En el aniversario del 11S de 2001: un balance de 15 años de campaña de violencia estadounidense sin fin en Oriente Próximo

Tom Engelhardt

11/09/2016

En la mañana del 11 de septiembre de 2001, Al Qaeda lanzó su fuerza área de cuatro naves contra los EEUU. A bordo se encontraban sus armas de precisión: 19 secuestradores suicidas. Una de esas naves, gracias a la resistencia de sus pasajeros, se estrelló contra un campo de Pensilvania. Las otras tres alcanzaron sus objetivos –las dos torres del World Trade Center en Nueva York y el Pentágono en Washington— con el tipo de “precisión” que ahora solemos atribuir a los armamentos guiados por láser de la Fuerza Aérea de los Estdos Unidos.

En otras palabras: desde su salva de apertura, este conflicto ha sido una guerra aérea. Con su tasa de un 75% de éxitos, la misión del 11S de Al Quaeda fue un triunfo histórico, alcanzando con precisión tres de los cuatro objetivos presuntamente elegidos. (Aunque nadie sabe a ciencia cierta a qué apuntaba la nave que se estrelló en Pensilvania, no hay duda de que se trataba o del Capitolio o de la Casa Blanca, a fin de completar la destrucción de los iconos del poder financiero, militar y político de Norteamérica.) En el episodio murieron casi 3.000 personas, sin tener la menor idea de que se hallaban en el punto de mira de bombas carniceras manejadas por un oscuro movimiento situado en el otro lado del planeta.

Fue un acto bárbaro, bien que osado, y una atrocidad de primer orden. Casi 15 años después, siguen lanzándose esos actos suicidas, con similar armamento de “precisión” aunque sin el componente de fuerza aérea, por todo el Gran Oriente Próximo, por África y, a veces, en otras partes, cobrándose siempre un terrible peaje: desde un partido de fútbol en Irak a la celebración de una boda en el sureste de Turquía (en donde el “arma” fue tal vez un muchacho).

El efecto de los ataques del 11 de septiembre fue asombroso. Aunque la afirmación no tendría resonancia o significado (salvo en los círculos miltares) si no hubiera empezado la invasión estadounidense del Irak un año y medio después, se puede decir que el 11S vale tal vez como el ejemplo más exitoso imaginable de “shock y pavor”. No tardó en enlatarse el ataque en titulares de pantalla como “el Pearl Harbor del siglo XXI”, o como un “Nuevo Día de la Infamia”. Y las imágenes de esas Torres Gemelas desplomándose en Nueva York sobre lo que casi al instante se llamó la “Zona Cero” (como si la ciudad hubiera experimentado un ataque nuclear) fueron exhibidas una y otra vez ante un mundo estupefacto. Fue una experiencia que nadie que la sobreviviera podría olvidar jamás.

En Washington, el vicepresidente se dirigió hacia un bunker enterrado en las profundidades; el secretario de defensa, dirigiéndose a su equipo en el dañado Pentágono, urgió a “replicar masivamente. Arrasadlo todo. Tenga o no tenga que ver” (la primera señal de la venidera decisión de invadir Irak y liquidar a Saddam Hussein); y el presidente, que se encontraba leyendo el cuento infantil The Pet Hoat para una clase de alumnos de primaria en Sarasota, Florida, cuando se desarrollaron los ataques, se subió al Air Force One y se apresuró a alejarse de Washington.  Pero no tardó en aparecer por la Zona Cero para jurar, megáfono en mano, que “las gentes que tumbaron estos edificios muy pronto oirán de nosotros”.

