Franco y la Almudena

Maria Teresa García Fochs

04/11/2018

Quedé estupefacta, lo confieso, al enterarme de que  el cardenal Osoro había respondido a los periodistas que nada tenía que decir acerca del entierro de Franco en la catedral de la Almudena,  y que esa era una cuestión que únicamente compete a la familia de Franco y al Gobierno de España. ¡Curiosa afirmación, la de su eminencia reverendísima, si tomamos en consideración el concurrido debate y el notable revuelo que han supuesto  la propuesta y  la toma de decisión de exhumar el cadáver del dictador, así como los que sin duda se van a originar cuando por fin se lleve a cabo tan traída y llevada operación! Mucho más si se hace con la pompa y boato que exigen los nietos: audición completa del himno nacional, presentación de armas y descarga de fusilería con un número aún no determinado de salvas; ¡ahí es nada! (Por cierto, no puedo dejar de hacer constar mi preocupación por eso del  “número aún no determinado de salvas”; de no concretarse pronto el susodicho número, corremos el peligro de que nos vayan a dar las uvas del año 3.000 contando cañonazos, y, francamente, me asusta la perspectiva.)


      Si tomamos en consideración la finalidad que se pretendía –es decir, la de evitar cultos inapropiados, que suelen ir acompañados de algaradas intempestivas cuando no peligrosas-, habrá que convenir, sin lugar a dudas, que si Franco acaba siendo enterrado en la catedral de la Almudena, habrá sido peor el remedio que la enfermedad; y a fe que lo habrá sido con mucho. ¿Quién podría dudar que los encuentros de nostálgicos vociferantes se verán mucho más potenciados de cuánto lo han estado en el Valle de los caídos,  si se les sirve en bandeja el centro urbano y nada menos que la catedral capitalina? (Por desafortunada que sea desde un punto de vista artístico –que lo es, para qué nos vamos a engañar-, nadie puede negar que, desde el jerárquico, es el templo católico más importante de Madrid.)


      Así las cosas, resulta, pues, que el máximo mandatario de la institución eclesial en Madrid afirma, de buenas a primeras –porque posteriormente ofrece alguna que otra matización de la que ya hablaremos-,  que no tiene nada que decir acerca de tan conflictiva inhumación en el edificio religioso más importante de la Villa y Corte. Para mí que  su eminencia es el único  que no tiene opinión, porque lo cierto es que cualquier hijo de vecino está dando la suya sin cortarse en las redes, en las tertulias televisivas, en los medios de comunicación, e incluso en la cola del autobús o los corros de vecinos. Para que no falte nada, recientemente han aparecido sendas campañas de recogida de firmas, en Change.org, que podríamos calificar, por lo menos, de curiosas: una, que pide que, “en agradecimiento a Cataluña” –la cosa tiene bemoles- , el cuerpo de Franco les sea entregado a los catalanes para que lo inhumen nada menos que en la Sagrada Familia (les ahorro los comentarios que tal propuesta ha logrado); la otra, que tampoco tiene desperdicio,  pide, nada más y nada menos, que el cadáver de Lluís Companys, el asesinado presidente de la Generalitat de Cataluña fusilado en 1940, sea trasladado al Valle de los Caídos y ocupe el preciso lugar que dejan vacante los restos de su verdugo. Llegados a este punto, cabe preguntarse a quien corresponde la peliaguda decisión: el cardenal dice que a la familia Franco y al gobierno de España; ¡menudo papelón les ha traspasado! La primera declaración cardenalicia bien puede ser calificada de pilatesca (confieso que acabo de inventarme el adjetivo, pero no me negarán que es muy descriptivo); aunque, como comentábamos hace un momento, después ha sido completada. Ahora, efectivamente,  ya no parece tan pilatesca, pues su eminencia se ha mojado, por lo menos un poquito, explicando que él no puede negarle sepultura a un cristiano, dentro de una iglesia, si su familia ha adquirido, previamente, los derechos para hacerlo.


