Una novela de la crisis financiera

Madeleine Bunting

23/11/2008

 

Una crisis desatada por los ricos en la que los pobres pagarán el precio más alto. Nuestra preocupación por nuestros empleos y pensiones palidece ante el desplome al que se enfrentan Asia y África en este sistema global absurdamente sesgado.

Hace unas cuantas semanas comenzó la especulación acerca de cuáles podrían ser las novelas de la crisis financiera. ¿Dónde estaba el F. Scott Fitzgerald, el John Steinbeck, el Martin Amis de 2008, el novelista que pudiera hablar a esta era económica locamente caótica? En el momento justo, la semana pasada, Aravind Adiga ganó el Premio Booker con The White Tiger. Los críticos se han mostrado desdeñosos, refiriéndose a él con perceptible altivez como antiguo periodista (fue corresponsal económico de la revista Time en Asia). Pero ganó precisamente por haber estado en primera fila en los años de auge de la globalización; ganó porque, pese a las posibles limitaciones de la novela, su libro entierra el mito de una benéfica hegemonía norteamericana que ha "sacado" a millones de la pobreza en Asia.

En lugar de eso, lo que retrata es espantoso: un mundo en el que miles de millones viven en lo que el personaje principal describe como "Obscuridad", la abyecta pobreza arraigada en las franjas de la India rural y las barriadas de infravivienda. Mientras tanto, una élite que se desliza sobre una ola de consumismo y crédito barato  se zafa por completo de la mayoría del país. Es este el país en el que se enriquecen los millonarios informáticos de Bangalore al tiempo que se produce una crisis agraria caracterizada por un extraordinario fenómeno, la protesta silenciosa de los 18.000 campesinos endeudados que se suicidan cada año, 200.000 en los últimos 12 años.

Del mismo modo que Steinbeck removió la conciencia de Norteamérica con sus novelas sobre el "dust bowl" (la polvorienta cuenca de Oklahoma) y la Gran Depresión, y Charles Dickens desafió la complacencia de la Gran Bretaña victoriana, así también Adiga se lee como una crítica devastadora de un sístema económico que sólo puede describirse como grotesco. El economista indio Jayati Ghosh apunta que Mumbai es la segunda ciudad del mundo en la que se venden más Mercedes, pero más de la mitad de la India vive en la pobreza sin tener suficiente para comer.

Lo relevante del premio de Adiga estriba en que la India ha hecho las veces de ejemplo ilustrativo de las últimas décadas de globalización; Bono me dijo una vez que soñaba con que el África subsahariana encontrase una forma de emular el éxito de la India. Pero su modelo de crecimiento importado de los EE.UU. se basaba en el consumismo impulsado por el crédito para una quinta parte de la población mientras se reducía la inversión del Estado en salud, educación, agricultura, infraestructuras, componentes cruciales del desarrollo sostenible. La novela de Adiga es una potente andanada en la crisis de legitimidad que atenaza la dominación occidental de la economía global.

Europa y los Estados Unidos han pasado el fin de semana hablando de la reforma del capitalismo global y de un Bretton Woods II, pero necesitan empezar por disculparse poniéndose de hinojos. En las últimas décadas, han utilizado su poder a través del FMI para redactar las reglas e imponerlas en todo el mundo por medio de una implacable manipulación e
> intimidación. Bélgica, Luxemburgo y Holanda tienen más votos en el FMI en conjunto que China, India y Brasil.

En el mes pasado, los EE.UU. han quedado humillados por el catastrófico fracaso de sus propias reglas, y se han visto forzados a dejarlas hechas trizas. El doble rasero de los interese occidentales ha quedado crudamente al descubierto: su rescate financiero es exactamente lo que se ha negado repetidamente a permitir que hicieran otros países en crisis semejantes.