En pocos días anunciaba la “guerra al terror”. Y el 7 de octubre de 2001, menos de un mes después de los ataques, la administración Bush lanzaba su propia guerra aérea, enviando desde los EEUU sigilosos bombarderos B-2 con armamento de precisión guiado por satélite, así como bombarderos B-1 y B-52 de largo alcance desde la isla británica de Diego García, ubicada en el Océano Índico, complementados con una flotilla aérea de cazas ubicados en dos portaviones  estadounidenses y cerca de 50 misiles de crucero Tomahawk disparables desde barcos. Y eso fue solo la respuesta aéra inicial a Al Quaeda (aun cuando lo más significativo del ataque buscaba, de hecho, liquidar al régimen Talibán que entonces controlaba el grueso de Afganistán). Para fines de diciembre de 2001, 17,500 bombas y otras municiones llovieron sobre Afganistán, el 57% de las cuales eran, según los informes, armas inteligentes con “guía de precisión”. Sin embargo, también se lanzaron bombas perfectamente bobas y munición de racimo rellena de minibombas tipo lata de soda que se desparraman por una vasta área sin estallar todos en el momento del contacto, durmientes a la espera de que algún inadvertido civil los toque.

Si ustedes quieren hacerse realmente a la idea de lo que es shock y pavor, sin embargo, piensen en esto: han pasado casi 15 años y la guerra aérea no ha terminado. En Afganistán, por ejemplo, sólo en los cuatro primeros años de la administración Obama (2009-12), se arrojaron sobre el país más de 18.000 municiones. Y este año, aeronaves B-52, esos viejos caballos de batalla de la guerra del Vietnam, retiradas por una década de Afgnaistán, volvieron a volar multiplicando sus acciones contra militantes insurgentes de los talibanes y del Estado Islámico.

Y esto sólo para empezar a describir la inaturaleza nterminable de la guerra aérea norteamericana que se ha abatido sobre el Gran Oriente Próximo y partes de África en estos últimos años. En respuesta al acotadísimo conjunto de ataques aéreos contra objetivos estadounidenses, Washington lanzó una campaña aérea todavía por terminar que ha traído consigo el uso de centenares de miles de bombas y de misiles, muchos de “precisión” pero otros tan bobos como cupiera imaginar, sobre una variedad creciente de enemigos. Casi 15 años después, las bombas y los misiles norteamericanos siguen cayendo sobre objetivos situados, no en uno, sino en siete países musulmanes (Afganistán, Irak, Libia, Paquistán, Somalia, Siria, y el Yemen).

¿Qué decir de la “precisión” de las campañas aéreas de Al Quaeda y de Washinton? He aquí algunas ideas:

1. Éxito y fracaso.—  Sin un ápice de exageración, se puede decir que, con un coste de entre  $400,000 y $500,000, el asalto de Al Qaeda el 11S creó la multi-billonaria Guerra Global al Terror lanzada por Washington. Con una fuerza aérea microscópica de secuestradores y una única campaña de una sola mañana, ese grupo provocó que una administración que soñaba ya con dominar el globo lanzara una guerra aérea a escala planetaria (con un componente terrestre significativo) que terminaría por convertir el Gran Oriente Próximo –entonces una región relativamente tranquila (aun cuando ampliamente autocrática)— en un avispero de conflictos, con estados o fallidos o quebrados, ciudades literalmente arruinadas y milliones de refugiados, en un lugar en donde los más extremistas grupos terroristas islámicos parecen ahora proliferar como hongos. Todo eso, podría decirse, salió de la brillante mente de Osama bin Laden. Raramente ha ocurrido que una fuerza aérea (o de cualquier otro tipo) tan ínfima haya conseguido apalancarse de manera harto premeditada para conseguir efectos de tan devastadoras consecuencias. Podría tratarse del más exitoso registrado por la historia del uso del bombardeo estratégico, es decir, de fuerza aérea dirigida contra la población civil y la moral de un país enemigo.

Por otro lado, y exagerando tal vez un poquitín, también podría concluirse que rara vez una campaña aérea sin fin a la vista (casi 15 años, y todavía sigue aumentando con costes sin cuento de miles de millones de dólares) se ha revelado tan poco exitosa. Dicho de otra manera: se podría acaso concuir que, durante estos años de lanzamiento de bombas y de misiles, Washington ha engendrado un mundo de grupos de terror islamista.