      Difícil de digerir nos lo ha puesto el cardenal, ya que de sus palabras se desprende claramente que no todos los cristianos, sino solamente aquellos cuya familia haya adquirido el derecho a hacerlo, pueden ser inhumados en una iglesia. Ahora bien: ¿Cómo se adquieren estos derechos? ¿Teniendo un marquesado o cualquier otro título de nobleza? ¿Pagando a tocateja cierta cantidad, que imagino nada despreciable, de dinero? (He leído la cifra de 200.000 euros, pero no sé si se refiere a una tumba o a un columbario.) Pregunto confiadamente, porque espero no recibir, como respuesta, que se logra poniéndose al servicio de los poderosos, sublevándose contra un gobierno legítimamente constituido, originando una feroz guerra fratricida -alargada innecesariamente para acabar físicamente con el enemigo-, organizando metódicamente una represalia inmisericorde, empobreciendo a la población (la anulación de la moneda supuso la ruina de la mayoría de familias españolas), inaugurando una larga época de hambre y estraperlo, asesinando a los adversarios sin juicio o con una farsa que lo representa, y acabando con las libertades tan duramente conquistadas por las capas populares.
 

Un poco de historia


Ni Alemania ni Italia tienen el problema que nos ocupa; en ambas el fascismo fue derrotado. Los cadáveres de Hitler y de Eva Braun, que según su voluntad debían ser incinerados, fueron hallados, antes de acabar la correspondiente operación, por el ejército soviético, y después de que la NKVD se hubo asegurado de la autenticidad de los restos –Stalin estaba empeñado en ello-, fueron trasladados a Magdeburg hasta que en abril de 1970, cuando el territorio pasó a manos de la República Democrática Alemana,  los hombres de la KGB, por mandato de Yuri Andrópov, los quemaron y arrojaron sus cenizas al río Biederitz.


      En el caso del cadáver de Mussolini, los avatares fueron aún más numerosos, ya que fue secuestrado por un grupo de correligionarios que, en su afán por evadir controles, lo trajinaron por pueblos y ciudades varios y lo ocultaron en portamaletas de automóviles, armarios,  cajones... hasta que lograron enterrarlo bajo el altar de un remoto monasterio; el chivatazo del cura a su superior, y de éste a la autoridad civil, propiciaron el desenlace: el gobierno italiano entregó los restos a la familia -que los enterró en la capilla familiar de San Cassiano- dejándole claro que de ninguna manera se podría celebrar ceremonia alguna con más concurrencia que la de los parientes cercanos. Corría el año 1957.


      En ningún caso, como vemos, hubo funeral de estado, ni siquiera público; huelga decir que, menos aún, hubo acto alguno que supusiera el mínimo indicio de enaltecimiento. Tal parquedad contrasta escandalosamente con la faraónica construcción que la megalomanía del dictador impuso a un pueblo hambriento, que lamiéndose aún las heridas de la contienda, malvivía entre las privaciones propias de la postguerra: atroz. Puede llegar a contrastar tanto o más con el entierro bis, en la Almudena, si se llega a hacer en la forma que reclama la familia Franco.


     La irregularidad respecto a los otros países europeos que padecieron el fascismo ha sido ya, de todas maneras, notoria; no en vano, en el caso de Franco, estamos hablando de un vencedor. Eso sí; andando el tiempo, sucedió lo inevitable: que un buen día se empezó a vindicar la memoria histórica y, con ella, la monda de las fosas en cunetas, los entierros dignos para los yacentes en ellas, la revisión de causas judiciales… y el desmantelamiento del sepulcro del dictador en el Valle de los Caídos. Todo empezó ya, o por lo menos apuntó, durante la presidencia de Felipe González, se mantuvo a raya durante la de Aznar, y aumentó notablemente durante la de Zapatero. Después del parón que supuso la presidencia de Rajoy, el actual gobierno de España, presidido por Pedro Sánchez, ha decidido, como coloquialmente se dice, agarrar el toro por los cuernos.


    El pleno del Congreso del día 17 de mayo de 2017 había ya aprobado la iniciativa del PSOE por la que se pedía un nuevo impulso a la ley de la memoria histórica que incluyera la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos. El resultado de la votación había sido de  198 votos a favor de hacerlo, 1 en contra y 140 abstenciones, correspondientes –aunque por motivos distintos- a los diputados del PP i de ERC. Se trataba, sin embargo, de una proposición no de ley, por cuya razón el gobierno no estaba obligado a cumplirla.