Quienes tendrán que pagar el precio más gravoso de la temeridad del capitalismo financiero desregulado están entre aquellos que han sido los menos responsables, como señaló airadamente el presidente Lula de Brasil. Las ondas de choque de la crisis bancaria occidental harán naufragar a países más vulnerables. En los países en desarrollo, la gente no dispone de los recursos -servicios sociales, ahorros, seguros- que les permiten salir del apuro. Por el contrario, sufren el hambre, se quedan sin hogar y se mueren. En toda África y Asia, hay países que se preparan para recibir múltiples sacudidas, ya con la amenaza de que disminuya la ayuda y se reduzcan los envíos que mantienen a flote sus economías. En el Reino Unido, el ministro de inmigración Phil Woolas empieza a dar señales de una línea más dura en inmigración. El temor a una recesión global tirando hacia abajo de los precios de las mercancías y reducirá la demanda de productos de lujo como flores, productos vegetales y vacaciones en lugares cálidos. Aumentará la ira de los países en desarrollo. Nuestra preocupación por nuestros empleos y pensiones palidecerá en comparación con el desplome de los miles de millones que no podrán alimentar o educar a sus hijos.

El modelo occidental de financiarización neoliberal lo impulsaba el propio interés, según sostiene Ha-Joon Chang, economista de Cambridge. Occidente no podía competir en costes de fabricación (sus costes laborales son demasiado elevados), de modo que se centró en los mercados financieros y utilizó el modo más sencillo de hacer dinero: ofrecer crédito, no para inversiones productivas (fábricas, empresas) sino para los consumidores, utilizando sus viviendas como aval. Las tarjetas de crédito y los pequeños créditos son particularmente lucrativos. De modo que Occidente presionó para que mediante la Organización Mundial de Comercio y el FMI estos países abrieran su sector financiero. Entraron los bancos occidentales y las empresas publicitarias y el resultado ha sido una explosión del consumo a crédito. Con ello puede enriquecerse alguna gente, pero eso no significa, por definición, desarrollo.

Chang, de origen surcoreano, vio esta intimidación gráficamente ilustrada por la crisis financiera de 1997-98. No sólo impidieron los EE.UU. y el FMI que los países asiáticos pusieran en práctica un rescate financiero por parte del Estado, sino que aprovecharon la desesperada situación para forzar a Corea del Sur y otras naciones de Asia a adoptar una mayor desregulación financiera. La inversión productiva en Corea del Sur se ha reducido a la mitad desde entonces y el crédito se ha disparado. Ahora el país se encuentra en la lista de situaciones críticas de los economistas mientras se desploma su sistema de valores. Irónicamente, sólo aquellos países suficientemente afortunados para haber esquivado la intimidación del FMI se encuentran relativamente seguros en el actual vértigo: los grupos de la izquierda política india cerraron filas para proteger su sector bancario de la peor desregulación.

Para la mayoría de los países en desarrollo, la moraleja de la crisis asiática de 1997-98 fue que el propósito primordial de la gestión financiera estribaba en garantizar suficientes reservas de capital para evitar volver a ser vulnerable a los matones del FMI con sus trajes de raya diplomática. India, Corea, China: todos tienen inmensas reservas exteriores, a menudo en bonos del Tesoro norteamericano. Es la forma más segura de garantía en una economía global en la que los flujos de intercambio internacionales son tan ingentes que pueden destruir una divisa en cuestión de horas. Pero para un país en desarrollo, vincular la mayor parte de su capital al exterior resulta caro hasta la ruina; este capital debería invertirse en el propio desarrollo del país, en carreteras, por ejemplo, y en escuelas que produzcan ingenieros,
> científicos y técnicos informáticos.

Una vez más, ¿quién se beneficia de este absurdo del sistema financiero global? Occidente, y en particular los Estados Unidos, cuyo déficit por cuenta corriente lo financian los sacrificios futuros de millones de asiáticos. La tesis de Chang en su libro Bad Samaritans - Guilty Secrets of Rich Nations and the Threat to Global Prosperity, es que Occidente ha echado a un lado la escalera que le permitió alcanzar la prosperidad. Niega a los países en desarrollo la protección y la inversión en industrias que resultaban esenciales para su propio desarrollo.

Lo más descarnado de este análisis muestra que Occidente tenía sus intereses creados en mantener los niveles salariales bajos en los países en desarrollo mientras hacía dinero ofreciendo crédito barato. Le bastaba con enrolar a una élite colaboradora en cada país que pusiera en práctica dicho acuerdo, lo que no iba, claramente, en interés del grueso de la población. La globalización neoliberal era un sistema que garantizaba que los ricos se hicieran más ricos y los pobres más pobres.

Madeleine Bunting es columnista del diario británico The Guardian.

Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón

Fuente:
The Guardian, 20 Octubre 2008

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