El 11 de septiembre de 2001, Al Quaeda era la más modesta de las fuerzas, con unos pocos miles de militantes en Afganistán y escasos seguidores dispersos por el planeta. Ahora hay hechuras de Al Qaeda y de grupos aspirantes, a menudo florecientes, desde Paquistán hasta el Yemen, desde Siria hasta el África septentrional, y por supuesto, el ISIS, ese autoproclamado “califato” de Abu Bakr al-Baghdadi, que todavía mantiene una considerable porción de territorio en Irak y en Siria, mientras se propaga su “marca” entre grupos que van de Afganistán a Libia.

Lo menos que puede decirse es que la campaña aéra estadounidense, que desde luego ha matado a un sinúmero de líderes terroristas, “lugartenientes”, “militantes” y demás durante estos años, lejos de revelarse capaz de detener el proceso, lo que verosímilmente ha hecho es fertilizar su terreno. Sin embargo, la respuesta a cada nueva atrocidad terrorista (como en Libia recientemente), es arrojar más bombas. Es un curioso registro en los generalmente deprimentes anales de las fuerzas aéreas, y vale la pena considerarlo con mayor detalle.

2. ¡Bombas van!.— Cuando terminó 2015, la tasa de uso de bombas y misiles estadounidenses sobre Irak y Siria era tan elevada, que los arsenales de ambos tipos de munición se habían vaciado. El Jefe del Estado Mayor Aéreo, general Mark Welsh, dejó esto dicho: “Estamos gastando municiones más rápidamente de lo que podemos reponerlas. Los B-1 han lanzado bombas en números récord… Necesitamos financiación en plaza para asegurarmos de que estamos preparados para el combate a largo plazo. Es una necesidad crítica”. Y esta situación se ha arrastrado hasta 2016, cuando las rondas de bombardeos sobre Siria e Irak no parecen sino arreciar. Aun cuando tanto Boeing, que fabrica la munición para el ataque directo conjunto, como Lockheed Hellfire, que produce el misil Hellfire –crucial para las campañas de Washington de asesinato con drones en todo el Gran Oriente Próximo y en África—, incrementaron signifcativamente la producción de esas armas, sigue habiendo escasez.

Crecen los temores de que llegue un momento en que no habrá munición suficiente para las guerras libradas, en parte a causa de lo onerosa que resulta la producción de varios tipos de armamento de precisión.

Los números ofrecidos a propósito de la campaña aérea estadounidense, que es el alma y el núcleo esencial de la Operation Inherent Resolve, la guerra contra el Estado Islámico en Irak  y Siria comenzada en Agosto de 2014, son estupefacientes. Al terminar 2015, el estudioso Micah Zenko estimó –fundándose en informaciones remitidas por el Comando Xantral de la Fuerza Aérea de los EEUU— que la Fuerza Aérea de los EEUU había lanzado un total de 23.144 bombas y misiles sobre ambos países ese año (y otros 5.500 los aliados de la coalición) en una estrategia que él llama “mátalos-a-todos-con-ataques-aéreos”: una estrategia que, según él, “no está funcionando”. (De hecho, los estudios realizados sobre la llamada “kingpin strategy” de “decapitación” –el intento de destruir grupos terroristas empezando por eliminar sus cabezas—  indican que ha logrado cualquier cosa menos el efecto deseado.)

En 2016, las cifras de armamento empleado mensualmente mantienen como poco el ritmo de 2015 –casi 13.400 para los EEUU y casi 4.000 para el resto de su coalición aérea hasta el mes de julio—. De acuerdo con informaciones del propio Pentágono, hasta agosto los EEUU habrían lanzado 11.339 ataques sobre Irak y Siria desde 2014 con un costo de $8.4 mil millones para el contribuyente estadounidense.

