El socialismo y la herencia de la democracia republicana fraternal

Antoni Domènech

04/07/2005

1. El Estado moderno, los grandes poderes privados y la tolerancia

El Estado moderno se forjó en Europa tras un complejo proceso multisecular de expropiación forzosa de los poderes privados feudales y tardofeudales. Al final de ese proceso, la concentración de poder potencialmente violento en una esfera “pública” llegó a ser tan exitosa, que acabó monopolizando la capacidad para exigir legítimamente obediencia sobre un territorio dado. La tolerancia y la neutralidad modernas traen también su origen en ese largo proceso de expropiación de los poderes privados y de constitución de un poder público monopólico: al menos en Europa y en Iberoamérica, el logro de la tolerancia vino de la mano de la expropiación de las riquezas inmuebles de las iglesias y de la destrucción de la inveterada capacidad de éstas, como potencias feudales privadas –y señaladamente, de la católica—, para desafiar con éxito el derecho del Estado a determinar el bien público.

2. Republicanismo, pre- y postabsolutista

Esta es, sin embargo, sólo una cara del proceso que alumbró al Estado moderno. Habría podido ser de otro modo. Todavía en el siglo XV, para el republicanismo moderno incipiente estaba abierta la posibilidad de remodelar la vida política tardofeudal, no concentrando el poder político en manos de un príncipe absoluto (la solución que llevó a los Estados-nación contemporáneos), sino reafirmando la revigorización en curso de la antigua tradición mediterránea de las póleis, de las repúblicas-ciudad independientes (Florencia, Luca, Venecia, ciudades libres flamencas y alemanas, etc.). Y en lo que hace a la necesidad de dominar públicamente, sometiéndolo al orden civil, el poder de la Iglesia Católica como gran potencia feudal privada, todavía estaba abierta en el siglo XV la posibilidad de socavarlo, no desde fuera, desde un Estado burocrático independizado de la vida civil, sino desde dentro: proponiendo, en la tradición de Okham recogida por el republicano Marsiglio de Padua, la reconversión de la Iglesia en asamblea democrática de fieles. Maquiavelo es importante en la tradición republicana moderna, porque está en esa encrucijada histórica, y la refleja y teoriza.

3. Republicanismo post-absolutista

El republicanismo postabsolutista partió de la consolidación del absolutismo como un dato firme de la realidad histórico-política. No discutió ya más el carácter tendencialmente monopólico del poder público moderno. Combatió sobre todo la forma en que ese poder era ejercido por parte de príncipes y monarcas absolutistas. Los programas del republicanismo moderno, pre- y postabsolutista (de Marsiglio de Padua y Maquiavelo a Locke, Rousseau, Tom Payne, Kant y Robespierre), se presentaron sin apenas excepciones como una especie de palingénesis de la libertad republicana de los antiguos (particularmente de Roma y Esparta, y también, algunos –la extrema izquierda—, de Atenas). Pero en la influyente versión del postabsolutista Locke el punto básico era la insistencia en que el monarca no podía ser sino un agente fiduciario –un trustee— de la ciudadanía, y como tal, tenía que poder ser depuesto a voluntad de la ciudadanía, si traicionaba su confianza. En la ulterior y más radicalizada versión de Rousseau, el pueblo mismo (el conjunto de ciudadanos) es el soberano, y todos sus representantes no son sino agentes fiduciarios del mismo, deponibles o revocables sin más que la voluntad del pueblo soberano. En el republicanismo incipientemente contemporáneo (y en las dos cristalizaciones institucionales del mismo históricamente más cumplidas: las Revoluciones norteamericana y francesa), se acepta, pues, el carácter monopólico del poder público, y se rechaza a la vez de un modo radical la incareabilidad popular de ese poder, tan característica de las monarquías y principados absolutistas modernos. Se invierte el ideologema absolutista hobbesiano: veritas, non auctoritas, facit legem. El poder no puede ejercerse arbitrariamente, y la única manera de despojar de arbitrariedad a un poder tan enorme, tan concentrado, como el del Estado moderno, es concibiendo institucionalmente a sus detentadores y servidores (magister y minister, magistrado y ministro) como meros agentes fiduciarios, deponibles a voluntad, del conjunto de los ciudadanos libres e iguales, es decir, de la sociedad civil toda.