      El consejo de ministros del 24 de agosto de 2018, ya celebrado en otra legislatura y con otro presidente, aprobó el decreto según el cual el cuerpo de Franco debía ser desenterrado de su tumba actual y trasladado al lugar que eligiera su familia; de no hacerlo ésta, lo haría el gobierno, asegurando el decoro y el respeto debido a un difunto, pero afirmando que no habría ninguna ceremonia pública. “España tiene recursos suficientes para proceder a la ejecución del procedimiento”, reza el decreto. Se supone que los recursos suficientes referidos deben ser jurídicos, aplicables en el caso de que la familia se opusiera -lo que, en principio, ocurrió-; sin embargo, a la vista de la ocupación del recinto que inmediatamente tuvo lugar por parte de los franquistas incondicionales, cabe suponer que también se pueda llegar a necesitar algún que otro recurso disuasorio.


     El 13 de septiembre fue votado el Decreto, con un resultado de 172 síes, 164 abstenciones (de los diputados del Partido Popular y de los de Ciudadanos) y 2 en contra, correspondientes a los diputados Jesús Posada y Juan Ignacio Llorens, que aseguraron haberlos emitido por error. El presidente del gobierno calificó la decisión de “paso histórico”, y aseguró que “hoy nuestra democracia es mejor”. En la calle, rodeando el edificio desde el que se gobierna España, el público, convocado por varias asociaciones en favor de la memoria histórica, aclamaba la decisión.


    El pasado día 29 de setiembre el gobierno notificó mediante el BOE, a María del Mar Martínez-Bordiu –única nieta a quien no había sido posible localizar-, su intención de implementar el decreto aprobado. Se le daba, a la citada señora, un plazo de recurso de 15 días que terminaba el día 22 de octubre de 2018.


    Cumplidos ya todos los trámites legales para proceder y, por lo tanto, habiendo ya hablado una de las partes a las que el Cardenal Osoro ha dado –nunca mejor dicho- vela en este entierro, correspondía hacer lo propio a la otra, es decir, a la familia Franco; y lo ha hecho: ¡vaya si lo ha hecho! Además, cabe decir que ha sido por partida doble -y se podría considerar que contradictoria-, porque a la vez que amenazaba a Pedro Sánchez con demandarle penalmente por prevaricación y profanación de sepultura, preveía la inhumación de los restos de su deudo en la Catedral de la Almudena y conminaba al gobierno exigiéndole la pompa y boato de los que hemos hablado.
 

El papel de la iglesia


Al margen de los papeles más o menos importantes que pueda jugar la Catedral de la Almudena (atracción de turistas, símbolo señero del catolicismo de la capital y, por ende del país, edificio donde se han desarrollado acontecimientos históricos e incluso valor artístico, por muy discutible que sea), es de suponer que el más importante para los fieles es el de parroquia; y, como tal,  su principal razón de ser es la de servir a sus feligreses a formarse en su fe y a perseverar en ella mientras dura su peregrinaje por éste, nuestro variopinto mundo, hasta llegar a alcanzar la gloria prometida, que no es poco. La página web de la Catedral, efectivamente, la identifica, efectivamente, como parroquia.


      En dicha página, por cierto, podemos encontrar la referencia a los enterramientos en forma de oferta comercial, ya que se nos informa de que “el Templo dispone de columbarios para que las personas puedan depositar los restos de sus difuntos”.  Sorprende la expresión “las personas puedan depositar”; no queda claro si es que hay otras entidades vivas con capacidad de tan sublime decisión, además de las personas, o si es que los que “no puedan depositar los restos” no son considerados como personas: lo primero sería un gran descubrimiento y debería ser publicado de inmediato en las principales publicaciones científicas; lo segundo, sería muy grave, ya que presumo que la mayoría de la gente no puede, efectivamente, tomar la decisión de marras, aunque mucho me temo que es por cuestiones pecuniarias y no por no ser personas.  Sea como fuere, no parece que éste vaya a ser el caso del cadáver de Franco; todo indica que a él se le reserva una tumba, no un columbario, como puede desprenderse del hecho de que su hija y su yerno están ya enterrados de esta forma. No hay más remedio que deducir, pese a quien pese, que como parroquia la Almudena sirve más a los poderosos que a sus feligreses y que, por si esto fuera poco, establece, entre ellos, jerarquías basadas en el poder económico. No es de extrañar que gran parte del clero de la capital ande soliviantado: los curas de a pie, los que sin duda aman a sus feligreses y temen defraudarlos y escandalizarlos, tienen toda la razón. Aparte de que, que yo sepa, los cementerios ya tienen, según el derecho canónico y la tradición cristiana,  el estatus de tierra sagrada, aunque la catedral de la Almudena ofrece el plus de poder depositar los restos de los difuntos en un templo en el que “diariamente se reza por ellos”. Que yo sepa también, en la misa se reza por todos los difuntos, no sólo por los ricos. ¡Ay, ay, ay, que vamos a tener que repasar las cosas más elementales! Pero no acaba aquí la cuestión; hemos visto que la Almudena ofrece columbarios, pero descubrimos después que también hay tumbas; otra jerarquía más allá de la primera jerarquía ofrecida, una metajerarquía, podríamos llamarla. Demasiadas jerarquías me están pareciendo para los que se dicen seguidores de quien quiso acabar con todas las diferencias.