No voy a aburrirles con las más modestas cifras de bombas y misiles lanzados durante tantos años sobre Pakistán, Yemen, Somalia y Libia. Les bastará con saber esto: la guerra aérea de Norteamérica en el Gran Oriente Próximo y en África ha entrado profundamente en el flujo sanguíneo de nuestra capital nacional. Todo candidato importante a la carrera presidencial de este año –¡hasta Bernie Sanders!— se manifestó a favor de la guerra aérea contra el ISIS, y ningún presidente futuro podría dejar en tierra los drones que siguen llevando a cabo campañas de asesinatos supervisadas desde la Casa Blanca a lo largo y ancho de regiones significativas del planeta. Tanto Hillary Clinton como Donald Trump están esencialmente comprometidos con la continuación futura a largo plazo de la guerra aérea de los EEUU.

Piénsese en eso como en una forma de triunfo: no en ultramar, sino en casa. Lanzar bombas por ahí es un modo triunfalista de vida en Washington, y apenas impota qué consiguen o dejan de conseguir esas bombas arojadas sobre países lejanos.

3. Barbarie y civilización (o su precisión y la nuestra.— Al Qaeda fue bastante precisa en su asalto al “hogar patrio” norteamericano. Claramente, su objetivo consistió en destruir estructuras económicas y a quienquiera que en ellas se encontrara. En el curso de lo cual, claramente también, buscó horrorizar y provocar. En ambos propósitos fue más exitosa de lo que quienes los concibieron pudieron llegar jamás a imaginar. Con perfecta exactitud, el mundo consideró eso como barbarie de primer orden.

La táctica de “precisión” de Al Qaeda, y la de sus organizaciones sucesoras, desde Al Qaeda en la Península Arábiga hasta el Estado Islámico, no han cambiado tanto con el curso de los años. Sus armas de precisión se envían a los núcleos de la vida civil, como en el caso de la reciente ceremonia de boda en Tuquía, en donde un suicida, posiblemente un muchacho pertrechado con explosivos, mató a 54, incluidos 22 niños menores de 14 años, para crear miedo e indignación. Lo que la barbarie de esta forma de guerra se propone, como dice el propio ISIS, es destruir la “zona gris” de nuestro mundo y crear un planeta cada vez más dividido entre ellos y nosotros. Al propio tiempo, esos ataques buscan propovocar a los poderes establecidos para que reaccionen con represalias que generarán simpatías al ISIS en su propio mundo, así como las clases de conflicto y de caos en los que ese tipo de oganizaciones suelen ganar impulso a largo plazo. Osama bin Laden intuyó eso muy pronto. Otros han entendido luego su premonitoria intuición.

Tal es, pues, su versión de los bombardeos de precisión, y si eso no es la definción misma de barbarie, ya me dirán ustedes qué es. Pero ¿qué decir de nuestra versión –por usar un término que raramente se nos aplica— de barbarie? Tomemos la campaña aérea oficial de “shock y pavor” con que la admnistración Bush comenzó la invasión de Irak el 19-20 de marzo de 2003. Se trataba de desplegar una abrumadora fuerza aérea, incluidos 50 ataques de “decapitación” para eliminar a los principales dirigentes iraquíes. Lo cierto es que ni uno solo de esos dirigentes fue alcanzado. En cambio, según Human Rights Watch, esos ataques mataron a “docenas de civiles”. En menos de dos semanas, al menos 8.000 bombas y misiles guiados con precisión fueron lanzados sobre Irak. Algunos, obvio es decirlo, marraron en sus objetivos precisos, pero mataron a civiles; algunos dieron en blancos situados en áreas urbanas densamente pobladas o en pueblos, con el mismo resultado. Un puñado de misiles Tomahawk –a 75.000 dólares la pieza—, entre los más de 700 disparados en esas primeras semanas de guerra, ni siquiera impactaron en Irak, y terminaron aterrizando en Irán, Arabia Saudita y Turquía. 

En esas primeras semanas de guerra en las que se tomó Bagdad y la invasión fue declarada un éxito, 863 aviones estadounidenses participaron en la operación, se llevaron a cabo más de 24.000 “salidas” aéreas y, según una estimación, murieron más de 2.700 civiles, es decir, sobre poco más o menos el equivalente en no combatientes iraquíes de las muertes registradas en las Torres Gemelas. En los seis primeros años de lo que terminaría siendo una guerra aérea en curso en Irak, un estudio descubrió que “el 46% de las víctimas de los ataques aéreos estadounidenses cuyo sexo pudo determinarse fueron mujeres y un 39%, niños”.

