo europeo con la expansión de la mortífera ideología wahabí. En su afán de “dar voz al colectivo afectado”, la prensa española publica artículos en los que salen a posicionarse... mujeres españolas conversas, como Laure Quiroga o Amanda Figueras, apoyadas por personajes como Brigitte Vasallo que sin declararse musulmanas defienden a ultranza el hiyab como “libertad de vestir”. Beneficiándose del secuestro del término “feminismo”, al definir el “feminismo islámico” como una postura que da a la mujer plena libertad de someterse a la doctrina religiosa elaborada por teólogos para proteger al varón contra la perniciosa influencia de la fémina.

Porque eso, y no otra cosa, es la justificación teológica del dogma del velo, el niqab y el burkini en el islam fundamentalista que hoy se ha hecho con el poder: evitar al hombre en el espacio público el mal trago de ver la piel o, Dios no lo quiera, el pelo de una mujer. Si lo atisbara, afirma la doctrina, podría tener pensamientos impuros e incluso verse incitado a asaltarla y violarla. Para proteger la sociedad contra tales desmanes que forman parte de la naturaleza del varón, deben ocultarse “los encantos” de la mujer: hiyab para las normales, niqab -tapando todo salvo los ojos- para las especialmente guapas (esto no es una broma mía: es la doctrina oficial).

Es curioso el argumento final de las islamistas mencionadas cuando se llega a este punto: se declaran “hartas de que un hombre opine sobre cómo visten las mujeres”. Una frase que revela la ideología que comparten con el burkini: el derecho a la palabra se da en función del sexo de las personas. Argumentar entre iguales sobre qué ocurre con la sociedad, debatir posturas políticas, eso ha quedado desfasado. Ahora se trata de segregar la humanidad en dos mitades, hombres y mujeres, que no deben tener opinión respecto a lo que haga el otro sexo. Encaja perfectamente con la ideología que, basándose en Biblia y Corán, niega a las mujeres el derecho al voto, porque la política es cosa de hombres.

Pero extrañamente, esa “hartura” de que “un hombre opine sobre cómo visten las mujeres” solo se aplica a quienes estén en contra del velo. Porque de la opinión de miles de teólogos, todos ellos hombres, que a lo largo de los siglos han elaborado la doctrina de la sexualidad del pelo de una mujer, de esa opinión no están hartas en absoluto. Que ni siquiera podrían imaginar qué es un 'hiyab' -no lo explica el Corán- sin esa opinión detallada de hombres barbudos sobre lo pernicioso que es su cuerpo, de eso se olvidan.

Se olvidan también de explicar que es esa ideología la que ha llevado a una australiana en 2004 a patentar la marca 'burkini' para “las mujeres deportistas y púdicas” y que la prenda es solo una expresión de ese “pudor” que consiste en no tocar a un hombre, salvo el marido o hermano, en no quedarse a solas con un hombre en una habitación “porque Satán es el tercero”. Con tal de camuflar la existencia de la inhumana ideología wahabí, todo vale, incluso proferir brillanteces como esta, dedicada al burka: “Pensar que esta prenda es patriarcal y que las mujeres no tienen manera de redomarla es una mirada totalmente colonial”. Palabra de Vasallo.

Colonial. Esa es la palabra. Las conversas españolas y sus aliadas tachan de “coloniales” a las feministas marroquíes, argelinas, tunecinas, egipcias, sirias o turcas que llevan décadas denunciando la expansión del islamismo radical. En sus intervenciones públicas no solo las silencian: las agreden y condenan cuando a alguien se le ocurre mencionarlas. “Me parece que el chico no se ha enterado que Wasila Tamzaly es atea y que no sé qué pinta opinando sobre islam o los musulmanes” se queja la conversa Quiroga tras descubrir el nombre de la feminista argelina Wassyla Tamzali, de 74 años, cerca al suyo en un reportaje. “Tampoco creo que nos vayamos a morir esperando que la señora colonial nos regale su sello de garantía feminista”.

Llamar “señora colonial” a una abogada argelina que ya como estudiante militaba en las filas del independentismo y que ha dedicado toda su vida a construir una Argelia con más derechos para sus ciudadanas, jugándose la vida, expresa esa inversión de la realidad: quien no apoye la doctrina wahabí respecto a la bondad de exhibir la marca de “identidad musulmana” que constituye el hiyab o niqab, solo puede ser “un macho blanco colonialista”. Cuando casualmente es una mujer magrebí, se le ha de llamar colonialista de todas formas.