      Más aún: por si estas consideraciones fueran poco, resulta que la inhumación de Franco en un templo contraviene todas las leyes civiles y eclesiásticas –o si ustedes lo prefieren, de todas las humanas y divinas-  además de las que ya hemos tomado en consideración.


      En 1789, Carlos III prohibió las sepulturas en iglesias por razones higiénicas, lo que se cumplió a partir de 1804, y aunque es cierto que la Iglesia puede y debe desobedecer las leyes civiles si son injustas, es evidente que ninguna ley que proteja la salubridad pública lo es.


     Ninguna excusa hay, por otra parte, para desobedecer abiertamente las propias normas eclesiásticas, y se da la circunstancia de que el Concilio Ecuménico Vaticano II determinó que solamente el Papa, los cardenales y los obispos podían ser enterrados en un templo, lo que quedó fijado en 1983. Desde entonces, el canon 1242 del Derecho Canónico prescribe, además, que “no deben enterrarse cadáveres en la iglesia a no ser que se trate del Romano Pontífice o de sus propios cardenales u obispos diocesanos, incluso eméritos”, y el 1239, que nadie, ni siquiera el Papa, puede ser enterrado bajo un altar; caso de serlo, no se podría celebrar misa en él. 


      Es a todas luces evidente que el Concilio Vaticano II optó por acabar con los privilegios que antaño había tenido ricos y aristócratas; y, sin embargo, asistimos ahora, atónitos, a la resurrección, e incluso vindicación, de estos privilegios: la regresión es inequívoca, y ante ella, no sólo es lícito, sino completamente explicable, que los fieles consecuentes se opongan a tamaño despropósito, del cual ya hemos visto que infringe todas las leyes civiles y eclesiásticas, además de suponer un descrédito del catolicismo y un seguro desengaño de los creyentes de buena fe.


     Desde luego el Cardenal Osoro tiene razón en una cosa: no le puede negar la sepultura a un cristiano y, pese a quien pese, no se puede dudar de que Franco lo era; estaba bautizado y nunca fue excomulgado (tampoco lo fue Hitler, ya saben).  Ahora bien, el Derecho Canónico prevé la inhumación de los fieles que no son papas, cardenales ni obispos, “en el cementerio cristiano que ellos elijan” y, como es obvio que Franco no puede elegir, convendrá que lo haga el pueblo representado por el Gobierno. La voluntad de la familia no se ajusta a derecho –ni al civil ni al canónico- ni a la conveniencia, ni al sentido común, siendo, además, inaceptable para un número no determinado de cristianos. (No cabe duda que sería interesante saber la proporción real de cristianos progresistas, pero presumo que se trata de una tarea harto difícil.)


     El pasado día 4 de octubre, ocho eurodiputados españoles pidieron entrevista, a las más altas instancias vaticanas, para hablar del asunto: Clara Aguilera del PSOE, Izaskun Bilbao del PNV, Ana Miranda del BNG, Jordi Solé i Josep M. Terricabras de ERC, Ramon Tremosa del PdCat, Miguel Urban de Podemos y Ernest Urtasun de ICV. Ante la ausencia de respuesta –por lo menos oficial o conocida-, el Gobierno Español ha enviado, posteriormente, a la vicepresidenta Carmen Calvo a parlamentar con tan altos dignatarios. Resultado: el Vaticano no se moja y deja las cosas tal como las había planteado Osoro. Sorprende tanta desfachatez, la verdad;  pues lo cierto es que se le puede acusar, como mínimo, de doble moral, ya que están negando sus propias leyes o –mucho peor- reconociendo que no se aplican igual a todo el mundo. Nihil novum sub sole, desde luego; no debiera sorprendernos, en realidad, lo que ya es una costumbre secular, inveterada, de la diplomacia vaticana. Nada que añadir ni comentar pues, aparte de expresar nuestras sentidas condolencias a los cristianos progresistas, víctimas, sin duda, del desaguisado.