Análogamente, en diciembre de 2003, un estudio de Human Rights Watch informaba de que aviones norteamericanos y británicos habían arrojado (y la artillería había disparado) “casi 13.000 municiones de racimo que mataron o hirieron a más de 1.000 civiles”. Y es muy probable que más murieran en meses o años posteriores a causa de las minibombas de racimos dispersas que no llegaron a estallar cuando alguien las pisara o algún niño curioso las removiera. De hecho, los EEUU lanzaron también bombas de racimo en Afganistán (sin duda con similares resultados), y últimamente las ha vendido a los sauditas para su dispendiosa campaña de masacres en el Yemen.

Para hacerse una idea de las dimensiones de este asalto aéreo de 2003, piénsese en el Abraham Lincoln, el portaaviones estadounidense situado frente a la costa de San Diego para que el presidente George W. Bush pudiera realizar en él un vistoso aterrizaje aquel 1 de mayo bajo una bandera con la leyenda de Misión cumplida y decarar que “las operaciones mayores de combate en Irak han concluido” y que los EEUU y sus aliados habían “prevalecido”. (Pero no, resultó que no.)  Ello es que este portaaviones acababa de regresar de un despliegue de 10 meses en el Golfo Pérsico, durante el cual sus aviones habían llevado a cabo 16.500 misiones y arrojado aproximadamente 1,6 millones de libras de bombas. Y eso, huelga decirlo, fue sólo una parte del total de la campaña aérea contra las fuerzas de Saddam Hussein.

Que los ataques de shock y pavor y la consiguiente guerra aérea de invasión de la administración Bush no fueron ni precisos ni efectivos ni a corto ni a largo plazo, resulta ahora suficientemente obvio. Después de todo, la fuerza aérea norteamericana sigue bombardeando Irak hasta el día de hoy. La cuestión es: ¿no debería resultar evidente la naturaleza bárbara de una guerra aérea que se desarrolló al menos hasta 2010, que fue reemprendida en 2014, que ha contribuido a convertir en ruinas las ciudades iraquíes sitiadas y que, aun así, no muestra signos de terminar en un plazo previsible?

Es claro que, aun cuando no hay forma de computar adecuadamente todas las bajas civiles producidas por las guerras aéreas norteamericanas del siglo XXI, se han apilado una encima de la otra “Torres” enteras de muertos no combatientes en Irak, Afganistán y otros países. Esta versión casi eterna de la guerra, con toda su destructividad y todos sus “daños colaterales” (que unas cuantas organizaciones han tratado por todos los medios de documentar bajo las circunstancias más difíciles), debería ser la definición misma de un estado de barbarie y de terror en un mundo sin piedad. Que nada de todo eso se haya revelado efectivo en los términos mismos en que lo plantearon quienes organizaron los bombardeos, parece contar más bien poco.

Planteado de manera más gráfica: ¿es que alguien duda de que la masacre en la boda kurda (presuntamente a manos de un suicida cargado con bombas del Estado Islámico) fue un acto bárbaro? Y entonces, ¿qué decir de los ocho casos perfectamente documentados –aunque  totalmente ignorados en este país— en los que la fuerza aérea de los EEUU hizo saltar por los aires similares ceremonias de boda en tres países (Afganistán, Irak y Yemen) entre diciembre de 2001 y diciembre de 2013 matando a casi 300 circunstantes?

Ustedes ya saben la respuesta a estas cuestiones, claro es. Pero en nuestro mundo sólo hay un tipo de barbarie: la suya.

4. Las raíces religiosas de las guerras aéreas del (y contra) el terror.— Huelga decir que, aun cuando la guerra aérea de Al Qaeda en Norteamérica tenía un aspecto político, había en ella también un componente profundamente religioso. De ahí la capacidad para convencer a 19 hombres de que la autoinmolación era una vía justa. Llámese a eso fanatismo o jihad, lo cierto es que en los ataques de Al Qaeda el 11S había un núcleo de profunda religiosidad.