Porque en nombre de “las musulmanas” solo pueden hablar las islamistas, aseveran las conversas, no una persona nacida como musulmana en un país que obliga a todos sus ciudadanos a ser musulmanes de por vida, y de cumplir con una legislación fundamentada sobre la teología musulmana. No no: ellas no deben opinar de la ideología que determina cada día la rutina de su vida, bajo amenaza y coacción.

Sorprende la soltura con la que manejan las conversas la maza de la “islamofobia” para quien denuncie la imposición de la ideología inhumana wahabí. Islamofobia es lo que practican ellas: acallar y denigrar a las mujeres nacidas musulmanas en un país musulmán, feministas que creen en la igualdad sin adjetivos religiosos, simplemente la igualdad. Mujeres como Wassyla Tamzali (“El burka es el grado máximo de la deshumanización de la mujer, que empieza con el velo”) Nawal Saadawi (“Religión y feminismo son antagónicos. Hay profesoras que se ponen el velo porque tienen la mente velada”), Soumaya Naamane Guessous (“Lo que me molesta es que hay una vinculación fanática a la religiosidad. Todo debe pasar por la religión”), Salwa Neimi (“Lo que vivimos es una deformación de nuestra propia cultura árabo-musulmana”), Aïcha Maghrabi (“Desgraciadamente, las niñas en la escuela son ya obligadas a usar el hijab”), Sukran Moral (“El velo es una puesta en escena para conquistar toda la sociedad a través del cuerpo de las mujeres. Es un juego sucio”). A ellas y a todas las mujeres marroquíes que agradecen el aire de libertad en España y observan con preocupación cómo la ideología wahabí está llevando a cada vez más inmigrantes a adoptar un traje prescrito por normas ultramontanas que nunca existió en su patria ni su tradición, que nunca han visto en sus abuelas.

“No es que las musulmanas sean sumisas: es que son lo bastante rebeldes como para retar con sus cuerpos al Estado racista”, es la última perla de Vasallo. Claro, retar a un Estado laico que tiene entre sus fundamentos la igualdad de mujeres y hombres. Eso sí. Nunca retar la autoridad de los Estados que destierran esa igualdad, nunca la de los teólogos que decretan obligatorio el velo, la segregación de mujeres y hombres. No, Dios no lo quiera. Qué 'cool' queda rebelarse contra el sistema que le otorga a una la libertad de rebelarse, en lugar de amenazarla con violencia, cárcel y muerte.

No siempre es sumisión: hay mujeres que enarbolan esta ideología por decisión propia y que llevan orgullosamente la bandera de la segregación sexual en nombre de la fe. Han elegido el bando de quienes imponen esa ideología en medio mundo, mediante pistola, ley, cárcel, porra y ácido. No son sumisas ni oprimidas. Son opresoras.

Sus víctimas, las mujeres que sufren esas leyes, ya las haga el Estado, ya la televisión por satélite a través de la mano larga de los matones del barrio, no tienen derecho a hablar. Ellas no interesan a las 'feministas' conversas. Hablamos de España, no nos metemos en lo que diga la ley o la sociedad en Marruecos, Egipto o Arabia Saudí. Por supuesto aceptamos encantadas una invitación a un seminario en Qatar, pero en cuanto salta el tema del velo, nosotras somos españolas y nos limitamos a pedir la libertad que garantiza nuestro país laico. Los demás, que hagan de su burka un sayo.

Algunas difunden tuits y memes con la “denuncia doble”: contra la imposición del velo y contra la prohibición del burkini. Para cubrirse las espaldas (además del pelo) y para equiparar el agravio contra unas pocas centenares de ultraislamistas en Francia con la opresión sistemática y a menudo mortífera de decenas de millones de mujeres. “Estamos hartas de que nos digan cómo vestir”, reza el eslogan. Hartas del laicismo, quieren decir.

Porque nunca he visto a estas “feministas islámicas” firmar una carta abierta a regímenes como el saudí, el qatarí o el iraní. Nunca las he visto montando una campaña de protesta contra la Universidad de Al Azhar por adoptar la doctrina de que toda musulmana debe llevar velo. Nunca las he visto colocarse con una pancarta en la puerta de las mezquitas españolas donde los imames predican a los hombres que, por Dios, deben velar a sus mujeres. No no, sería de colonialistas decir a los musulmanes de qué forma pueden o no pueden oprimir a sus mujeres.

