El gran estancamiento de la clase trabajadora y el ascenso del “trumpismo” en todo el mundo

Matt O´Brien

24/03/2016

Por lo menos es un líder.

Eso es lo que —es momento de acostumbrarse a estas palabras —el favorito republicano, Donald Trump, dijo acerca de Vladimir Putin cuando se le recordó que quienes critican en la prensa al presidente ruso tienen la fea costumbre de acabar muertos. Fue el género de comentario que podríamos haber oído en la década de 1930 acerca de los fascistas que "sabían cómo hacer las cosas". O en la de 1970, respecto a los comunistas que parecían darnos un repaso a la vez que no podían siquiera hacerse una idea de cómo darle un repaso a la inflación.

Dicho de otro modo, no es nuevo que nuestra democracia atraviese una crisis de confianza — no vayamos a llamarlo malestar —cuando la economía pasa por ello. Lo que resulta nuevo, sin embargo, es el tipo de crisis en la que se encuentra hoy nuestra economía. Ahora bien, las cosas no son tan malas como lo eran durante la Gran Depresión o incluso durante la Gran Inflación, pero no resulta tampoco fácil darles la vuelta. En aquel entonces, arreglar la economía significaba arreglar políticas generales que habían fallado. Era, tal como dijo el economista John Maynard Keynes, una simple cuestión de “problema del magneto”: nuestro motor económico funcionaría todo bien solo con cambiar una pieza por aquí y darle a una palanca por allá.

Pero eso ya no es cierto, por lo menos no para los trabajadores de cuello azul. Cada vez hay más gente que tiene la impresión de quedarse cada vez más atrás hasta durante los "buenos tiempos". Están absolutamente rabiosos y ya no van a aguantar más, que es otra forma de decir que están buscando chivos expiatorios. Y esa es la razón por la cual, aun cuando Trump no dure mucho en la escena política —aunque ¿quién se atreve a apostar después de su victoria en Nueva Hampshire?—, el trumpismo, sí va a durar. La única cuestión es si va a apoderarse por completo del Partido Republicano o seguirá siendo una curiosidad cuatrienal, ya saben, como las Olimpiadas de Invierno.

No se trata sólo de un problema norteamericano. Es un problema de todas partes. A lo largo y ancho de todo el mundo, hay un nuevo tipo de nacionalista que está llegando al poder o anda cerca de alcanzarlo. A menudo hace gala de chovinismo, de simpatía por el autoritarismo y de escepticismo, cuando no de activa hostilidad, hacia la globalización. En este último punto, muchos de ellos son, dicho con más sencillez, contrarios al comercio y a los inmigrantes. La Rusia de Putin fue realmente la primera, pero le han seguido muchas otras: la Turquía de Erdogan, la Hungría de Orban y, justo en los últimos meses, la Polonia de Kaczynski. Hay incluso atisbos de ello en el Japón de Abe. Y eso son los países en los que los nuevos nacionalistas ya han ganado. En los que no, el Frente Nacional francés y el UKIP británico han tenido grandes avances.

Es el final del fin de la Historia. Esa era, por supuesto, la idea de Francis Fukuyama de que el capitalismo y la democracia liberal no tenían y no podían tener ningún competidor ideológico tras haber vencido al comunismo. Habían vencido de una vez por todas, lo cual ha resultado ser quince años. ¿Qué pasó? Pues bien, que el capitalismo global ha socavado las democracias nacionales. El hecho es que la clase trabajadora de los países ricos se ha estancado desde que se vino abajo el Muro de Berlín y tuvo que enfrentarse a la creciente competencia de los miles de millones de trabajadores nuevos que entraban en la economía global. Se puede ver en la gráfica más abajo, elaborada por el economist Branko Milanovic, sobre todo la parte en rojo que he destacado. Muestra cómo han aumentado las rentas ajustadas a la inflación en todo el mundo entre 1988 y 2008.

(Una nota rápida sobre cómo leer esta gráfica: imaginemos a todo el mundo, todo el mundo en todo el mundo, como si formaran una fila sobre la base de cuánto dinero ganan. La gente más rica de los países más ricos, y de todos los demás lugares en lo que a eso respecta, compondría el 1% superior. La gente de clase trabajadora de los países más ricos estaría en torno al percentil 80. Y la gente de clase media de países de clase media estaría en torno al percentil 50).