4. Democracia y sociedad civil

Pero sociedad civil no es, sin más, “sociedad” o “conjunto de la población”. Sociedad civil es sólo el conjunto asociado de los ciudadanos. Y la ciudadanía puede ser un bien escaso, y aun muy escaso. En la tradición republicana (tanto antigua como moderna) sólo son ciudadanos, es decir, individuos libres, dotados de igual capacidad para realizar actos y negocios jurídicos (sui iuris, individuos de derecho propio), quienes no dependen de otro para vivir. Eso excluía, por supuesto, a los esclavos y a los sujetos a distintos grados de servidumbre, pero también a los asalariados –“esclavos a tiempo parcial” (Aristóteles)—, a los niños, a las mujeres, y las más veces, también a los extranjeros. Es decir: eso excluía de la sociedad civil (encargada de controlar fiduciariamente el ejercicio del poder político) al grueso de la población. La democracia moderna –como la antigua de Ephialtes y Pericles— arrancó como un intento de ensanchar la sociedad civil, de incorporar a más y más gentes al ámbito de los libres e iguales. Ese intento tuvo distintos grados de radicalidad: Jefferson se acordó de las poblaciones pobres ya libres, pero ignoró a los esclavos (él mismo tenía esclavos).

5. Democracia fraternal

Robespierre y el ala plebeya de los jacobinos franceses llegaron más lejos que nadie: hasta a los esclavos de las colonias francesas; hasta a los asalariados, “esclavos a tiempo parcial”, sometidos a un “patrón”; y al final de sus días, hasta a las mujeres, inveteradamente sujetas a la dominación patriarcal-patrimonial. La famosa fraternité jacobina expresaba precisamente eso: la necesidad de emancipar de la dominación patriarcal-patrimonial al conjunto de las “clases domésticas”, de incorporar a la sociedad civil, hermanándolas en ella, al grueso de las clases sociales subalternas, sometidas a una inveterada loi de famille subcivil (Montesquieu) que, por lo mismo que las mantenía fuera de la vida civil, las excluía también de cualquier posibilidad remota de control de la vida política supracivil.

En un panfleto contrarrevolucionario anónimo publicado en Alemania en 1799 se recoge perfectamente el significado común y corriente en la Europa de la época de la democracia fraternal:

La vida civil no puede existir sin trabajos manuales bajos, a encargarse de los cuales sólo puede llevar la pobreza y la incapacidad para las cosas superiores. Si las numerosísimas ocupaciones, tan sucias a menudo, no encontraran manos activas, las clases superiores se irían a pique. Hacer a los hombres iguales por arriba, es imposible. Introducir la igualdad entre los hombres, sólo puede hacerse denigrando a los hombres superiores. (...) En el fondo, la fantaseada fraternidad es una bufonada huera, y para el estamento inferior, en modo alguno un medio de promover su bienestar (Wohlfahrt) personal. Quien no alivia mis necesidades, quien no calma mi hambre, ése sólo se burla de mí, y no me hace más feliz. Quien a mi necesidad instila, encima, orgullo, añade a mi pobreza necedad, y acrece mi sufrimiento. ¿O acaso no subsiste la diferencia entre Amo y Siervo cuando un hombre togado ordena guillotinar a otros, mientras los demás deben conformarse con matar pollos? Padre e hijo no pueden ser hermanos. Con esta cofraternidad civil (bürgerliche Mitbrüderschaft) nadie es verdaderamente socorrido, nada mejora, pero el orden y la subordinación se ven dañados.”

