Goldman vale oro

Jeffrey St. Clair

30/05/2016

No hay nada que ponga tan nerviosa a Hillary Clinton como las preguntas aceradas sobre su fortuna personal. ¿Cuánto ha sacado? ¿Cómo? ¿De dónde vino todo? Desde sus aventuras milagrosas en el mercado de futuros en ganado hasta la estafa inmobiliaria de Whitewater, muchos de los escándalos más venales de los Clinton durante décadas han sido caracterizados por los enredos financieros de Hillary y las medidas enrevesadas que ha tomado para alejarlos del escrutinio público.

Hillary está obsesionada con adquirir peculio pero también emana un cierto tufo de culpa porque ha acumulado tanto. Uno podría sentir la tentación de atribuir sus remilgos respecto a la riqueza a su metodismo rígido, pero sus amigos dicen que la codicia de Hillary puede explicarse por un hondo empecinamiento de sentirse segura, lo que tiene un cierto sentido dado las propensiones imprudentes de Bill. Al fin y al cabo, no es hija de la Gran Depresión sino de los años de abundancia después de la segunda guerra mundial. Hillary es hija de una familia acomodada de los suburbios de Chicago y, a diferencia de su marido, no ha vivido nunca el aguijón de la necesidad.

La obstinada negativa de la señora Clinton de revelar los textos de las tres conferencias que dio a los ejecutivos de Goldman Sachs se encaja con esta actitud autodestructiva de avidez y culpa. Afortunadamente para ella, Bernia Sanders resultó ser un candidato demasiado flojo como para aprovechar la ventaja. Cada vez que le pedían a Sanders que demostrara una relación entre los 675.000 dólares que le pagaron a Hillary y los favores políticos otorgados a los buitres financieros de Goldman, se quedó paralizado, extrañamente incapaz de clavar una estaca en el corazón de la campaña de su contrincante.

Una política menos paranoica hubiera hecho públicas las transcripciones de sus conferencias del viernes para hacer dormir los lectores insomnes por puro aburrimiento. El tema real, claro, no ha sido nunca el contenido de sus discursos sino la razón por la que Goldman le pagó 225.000 dólares la hora por ellos. Los ejecutivos no se acurrucaron alrededor de la señora Clinton para escucharle recitar los galimatías oscurantistas ingeniados por su escritor fantasma o sea su asesor económico principal,

Alan Blinder. El señor Blinder, que encarna en sí mismo una mercancía conocida de Wall Street, es el ex vicepresidente del banco de la Reserva Federal y cofundador de la Promontory Interfinancial Network, un negocio de arbitraje regulador los ejecutivos de la cual se meten en el bolsillo unos 30 millones de dólares cada año. Blinder ha garantizado públicamente a sus compinches de Wall Street que bajo ninguna circunstancia Hillary Clinton fragmentaría los grandes bancos. Ni tampoco buscará reanimar la Ley Glass-Steagall, la medida reguladora de los años de la Gran Depresión cuya desmantelamiento por su marido hizo posible la rapiña financiera de empresas como Goldman y Lehman Brothers que aceleró el colapso económico global de 2008.

Los honorarios pródigos que pagó Goldman a Hillary por sus discursos representaron tanto una propina por su lealtad en el pasado como una entrega inicial para servicios futuros. Los vínculos entre Goldman y los Clinton se remontan como mínimo hasta el año 1985 cuando los jefes de Goldman comenzaron a insuflar dinero al nuevamente establecido Democratic Leadership Council (Consejo de Liderazgo Democrático—DLC por sus siglas en inglés), algo así como un proto-SuperPac (Comité de Acción Política) a fin de fomentar el neoliberalismo. Detrás de la cortina de humo de la política de la «tercera vía» el DLC hacía largar plata de las corporaciones y los financieros de Wall Street para sufragar las campañas de los «Nuevos» Demócratas tipo Al Gore o Bill Clinton.

El DLC sirvió como una plataforma de lanzamiento de los Clinton, sacándoles de la oscuridad del páramo cultural de Arkansas para colocarles en el medio de la órbita enrarecida del circuito de cócteles de Georgetown y de los que mueven los hilos monetarios de Wall Street. Ya cuando Bill se había ido por las ramas de su interminable discurso de apertura de la Convención Democrática en Atlanta en 1988, el pacto fáustico de los Clinton con Goldman había sido firmado y sus almas políticas purgadas de todo vestigio del populismo primitivo sureño del que Bill Clinton había hecho servir sin esfuerzo y tan interesadamente en su primer mandato como gobernador.

En el año 1991 los Clinton viajaron a Manhattan, donde tantearon el terreno para la candidatura presidencial de Bill, en aquella época bastante improbable. En una cena-reunión con el copresidente de Goldman, Robert Rubin, Clinton se presentó como un recurso político más maleable que George H.W. Bush, que ya comenzó a cabrear a los tiburones de Wall Street más jóvenes. Rubin salió de la cena tan impresionado que se prestó a servir como uno de los principales consejeros económicos de la campaña. Más importante todavía, se puso pronto a orquestar una enorme afluencia de dinero de Wall Street en el cofre de guerra de la campaña de Clinton, no solamente de Goldman sino también de otros titanes banqueros como Lehman Brothers y Citibank, ansiosos por ver un aflojamiento de las leyes financieras federales. Con Rubin cebando la bomba las arcas de la campaña de Clinton pronto eclipsaron las de sus rivales y le permitió superar los escándalos sexuales que se hicieron detonar en vísperas de las primarias de New Hampshire.

Al ser elegido, Clinton no perdió tiempo en devolver el favor, tachando un antojo tras otro en la lista de deseos de Rubin, a menudo en detrimento de las pocas migajas que había arrojado a la base progresista del partido. En un insólito momento de rabia, Clinton montó en cólera durante una reunión de su National Economic Council (Consejo Económico Nacional – NEC pos sus siglas en inglés) presidido por Rubin en el primer año tenso de su mandato, gritando «¿Quieres decir que toda mi agenda ha sido cedida al jodido mercado de bonos?» Seguramente lo quiso preguntar de manera retórica.

Cuando llegó el momento de emprender la tarea seria de desregular el sector financiero, Rubin dejo detrás las sombras del NEC para transformarse en Secretario del Tesoro, donde supervisó la implementación del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte—NAFTA por sus siglas en inglés), promovió el empobrecimiento de la economía mexicana, impuso terapia de choque a la economía ya en aprietos de Rusia, bloqueó el reglamento sobre derivados crediticios y fulminó la Ley Glass-Steagall. Cuando Rubin dejó el Tesoro para sacar provecho en Citigroup de su buen trabajo, Clinton le nombró “el Secretario del Tesoro más grande desde Alexander Hamilton.” Nueve años después, a raíz de la transferencia ascendiente de riqueza más grande de la historia, la economía global ya estaba en ruinas con las huellas de Clinton, Rubin y Goldman Sachs por todas partes de la carnicería.

A mediados de mayo, Hillary anunció su intención de nombrar a Bill zar económico de su administración, lo que sirvió para calmar cualquiera ansiedad de que pudiera haber sido infectada por el virus de Sanders durante la campaña de primarias. Para Wall Street, los Clinton son tan buenos como Goldman. Y Goldman vale oro. Quid pro quo.

Es el editor de Counterpunch.info. Su libro más reciente es Killing Trayvons: an Anthology of American Violence (con JoAnn Wypijewski y Kevin Alexander Gray).
Fuente:
www.counterpunch.info
Traducción:
Julie Wark

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