Gobiernos privados: democratizando el lugar de trabajo

Frank Pasquale

03/04/2019

El trabajo puede ir mal de muchas maneras. Quienes desmantelan barcos en Bangladesh mueren diariamente desarmando navíos abandonados con sopletes de acetileno. Los carniceros de despiece en Iowa sufren repetidas lesiones por estrés durante turnos de doce horas en cadenas de producción llenas de cadáveres de reses. Los camioneros pueden soportar la versión moderna de la servidumbre por contrato, forzados a pagar por los vehículos que usan en su trabajo. Los jefes de ventas presionan a su personal para aceptar salarios más bajos de modo que sus asediadas tiendas físicas puedan aguantar a Amazon —que mantiene su propia competitividad gracias a una cultura corporativa que recuerda a Glengarry Glen Ross—. Los cuadros directivos de los lugares de trabajo tecnológicos tampoco viven en los campos elíseos de la satisfacción laboral: Una avalancha de denuncias por acoso sexual está abrumando a Silicon Valley y el agotamiento es endémico en las startups en apuros.

Puede parecer extraño discutir todos estos problemas juntos —por ejemplo, los desarrolladores de Amazon parecen tener poco en común con los trabajadores cotidianos—. Pero la buena teoría social trata de iluminar conexiones inesperadas. El audaz Private Government de Elizabeth Anderson[1] es una base sólida para la educación cívica del siglo XXI sobre la democracia en el lugar de trabajo. Anderson expone las inevitables dimensiones políticas del trabajo. Y no nos deja duda alguna de que para los empleados el lugar de trabajo es tiránico, gobernado a capricho de jefes explotadores y volubles.

En círculos jurídicos, el término gobierno privado es frecuentemente asociado con Robert Lee Hale. “Hay gobierno”, escribió, “siempre que una persona o grupo puede decirle a otros qué deben hacer y cuándo esos otros tienen que obedecer o sufrir un castigo”. Su libro de 1952 Freedom through Law abogó por “el control público del poder privado de gobierno”. El trabajo de Hale fue una inspiración para muchas iniciativas reguladoras que buscaban embridar las peores prácticas corporativas. Sin embargo, en el lugar de trabajo, las iniciativas del gobierno estadounidense han sido intermitentes y parciales, siempre a merced de cambios de rumbo repentinos de burócratas o tribunales hostiles a los trabajadores

El Estado de derecho ha amansado, con éxito variable, los peores abusos de los gobiernos democráticos. E incluso donde ha fallado de forma manifiesta, el Estado de derecho como ideal nos ha dado un lenguaje para disputar la autoridad estatal excesiva y arbitraria. El proyecto de Anderson es abrir el camino para algo como el Estado de derecho en el lugar de trabajo, empezando con un desafío a las teorías económicas dominantes de la empresa.

La teoría estándar de la empresa es una variación de la dicotomía salida y voz de Albert O. Hirschman. En los Estados Unidos puede que las empresas no den a los trabajadores mucha voz sobre cómo son gobernados. Pero la opción salida siempre está disponible. De este modo, como muchos economistas han discutido, no es posible que el trabajo sea coercitivo. Para Anderson, en cambio, decir “que cuando los individuos son libres de abandonar una relación, no existe autoridad en ella (...) es como decir que Mussolini no fue un dictador porque los italianos podían emigrar”.

Por supuesto, emigrar de un estado-nación es muy difícil y suele ser imposible para aquellos que más quieren hacerlo. Cambiar de empleo es mucho más fácil. Pero la atrevida perspectiva de Anderson estimula útilmente el debate sobre el poder en el lugar de trabajo, gracias a la autocomplacencia del otro bando. Un alto porcentaje de estadounidenses vive al día, y abandonar un empleo incluso en las mejores circunstancias puede significar no pagar una mensualidad del alquiler, retrasarse en los pagos de las tarjetas de crédito o peor. Y gracias a otro mecanismo disciplinario —las calificaciones de crédito a los particulares— incluso pequeños retrasos al pagar las facturas pueden perseguir a los “holgazanes” durante años.

A medida que mejora la tecnología de vigilancia, observa Anderson, las exigencias de los empleadores se vuelven más extremas. En los invasivos “programas de salud”, los empleadores pueden contratar agentes para vigilar de cerca las tallas y hábitos deportivos de los trabajadores, todo en nombre de la reducción de costes en los seguros de salud. Una emergente “industria de la felicidad” monitoriza los estados de ánimo, los sentimientos y el tono de voz de los empleados, tanto para promover la productividad como para asegurar la máxima conexión emocional con los clientes. Pero incluso mayores humillaciones han sido documentadas en los lugares de trabajo estadounidenses. Por ejemplo, hasta los más íntimos detalles de las vidas de los trabajadores son escrutados —sus pausas para ir al baño pueden ser limitadas y pueden ser obligados a dar muestras de orina para pruebas de consumo de drogas—. Un tribunal tras otro ha caracterizado el “consentimiento” del contrato de trabajo como disolvente universal para toda clase de normas de trato digno.

Anderson expone con éxito una mistificación en el centro del poder corporativo. La empresa ha sido denominada como mero “nexo de contratos” y la relación laboral uno de los muchos tratos que aborda. Y puede que en un mundo jeffersoniano dominado por pequeñas empresas pudiéramos imaginar acuerdos sobre salarios y condiciones laborales entre partes con el mismo poder aproximadamente. Pero en una sociedad en la que casi la mitad del trabajo en empresas es en corporaciones con más 500 empleados, el capital tiene la ventaja. Incluso en lo que respecta a pequeñas empresas, la clase burguesa estadounidense de pequeños propietarios está, de lejos, mucho más a salvo financieramente que el precariado a quienes tienden a contratar.