Franco qui tollis peccata mundi


Cabe considerar, sin embargo, algunas cuestiones que no conviene dejar en el tintero. A saber: aunque la prensa haya divulgado que la conversación mantenida entre la ministra Carmen Calvo y el Cardenal Pietro Parolín -segundo del Papa- versó sobre todo acerca del entierro de Franco, no podemos perder de vista el hecho de que se habló de otros temas que indudablemente interesan mucho más a la iglesia; así lo reconocía la portavoz del Gobierno Isabel Celaá, que se refirió a “un largo listado de temas sobre la mesa”. Vale la pena echarles una ojeada, por lo menos a unos cuantos: concretamente, a las inmatriculaciones de edificios, a la exigencia de la exención del IBI por parte de la iglesia y a la del Gobierno de España sobre los casos de pederastia. Sorprende la poca información que se ha dado sobre estos temas, que no sólo formaban parte del paquete de cuestiones a tratar sino que, con toda probabilidad, importan –sobre todo a una de las partes- mucho más que un cadáver, por mucho que sea el de una persona que ha jugado un papel importante en la historia. 


      Las inmatriculaciones son posibles al amparo de una ley de 1946, que se reformó, amplió i impulso en 1998, durante la presidencia de José María Aznar, lo que propició que la Iglesia pudiera actuar como un ente público i registrara edificios a su nombre, muchas veces sin acreditación alguna de propiedad. Aunque no se ha publicado el número de edificios afectados, se calcula que pueden ser unos 40.000 y, si para muestra vale un botón, baste con considerar que la inmatriculación de la Mezquita de Córdoba costó 30 euros en 2015, aunque, al respecto, hay que decir que una comisión de expertos ha emitido informe, al Ayuntamiento de la ciudad, demostrando que el monumento jamás ha sido propiedad de la Iglesia Católica i que, por lo tanto, no procede.


    Pasemos a otro de los temas tratados durante la entrevista: la exigencia, por parte de la Iglesia, de la exención del pago del IBI. Fue en diciembre de 2013 cuando el pleno del Tribunal Constitucional avaló la decisión de eximir, del pago del Impuesto de Bienes Inmuebles, a todos los edificios cuya propiedad corresponde a la Iglesia Católica; se remitía, como fundamento, al Concordato de 1979. Ahora bien: la resolución del 39º Congreso del PSOE, partido que hoy gobierna España, incluía la exigencia del pago del IBI i del IAE (Impuesto sobre Actividades Económicas)  para todas las que generen ingresos monetarios.


   Un tema más aún –y peliagudo donde los haya!- ha sido tratado en la interesantísima reunión: el anuncio de la intención del Gobierno de legislar en favor de que los delitos de pederastia no prescriban. La legislación vaticana actual prevé la prescripción a los 25 años después de la mayoría de edad de la víctima; el gobierno, sin embargo, en atención a la enorme dificultad que entraña el hecho de llegar a ser capaz de denunciar el hecho, estima oportuno alargar indefinidamente el derecho a hacerlo y prever, en consecuencia, que el delito no prescriba.
      La vicepresidenta Carmen Calvo ha negado rotundamente que los temas referidos hayan sido utilizados por el Vaticano, como moneda de cambio, para conseguir su veredicto contrario al entierro de Franco en La Almudena. Son ustedes muy libres para creerlo o no. La hipótesis de que el cadáver del dictador pueda servir para “lavar los pecados” no exactamente del mundo, pero sí de España, queda, de todas maneras, abierta; sería la última desgracia que Franco habría acarreado al país. 

A modo de oración fúnebre
      
Visto lo visto, y considerando que Franco tiene derecho a reposar en un cementerio cristiano, probablemente lo mejor sea proceder al enterramiento del dictador en el cementerio de Mingorrubio, donde ya yace la que fuera su esposa,  para que espere allí el juicio final –el de la historia ya lo ha tenido, y ha sido duro- dejando que sus deudos y amigos lo encomienden a la infinita misericordia de Dios, que tanto va a necesitar, lejos del centro urbano y de algaradas ultras y reposando en paz.


    Y, si no es mucho pedir, dejándonos también en paz a nosotros.

Ahora jubilada fue catedrática de Filosofía de enseñanza media y professora de 
la UNED. También fue inspectora de Enseñanza. Es escritora.
Fuente:
iviva.org

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