Cambios en la renta real entre 1988 y 2008 en diversos percentiles de distribución global de renta (calculada en dólares internacionales de 2005)

Fuente: Branko Milanovic

No supone precisamente una sorpresa, por tanto, que a la gente que se ha visto más perjudicada por la globalización no le guste ésta. Desde luego, la clase trabajadora en países como los Estados Unidos, Reino Unido y Francia ha visto decaer en realidad los ingresos ajustados a la inflación en los últimos treinta años, a la vez que cientos de millones de trabajadores chinos, indios e indonesios han salido de la pobreza extrema. Es cierto que estos trabajadores del mundo rico todavía son, en fin, más ricos que la gente del resto del mundo, pero no les sirve de gran consuelo. Y se debe a que las cosas que necesitan sólo para ir tirando  —vivienda, atención sanitaria y educación superior— siguen subiendo de precio aunque no suban sus salarios. A eso se suma un futuro financiero en el que sus hijos bien podrían acabar peor de lo que están ellos, algo que teme que pueda ocurrir el 60 % de los norteamericanos y el 85 % de los franceses.

Por si eso no resultara bastante deprimente, aun hay más. Pensemos en esto: las clases de primero de Economía nos enseñan que el libre comercio funciona cuando se redistribuyen (mediante la política del Estado)  las ganancias entre quienes ganan y pierden, de modo que cabría esperar que los países que, de hecho, redistribuyen más tendrían menos reacciones contrarias a la globalización. El único problema es que seguro que éste no parece ser el caso. Los populistas de derechas son, al fin y al cabo, tan populares en la Francia del “recauda impuestos y aumenta el gasto público” como en la Norteamerica del “recauda y gasta bastante menos”. Ahora bien, puede que eso se deba más a la histeria contra los inmigrantes que a la furia contra el comercio. Y puede que una red de seguridad más fuerte baste para hacer que la gente apoye una economía más abierta. Pero yo lo dudo. ¿Por qué? Bueno, va en contra de la psicología de primer curso: la gente prefiere tener empleo a prestaciones sociales. El empleo te da orgullo, te  da un objetivo, te da un futuro. Y eso no se puede conseguir sólo con un cheque, lo cual no significa que no debamos hacer lo que podamos. Sólo significa que no deberíamos esperar que esto haga que la gente cuyos empleos se han deslocalizado vaya a afirmar que valió la pena, puesto que ahora pueden comprar cosas más baratas en Walmart [la mayor cadena de grandes superficies de los EE.UU.].

Esto nos deja en un paradero bastante obscuro. Por un lado, mucha gente de clase trabajadora tiene la impresión de que nuestras élites los han vendido, pero por otro lado, nuestras élites creen que esa gente quiere cosas que van en contra de la decencia humana básica. Ambos llevan algo de razón. El problema mayor, sin embargo, es que resulta difícil hacer algo respecto a esto y todavía más difícil persuadir a la gente de que las cosas que podemos hacer son suficientes. Los votantes de Trump no quieren oír que necesitamos que se fortalezca la red de seguridad o un responsable del banco central que debilite al dólar. Quieren un hombre fuerte que mantenga a raya a sus enemigos en el país y en el extranjero: un Putin con acento neoyorquino.

Así pues, ¿quiere esto decir que estamos condenados a algún tipo de descomposición de la democracia? No, si podemos postergarla algún tiempo, no. Y eso se debe a que aunque sea verdad que el libre comercio nos ha costado muchos empleos, también es verdad que China no hay más que una. Eso quiere decir que lo peor de lo que ha pasado en los últimos quince años no debería suceder de nuevo. Vamos, que resulta que sumarle mil millones de personas al mercado de trabajo global hace que el trabajo valga mucho menos. Los economistas David Autor, David Dorn y Gordon Hanson estiman que tan solo China nos hizo perder 1.5 millones de empleos en manufacturas entre 1990 y 2007, y en las zonas más duramente golpeadas empujó también a la baja los salarios de los sectores no manufactureros. Pero, después de 30 años de política de hijo único, la sobreabundancia laboral de China  prácticamente ha terminado, y no hay nada que la reemplace. Por consiguiente, tendrían que empezar a subir los salarios en China, en los EE. UU. y por doquier, en lo que a eso respecta. Eso no impedirá que la gente deje de ser xenófoba, pero debería impedirles pensar que la xenofobia va a resolver sus problemas, puesto que ya no tendrán tantos.

Es solo cuestión de aguantar hasta entonces. Y para eso sí que hará falta un líder de verdad.

periodista de asuntos económicos de Wonkblog, una sección electrónica diaria del Washington Post sobre economía y política. Anteriorme fue editor asociado de la revista The Atlantic.
Fuente:
The Washington Post, 11 de febrero de 2011
Traducción:
Lucas Antón

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