El futuro tampoco es muy halagüeño. La gig economy [la economía de los pequeños encargos y contrataciones] agrava la sensación de impotencia de los trabajadores, condenándolos a una subasta inversa en la cual están constantemente presionados para reducir sus demandas salariales con el fin de desbancar a sus rivales. Es difícil imaginar una acción colectiva exitosa entre trabajadores independientes que pidan mejores condiciones cuando hay agencias federales que están ojo avizor, preparadas para abalanzarse sobre dichos esfuerzos como potenciales violaciones de la legislación antitrust.

El modelo jurídico-económico tradicional del empleo es un contrato legitimado por el consentimiento. ¿Pero por qué es el contrato algo bueno? Dos justificaciones son comunes. La primera es esencialmente narrativa y procedimental: El contrato representa no tanto una imposición desde arriba como la negociación fidedigna de las partes intentando llegar a un acuerdo mutuamente beneficioso. Esa versión de los hechos se sostendría, digamos, en el caso de una ferretería local acordando con una constructora la entrega diaria de madera a una obra. Las partes (o sus abogados) podrían regatear y pedir modificaciones si las condiciones o sus preferencias cambian. Compárese esta relación con el fajo de documentos de “renuncie usted a sus derechos” al que el empleado medio de una gran empresa se enfrenta en su primer día de trabajo. ¿De verdad te atreves a negociar las condiciones de tu empleo? Y si el jefe se desvía de estas condiciones, ¿cuáles son los costes relativos y beneficios de insistir en tus derechos? Sucintamente, muchos contratos de trabajo son simplemente impuestos, del mismo modo que una ciudad puede imponer ordenanzas a sus residentes —pero sin las formas de control democrático que legitiman el funcionamiento de un gobierno público—.

Otra corriente de pensamiento económico insiste en que aceptamos el gobierno privado incontrolable que la contratación crea intencionadamente porque este régimen genera más bienestar social que otras formas de regular el lugar de trabajo. Mientras que ese utilitarismo puede ser atractivo como un modelo económico básico de la regulación concebida como coste, esta generalización se marchita a la luz de la evidencia empírica. No está en modo alguno claro que el mayor PIB per cápita en los Estados Unidos indique realmente una mejor vida de sus ciudadanos —especialmente de sus trabajadores— en comparación con los regímenes de gobernanza en el lugar de trabajo más matizados que prevalecen en Europa.

Entonces, ¿qué hacemos respecto al desequilibrio de poder entre jefes y trabajadores, capital y trabajo? Anderson no nos da una agenda para la reforma, ese no es el propósito de su libro. En su lugar, nos ayuda a modelizar el problema del lugar de trabajo de un modo nuevo. El consentimiento no legitima muchas de las relaciones laborales. Tampoco podemos asumir cómodamente que la presión y la precariedad sufrida por tantos trabajadores “se diluya” en el paraíso de consumo que muchos apologetas presumen disfrutar en sus horas libres. Anderson, una académica que proviene de la filosofía y los estudios de género, nos lleva más allá de modelos económicos, hacia una comprensión política del lugar de trabajo —demasiado a menudo una muñeca rusa de tiranías anidadas: del capital sobre el consejo de administración, del consejo de administración sobre los gerentes y de la gerencia sobre la mano de obra—. Esta es una contribución valiosa porque, como ha señalado Mike Konczal, en política, un marco adecuado del problema es críticamente importante. Konczal, que escribe sobre reforma económica y financiera, explica lo siguiente en su blog Rotrybomb:

Los analistas políticos tienden a pensar en términos de soluciones. ¿Quién hará qué, cómo?... [Y] ¿qué es lo que se pierde y se gana al final? (...) Pero para la mayor parte del resto de personas la política es sobre la articulación de problemas. ¿Qué ha ido mal y por qué? ¿Qué hay en el núcleo del problema y qué es solo tangencial a él? ¿Podemos solucionarlo, mejorarlo o simplemente vivir con ello?

El reformismo gradual proporciona un conjunto de respuestas superficial (aunque obviamente meritorias) en el contexto del trabajo asalariado. Garantizar a los trabajadores más días de baja, incrementar el pago de las horas extra y obligar a horarios más estables se encuentran en la agenda de muchos liberales. Anderson sugiere un conjunto de demandas mucho más ambicioso para reestructurar el lugar de trabajo. Cree que el trabajo se ha ido al traste por culpa de profundas diferencias de poder entre trabajadores, gerentes y los dueños del capital a quienes los gerentes deben satisfacer. La cuestión central para Anderson no son horas extra pagadas o más días libres, se trata más bien de cómo gobernamos los lugares en los que la mayoría de los norteamericanos pasan un tercio de su vida adulta. Uno no puede terminar Private Government sin la fuerte sensación de que debemos traer más elementos de la democracia al lugar de trabajo contemporáneo —no sea que sus dinámicas patológicas de tiranía y servilismo acaben afectando al ámbito político encargado de atemperarlas—.

Notas:

[1] Elizabeth Anderson, Private Government How Employers Rule Our Lives (and Why We Don't Talk about It), Princeton University Press, Princeton, 2017.

 

Es profesor de derecho en University of Maryland Francis King Carey School of Law.
Fuente:
https://lpeblog.org/2019/04/01/democratizing-the-workplace/
Traducción:
David Guerrero

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