¿Y cómo categorizarían ustedes una actividad que repetidamente conduce a resultados negativos sin que los gobiernos que la emprenden varíen un ápice de la misma y, tras 15 años, siga sin vérsele un final? Se me permitirá añadir que, en seis de los siete países en que los EEUU han arrojado bombas o disparado misiles, sus aviones tenían pleno control del espacio aéreo desde el primer momento, y en el séptimo (Irak), se consiguió en cuestión de horas o, a lo sumo, días. En otras palabras, durante casi cada segundo de esta década y media de guerra, los pilotos norteamericanos prácticamente no han corrido peligro de ser alcanzados por cohetería enemiga (y en el caso de los drones, con pilotos situados a miles de kilómetros de distancia de sus blancos, ningún peligro en absoluto). Se hallaban, así pues, en una posición poco menos que de dioses por encima de aquellos a los que tenían por misión matar, los bug splat, esos “bichos que salpican” (en palabras literales de los pilotos que teledirigen los drones).

¿Cómo no había de cobrar una intensidad casi religiosa ese sentido de endiosada dominación durante esta larga década y media, ya se trate de deidades imperiales? Y eso, la cosa no ofrece duda, vale no sólo para las pilotos que libran la guerra, sino también para los generales que la planifican y la supervisan, así como para los dirigentes políticos que la ordenan o la aceptan. Esa sensación de hallarse en posesión de tamaño poder incontestable tiene que generar por fuerza un sentimiento esencialmente religioso de omnisciencia y omnipotencia muy difícil de resistir incluso cuando los resultados son repetidamente insatisfactorios.

Lo que indudablemente tenemos en la guerra aérea norteamericana, como en la de Al Qaeda, es un sistema hondamente arraigado de creencias que ninguna prueba empírica procedente del mundo real parece capaz de alterar. Se trata, en otras palabras, de una forma norteamericana de jihad: por eso no muestra el menor signo de terminar en algún tiempo venidero próximo.

La Guerra de los Treinta Años de Washington

Un niño nacido el 11 de septiembre de 2001 está ahora a pocos años ya de distancia de poder firmar un contrato como piloto para enrolarse en las guerras aéreas que empezaron inmediatamente después de su nacimiento. Y hay posibilidades razonables de que su hijo, nacido dentro de unos cuantos años, ingrese en la enseñanza secundaria cuando esos conflictos entren oficialmente en la Historia como la Guerra Norteamericana de los Treinta Años.

Yo todavía recuerdo cuando dí por vez primera con ese sobrenombre que cubre un sinfín de olvidadas guerras religiosas europeas del siglo XVII. La sóla idea de una guerra tan larga me resultaba casi inimaginable, por no decir antediluviana, dada la potencia del armamento contemporáneo. Bueno, pues, como dice la frase hecha, vivir para ver.

Tal vez este 11 de septiembre de 2016 ha llegado la hora de que los norteamericanos comencemos a replantearnos nuestra guerra sin fin en el Gran Oriente Próximo, nuestra propia y catastrófica Guerra de los Quince Años. Si no, las primeras explosiones de la versión en Treinta Años de la misma ingresarán inopinadamente en nuestro horizonte en un mundo posiblemente más desestabilizado y aterrorizado de lo que en el presente podemos imaginar.

dirige el Tomdispatch.com del Instituto de la Nación ("un antídoto a los medios de comunicación de la corriente principal"). Es cofundador del Proyecto Imperio americano y, más recientemente, autor de Misión Incumplida: Tomdispatch. Entrevistas con Iconoclastas y Disidentes americanos(Nation Books), la primera colección de entrevistas de Tomdispatch.
Fuente:
https://www.thenation.com/article/for-the-15-years-since-911-the-us-has-waged-an-endless-campaign-of-violence-in-the-middle-east/
Traducción:
Miguel de Puñoenrostro

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