Elegir y castigar

Roberto Gargarella

28/05/2006

  

Penar implica, por sobre todas las cosas, elegir. Elegir razones para el castigo, elegir qué conductas castigar, elegir a quiénes castigar, elegir de qué modo castigar. Es decir, no castigamos porque existen razones objetivas –un deber ser reconocido por todos- que nos conmina a hacerlo, sino que lo hacemos luego de haber tomado muchas decisiones previas, cada una de las cuales puede ser más o menos racional, más o menos razonable. Me gustaría, por tanto, hacer un repaso de estas decisiones –estas “paradas intermedias” previas al castigo-, y echar una primera mirada sobre algunos de los temas que tales decisiones nos plantean.

Ante todo, nos encontramos con una elección referida a las razones generales por las cuales castigar. Habitual, aunque no exclusivamente, la política punitiva estatal se vincula con una de entre dos razones posibles: se castiga con el objeto de desalentar a otros a cometer un delito semejante, o se castiga como forma de reprochar al criminal por el acto que ha cometido, infringiéndole a él o ella un daño proporcional al causado. Cualquiera de estas dos justificaciones generales de la política punitiva plantean problemas teóricos de difícil solución (el potencial castigo de inocentes que parece amparar el primer criterio; los rasgos de “venganza respaldada por el Estado,” que parecen propios del segundo criterio). En la Argentina, la tensión entre dichas formas de pensar el castigo existe desde siempre, y un ejemplo especialmente claro de la misma aparece en la condena a los militares que participaron de la represión ilegal. Inclinándose por un enfoque retributivo, diversidad de grupos –entre ellos, típicamente, los familiares de los desaparecidos- exigieron el castigo a “todos los culpables”: todos los militares merecían un reproche severo, porque todos habían estado implicado en la “guerra sucia.” Mientras tanto, muchos miembros del gobierno de turno propiciaron, frente a dicho enfoque, otro de tipo consecuencialista según el cual no era necesario castigar a “todos” los que habían actuado en la represión ilegal si bastaba, a los fines de impedir la repetición de atrocidades semejantes, con la condena a los principales responsables de las violaciones de derechos cometidas durante el Proceso. Tenemos aquí, entonces, una primera divisoria de aguas –una primera decisión que tomar- que nunca es sencilla, referida a las razones últimas por las cuales vamos a castigar (lo cual no niega que en muchas ocasiones –y nuestro país no es ajeno a estos eventos- aún estas complicadas razones resulten desplazadas en la práctica, y la política criminal pase a ser guiada por formas bastardas de aquellas, que ocultan una simple hostilidad racial o de clase).  

Una segunda elección que debe realizarse tiene que ver con los delitos que van a ser castigados. Es claro que los crímenes no vienen “pre-fijados” por la naturaleza: somos nosotros o nuestros representantes o sus agentes los encargados de definir cuáles conductas vamos a considerar como disvaliosas, y por lo tanto merecedoras de reproche. Si elegimos considerar más y más conductas como delitos, entonces, resulta obvio, tendremos más y más personas bajo el control de nuestro sistema penal (lo que significa, habitualmente, más y más personas presas). Por ejemplo, en los Estados Unidos hay más de 700 personas presas por cada 100.000 habitantes, y en la ex-Unión Soviética más de 600 (datos del año 2003). Mientras tanto, en Canadá y en casi todos los países de Europa Occidental, la cifra no sobrepasa, o sobrepasa apenas, la de 100 personas. ¿Qué es lo que implican estas diferencias extraordinarias? ¿Significan, acaso, que en los Estados Unidos se cometen 7 veces más delitos que en Europa? Sin dudarlo que no. ¿Significan, más bien, que el sistema policial en los Estados Unidos es 7 veces más eficiente que, digamos, el de Canadá? Nada parece indicarlo. Más bien, dicha diferencia descomunal parece tener que ver, al menos en un grado significativo, con la decisión de penar (y penar con la cárcel) a una mayor diversidad de conductas. Es decir, en buena medida, tenemos el número de presos –alto o bajo- que decidimos tener. 