Así pues, en resolución, la democracia republicana moderna fue, con distintos grados de radicalidad, un intento de universalizar la libertad republicana, de ensanchar el círculo de los libres e iguales, de principiar la civilización de la sociedad aboliendo la loi politique supracivil del Estado burocrático moderno heredado de las monarquías absolutas europeas; y en su versión más radical –la de la fraternidad jacobina—, de abolir también toda loi de famille, de disolver, sometiéndolas a la loi civil, todas las zonas sociales de vigencia de cualquier despotismo “privado” patriarcal-patrimonial.

El anónimo panfleto citado muestra que a esa universalización pancivilizatoria de la libertad republicana reclamada por el “cuarto estado” europeo “infectado” de robiesperrismo, los autores reaccionarios sólo podían ya oponer con cierta eficacia un bienestarismo paternalista: siempre habrá Amos y Siervos, padre e hijo nunca podrán ser hermanos, y el “hijo” (el trabajador dependiente) cubrirá mejor sus necesidades, pondrá mejor remedio a su privación material, si se acoge resignadamente a la autoridad y a la discreción del “padre-patrón”.

El sueño democrático-republicano por excelencia de finales del XVIII y comienzos del XIX fue, en los dos lados del atlántico, una sociedad basada en la pequeña propiedad agraria más o menos universalmente distribuida (Jefferson, Robespierre). O, en su defecto, una especie de derecho de existencia social públicamente garantizado (Robespierre) o aun de ingreso material incondicionalmente asignado a todos los ciudadanos por el solo hecho de serlo (Tom Payne), lo que ahora llamamos renta básica garantizada.[1] La libertad política o republicana era eso, y nada menos que eso: no tener que pedir cotidianamente permiso a nadie para poder subsistir.[2] La democracia republicana tradicional era, desde tiempos inveterados, la promesa de que tampoco los pobres libres tendrían que pedir permiso a nadie para existir socialmente. Y la democracia fraternal republicana de impronta europea era la promesa, aún más radical, de que también los pobres no-libres –esclavos propiamente dichos, y esclavos “a tiempo parcial” (asalariados)—, sujetos a una ancestral loi de famille subcivil, se emanciparían, accediendo de pleno derecho a la vida civil de los plenamente libres e iguales (recíprocamente libres).

6. Socialismo

El socialismo del movimiento obrero europeo decimonónico se entendió a sí mismo, desde la constitución de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), o I Internacional, en 1864 como continuación por otros medios, y en condiciones económicas y sociales muy cambiadas, de la tradición revolucionaria de la democracia fraternal.

Después del fracaso de la II República francesa de 1848 –la llamada República “fraternal”—, los socialistas políticos consideraron con buenas razones que, en la era de la industrialización, no era ya viable el viejo programa democrático-fraternal revolucionario de una sociedad civil fundada en la universalización de la libertad republicana por la vía de universalizar la propiedad privada; para ellos no se trataba tanto de una inundación democrática de la sociedad civil republicana clásica, cuanto de la creación de una vida civil no fundada ya en la apropiación privada de las bases de existencia, sino, como dijo Marx, basada en un “sistema republicano de asociación de productores libres e iguales”. Es decir, en un sistema de apropiación en común, libre e igualitaria, de las bases materiales de existencia de los individuos. Marx y Engels –y aun Bakunin, que compartió, entusiasta, con ellos el programa inicial de la AIT— nunca perdieron de vista la conexión de ese ideal socialista con el viejo ideal republicano-democrático fraternal.

En el programa fundacional del Partido Socialista Obrero francés, redactado por el propio Marx en 1881, se declara: “que los productores sólo pueden ser libres, si se hallan en posesión de los medios de producción. Que sólo hay dos formas en que pueden pertenecerles esos medios: la forma individual, que nunca fue una forma universal, y que, por causa del desarrollo industrial, tiende más y mas a ser eliminada; y la forma colectiva, cuyos elementos materiales e intelectuales son creados por el mismo desarrollo de la sociedad capitalista.”