Este discurso no solo oculta la realidad del colonialismo financiero e ideológico saudí, y su transformación radical de las sociedades musulmanas tradicionales. También cimenta la visión de la ultraderecha europea: la que proclama que hay dos “civilizaciones”, la “occidental” y la “musulmana”, que pueden y deben mantenerse diferenciadas con sus “marcas de identidad” propias. Respalda la idea de que vestir un burkini es algo “habitual” para una musulmana porque expresa su “natural sentido del pudor”, distinto al occidental.

La ultraderecha racista se basa en esta visión para exigir que “lo hagan en sus países”. La seudoizquierda abducida por la doctrina wahabí exige que lo puedan hacer “en nuestras playas” para mostrar así la “diversidad” de culturas. Ambas luchan, hombro con hombro, para erradicar la diversidad de las culturas magrebíes, norteafricanas, levantinas o anatolias a favor de una visión única: la musulmana lleva velo. Hiyab, niqab y burkini.

¿Significa todo esto que estoy a favor de la prohibición del burkini? Nunca he estado a favor de cambiar la sociedad mediante prohibiciones. Pero el debate sobre el burkini, tal y como se está llevando a cabo, es criminal, al intentar vendernos como “una prenda cualquiera” el símbolo de la máxima opresión sexista ideada por la humanidad. Sí, la máxima: a ninguna otra ideología que la wahabí de Arabia Saudí se le podría ocurrir dejar que se quemen vivas decenas de adolescentes en un colegio sólo para evitar la impureza de que las pueda ver sin velo un bombero hombre.
El niqab, el burka, el burkini son expresión de la segregación sexista teológica. Fingir otra cosa es ser cómplice de los criminales que prefieren dejar quemar a una mujer con tal de no tocarla.

Si el islamismo respaldado por las conversas y sus aliados, los racistas ultraderechistas, no se hubiera adueñado del discurso sobre la inmigración musulmana, no haría ninguna falta prohibir burkinis: todos seríamos conscientes de que se trata de un símbolo político de opresión, y como tal se podría respetar dentro de la libertad de expresión, como se tolera la imaginería neonazi o una web de propaganda norcoreana. No es la prohibición del burkini lo que Quiroga, Figueras o Vasallo combaten desde sus atalayas: es el discurso laico. Si ellas no silenciaran y combatieran el feminismo laico de los países musulmanes, ese feminismo también podría llegar a las inmigrantes en las playas de Francia.

Ésta es la traición. Hasta aquí hemos llegado. Las conversas expiden a la prensa española que las entrevista el certificado de “Libre de islamofobia”. Yo me quedo con Zineb El Rhazoui, amenazada de muerte por los ideólogos a los que siguen las conversas: “Al tomar partido por el ala fascista del islam, arrojas a sus fauces a los demás, a la mayoría silenciosa y a la minoría laica militante. La Historia no te lo agradecerá”.

Periodista (Almería, 1972). Vive en Estambul, donde trabaja para la Agencia Efe. Criado en Marruecos, Topper empieza a escribir en la prensa local de Cádiz en 1994. Entre 1996 y 2003 dirige los gabinetes de comunicación de varias ONGs españolas en Granada y Madrid. En 2004 coordina en Iraq la producción del largometraje documental Invierno en Bagdad, dirigido por Javier Corcuera y producido por Elías Querejeta. Tras cubrir como periodista freelance noticias en Turquía, Iraq, Siria, Líbano y Marruecos, Topper trabaja de 2005 a 2008 como jefe de Internacional en la revista española La Clave. En 2009, Topper lanza, junto con Alejandro Luque, la revista digital MediterráneoSur, hoy M'Sur, que dirige desde entonces como editor jefe. En 2010 se traslada como colaborador del diario El Mundo a Estambul y en 2011 asume el puesto de corresponsal de la agencia Efe en la misma ciudad.
Fuente:
http://blogs.elconfidencial.com/mundo/de-algeciras-a-estambul/2016-08-21/burkini-islam-velo-francia-espana-arabia-saudi-wahabi_1249095/

Subscripción por correo electrónico
a nuestras novedades semanales:

El responsable de tratamiento de tus datos es Asociación SinPermiso y la finalidad del tratamiento es hacerte llegar nuestras novedades. Puedes ejercer tus derechos en materia de protección de datos contactando con nosotros*. Para más información consulta nuestra política al respecto (*ver pie de página).