Una tercera elección tiene que ver con los sujetos a ser castigados. Ocurre que toda sociedad suele carecer de la capacidad material requerida para perseguir y sancionar todas las conductas que ha seleccionado como objeto de castigo (tarea obviamente más dificultosa cuando, como vemos en la Argentina, la cantidad de delitos que se pretende sancionar es cada vez más amplia). Como resultado de tales dificultades materiales sucede que, en los hechos, lo queramos admitir o no, y de modo más o menos transparente, se toman decisiones sobre cómo utilizar los limitados medios coercitivos a disposición del Estado. Esta nueva selección implica, obviamente, que la fuerza estatal se concentre en la persecución de ciertos delitos y ciertos grupos, dejando impunes a otros crímenes y a otros criminales. Típicamente, cuando el aparato político y policial se encuentra marcado por sesgos de clase y raza, los delitos de “menor cuantía” (por ejemplo, la tenencia de estupefacientes) tienden a resultar sobre-castigados en comparación con otros delitos, de “guante blanco” (estafas, evasiones, quiebras fraudulentas, corrupción administrativa) más vinculados con el poder. Si las cárceles empiezan a llenarse de personas de un mismo origen social y racial, uno tiene razones para sospechar que ello tiene mucho menos que ver con la naturaleza de ciertas personas o grupos sociales (“los drogadictos,” “los pobres”) que con decisiones, explícita o implícitamente tomadas por los administradores del derecho penal. 

Una cuarta elección se relaciona con la pregunta sobre cómo llevar adelante el reproche estatal. Y es que tampoco hay nada obvio en la respuesta punitiva más común propia de países como el nuestro, es decir, la pena privativa de libertad. Por alguna razón, una mayoría de personas sigue identificando el reproche estatal con la prisión. Se desconoce así la cantidad de penas alternativas que se encuentran a disposición del poder (la reparación, la compensación, la conciliación, el trabajo comunitario), y que permitirían poner límite a la desmesura propia de sistemas penales como el argentino. Como forma de reproche público, esta generalización que se ha dado de las penas privativas de la libertad tiene que ver con la opción por una respuesta extrema en su concepción; irracional en cuanto a las consecuencias que genera; y difícilmente justificable desde el punto de vista de cualquier teoría medianamente sensata sobre la pena. Cuando frente a un ladrón de gallinas, a un consumidor de marihuana y a un asesino serial se reacciona, en principio, con la misma respuesta -la privación de la libertad- uno advierte el componente draconiano e irracional del accionar del Estado. Esa falta de imaginación en la respuesta, ese descuido frente a las consecuencias trágicas que implica todo encierro (muy en especial cuando se trata de encierros como los que aquí se aplican), nos hablan de la pobreza de las elecciones dominantes en cuanto a las formas del reproche penal. 

Y aparece aquí una última elección a la que quería referirme, y que es la que más me interesaba resaltar. Cuando sancionamos a alguien, seleccionamos ciertos actos u omisiones llevadas a cabo por esa persona, de entre una infinidad de otros actos realizados u omitidos por ella. Cualquier persona sancionada, como cualquiera de nosotros, ha vivido una vida compleja y rica, caracterizada por cantidad de gestos admirables, y cantidad de otros actos insignificantes e inocuos. Dentro de los sectores sociales más habitualmente seleccionados por el derecho penal, abundan las acciones marcadas por un cotidiano heroísmo (acciones que incluyen la búsqueda incasable de un trabajo, la aceptación de tareas marcadas por el maltrato y la mala paga, el cumplimiento –a pesar de todo- de cada uno de los deberes ordenados por el Estado). Dentro de ese inmenso mar de conductas aparecen, ocasionalmente, uno o algunos pocos actos indebidos, algunos de ellos, quizás, de una crueldad extrema. Nadie diría entonces que estos actos (sobre todo, los inhabituales actos de crueldad extrema) no deben ser reprochados, de algún modo, por el Estado. Pero hay sin dudas algo extraño y por demás perturbador en esta actitud tan propia de nuestros días: no repartimos medallas, ni elogios, ni premios de tipo alguno para los esforzados héroes de todos los días, pero nos abalanzamos con furia e impiadosamente sobre esos mismos sujetos, apenas cometen un error, tal vez el único error serio de sus vidas. Hay algo profundamente inmoral en este modo de actuar, que menosprecia o ignora miles de comportamientos virtuosos, marcados por una callada entrega hacia los demás, mientras exige que no haya compasión alguna frente a aquel que una vez, esta vez quizás, se ha equivocado gravemente.

Roberto Gargarella es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Buenos Aires. Una primera versión de este artículo se publicó recientemente en el suplemento cultural Ñ del diario argentino Clarín.

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Fuente:
www.sinpermiso.info, 28 mayo 2006

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