La base social de la democracia revolucionaria fraternal como movimiento político fue el ”cuarto estado”, un démos relativamente heterogéneo, compuesto por todos quienes vivían por sus manos en los albores de la revolución industrial: artesanos, pequeños comerciantes, aparceros, campesinos acasillados, jornaleros, aprendices, oficiales, población urbana asalariada. Segmentados verticalmente por su ubicación subcivil doméstica en la vida social del Antiguo Régimen, aspiraban a emanciparse del yugo patriarcal tradoseñorial hermanándose horizontalmente como libres, como adultos, en una sociedad civil de libres e iguales fundada en la universalización de la pequeña propiedad privada sostenida en el trabajo personal. Esos estratos se venían sintiendo amenazados por la voraz dinámica desposesora y expropiatoria del capitalismo incipiente, y oponían a la “economía política tiránica” de éste su propia y ancestral “economía política popular” (Robespierre).

Pero la base social del socialismo como movimiento político, a partir de la segunda mitad del XIX, fue ya la clase obrera masivamente concentrada en los distritos industriales. En el textito programático de Marx recién citado, que es una declaración explícita de que el socialismo moderno se funda en los tradicionales valores de libertad universal de la democracia fraternal republicana, se ve también que para los socialistas de esa época fueron centrales dos previsiones de tendencia.

Primera previsión. La revolución industrial y el vigoroso desarrollo de la cultura económica capitalista que la siguió trajo consigo la progresiva disolución del antiguo démos preindustrial, y a cambio, el crecimiento exponencial de uno de sus componentes: los trabajadores urbanos asalariados (los “esclavos a tiempo parcial”). La dinámica capitalista no sólo era acumulativa; era también expropiatoria: tendía a desposeer a millones y millones de personas de sus bases tradicionales de existencia social. Esa tendencia observada iba a continuar en el futuro: el viejo “cuarto estado” iba camino de una colmada, y sociológicamente homogeneizante, proletarización industrial.

Segunda previsión. Así como el surgimiento del Estado moderno había sido la culminación de un proceso secular de expropiación y monopolización pública de los medios privados de ejercer la violencia (física y espiritual); así también el desarrollo de la cultura económica capitalista era un proceso acelerado de expropiación de los medios privados individuales de producir, y por consecuencia, de creciente concentración y centralización de la propiedad de esos medios. Convicción rectora de los socialistas de finales del XIX era que esa tendencia centralizadora y concentradora de la propiedad de los medios de producir haría técnicamente inmanejable la vida económica productiva moderna, a no ser que cambiaran radicalmente las viejas formas de producir fundadas en la apropiación privada burguesa descentralizada tradicional de los recursos productivos y de las decisiones de inversión. La concentración y la centralización capitalistas tenían que verse también, pues, como tendencias históricas favorecedoras de un nuevo modo social –socialista— de producir, fundado en la “asociación republicana de productores libres e iguales” que se apropian en común de los medios de existencia social, resolviendo de un modo democrático y eficaz los innumerables problemas de agencia que plantea una producción crecientemente social.[3]

7. Tres posibilidades socialistas

Con el desarrollo de las monarquías absolutas se fueron centralizando y concentrando los medios de coerción física y espiritual, expropiando de los mismos a las potencias feudales privadas y socavando así la capacidad de éstas para desafiar a su arbitrio la esfera pública de los intereses civiles comunes. A diferencia del republicanismo preabsolutista, el republicanismo postabsolutista no puso ya en cuestión ese proceso histórico de concentración monopólica, sino que su empeño consistió entonces en socializar, en civilizar hasta disolverlo en la loi civil el burocrático aparato administrador de ese monopolio.

Con el desarrollo del capitalismo parecía estar dándose un proceso, más o menos paralelo, de expropiación de los medios privados de producir. Aceptada la analogía, el movimiento obrero socialista tenía tres posibles caminos de acción:

a) Buscar un paralelo fácil con el republicanismo moderno postabsolutista: esperar más o menos pacientemente a que la situación estuviera industrialmente madura para un socialismo capaz de “expropiar a los capitalistas expropiadores”; tomar posiciones y preparar y organizar a los trabajadores para ese momento; y apoyar entretanto a toda costa los procesos de concentración y centralización de la economía tiránica del capitalismo, despreocupándose con mejor o peor conciencia de los daños que ese proceso causaba en las bases de existencia social de centenares de millones de personas condenadas a la “proletarización” en Europa y, más cruelmente aún, en los pueblos sometidos colonialmente. La vía “progresista” que acabó transitando la socialdemocracia ortodoxamente marxista de la II Internacional obrera.

b) Buscar un paralelo con el republicanismo preabsolutista, resistirse a los procesos de concentración y centralización. Lo que quiere decir: centrar el grueso de la política anticapitalista del movimiento socialista en la lucha contra los procesos de expropiación y desposesión. La vía de muchos anticapitalistas “románticos” y de algunas variantes del socialismo, sobre todo libertario.

c) Combinar los dos esquemas republicanos de acción política. Y en ese sentido podía entenderse el programa de acción de la I Internacional obrera diseñado por Marx y Engels y aplaudido por Bakunin: no esperar a una hipotética “proletarización” de las viejas capas populares del “cuarto estado” europeo, sino convertir a la nueva clase obrera asalariada generada por la industrialización capitalista en el núcleo motor y organizador del conjunto del démos dañado y socavado por los procesos de expropiación y desposesión grancapitalistas en las metrópolis y en las colonias. No sólo en los valores de base; también, en buena medida, en la táctica política era ese socialismo de la I Internacional heredero directo de la democracia fraternal republicana.

8. El futuro del socialismo

Ciento cuarenta años después de la I Internacional muchas cosas han cambiado, ocioso es decirlo. Pero si algún socialismo anticapitalista ha de tener futuro, será el que sea capaz de poner a la altura de los tiempos el programa pancivilizatorio de la democracia revolucionaria fraterna, el que consiga sostener con mayor resolución y realismo los cuatro frentes de la vieja lucha: contra el despotismo de un Estado incontrolable fiduciariamente por la ciudadanía (contra la loi politique heredada de las monarquías absolutas); contra el despotismo de unos patronos incontrolables fiduciariamente por los trabajadores, por los consumidores y por el conjunto de la ciudadanía (la empresa capitalista moderna hereda en condiciones modernísimas el viejo despotismo de una ancestral loi de famille); contra el despotismo doméstico dentro de lo que ahora entendemos propiamente por familia (la potestad arbitraria del varón sobre la mujer y aun los niños); y, por último, contra la descivilización de la propia sociedad civil que se produce por consecuencia de la aparición, en el contexto de mercados ferozmente oligopolizados, de una economía tiránica alimentada por grandes poderes privados substraídos al orden civil común de los libres e iguales, enfeudados en nuevos privilegios plutocráticos, y por lo mismo, más y más capaces de desafiar a las repúblicas, de socavar la tolerancia moderna y de disputar con éxito a los poderes públicos su derecho inalienable a determinar el interés público.

NOTAS

[1] Ya desde el mismo título, en su útil introducción a la propuesta de una renta básica garanizada para toda la ciudadanía, se acuerda Daniel Raventós de estos ilustres ancestros: El derecho de existencia, Ariel, Barcelona, 1999.

[2] “La libertad consiste menos en hacer según dicte la propia voluntad, que en no estar sometido a la de otro; y también consiste en no someter la voluntad de otro a la nuestra”, dice Rousseau las Lettres de la Montagne. Y no era una innovación: en realidad, es la única idea seria de libertad que conoció la cultura europea desde el mediterráneo antiguo. También está en el Quijote: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos (...) ¡venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!”.

[3] Para el socialismo como problema de agencia, cfr. A. Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, Barcelona, Crítica, 2004, capítulo V.

Fuente:
<I>El Viejo Topo</i>, 207, mayo 2005

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