Para que no olvidemos: ¿podría haberse detenido la Primera Guerra Mundial?

George Monbiot

23/11/2008

 

Como la mayor parte de mi generación, crecí con un misterio. Tenía la impresión de que comprendía la Segunda Guerra Mundial. El intento de dominar y destruir, de eliminar a los pueblos de otras razas –aunque elevado a una escala sin precedentes por parte de los nazis- constituye un tema histórico familiar. La necesidad de detener a Hitler se demostraba absoluta, y los atroces sacrificios de la Segunda Guerra Mundial resultaron inevitables.

 Pero la Primera Guerra Mundial, que terminó hace hoy 90 años, parecía incomprensible. Los intereses de clase de los hombres enviados a matarse los unos a los otros eran los mismos. Si bien Alemania era claramente la agresora, el aspecto que presentaban las potencias contendientes –que trataban de ampliar sus colonias y dominar el comercio europeo- no era del todo distinto. Por feo que pareciera el estado alemán, nadie podría caracterizar la guerra en sus inicios -con la Rusia zarista del lado de las potencias de la Entente- como una simple lucha entre democracia y dictadura. Tampoco se asemejaba a la actual guerra en Irak, en la que los legisladores enviaron a morir a los hijos de otra clase. Las posibilidades de resultar muerto eran por lo menos cinco veces mayores en el caso de los hombres que habían sido estudiantes en Oxford y Cambridge en 1914 que en el de los trabajadores manuales(1). La Primera Guerra Mundial fue un acto de canibalismo social, en el que estadistas y generales de ambos bandos asesinaron a sus propios vástagos. ¿Cómo pudo suceder?

 El 1 de julio de 1999, poseído por la urgencia de comprender la guerra antes de que acabara el siglo, realicé una visita a Thiepval, en el Somme. Era la fecha del aniversario del primer gran ataque contra los salientes del frente alemán, que causó abrumadoras pérdidas a las tropas británicas e irlandesas. Hombres que portaban flautas y fajines de color naranja -conmemorando a la División Ulster- se paseaban por el lugar. Bajo los arcos del memorial de Lutyiens un círculo de cristianos evangélicos se abrazaban, daban gritos y ululaban, mientras un chiquillo vestido con uniforme de combate jugaba entre sus piernas con una ametralladora de plástico. Miré con ojos desorbitados los nombres del monumento, 73.000, que conmemoran sólo a los británicos y sudafricanos que cayeron en el Somme y cuyos cuerpos no se recuperaron, pero sin llegar a captar la envergadura de lo que veía.

 Aturdido por estas imágenes contradictorias, incapaz de relacionarlas, deambulé tras las antiguas líneas alemanas hasta un campo de remolachas. Caminando entre las hileras, tratando de aclarar mis ideas, advertí un guijarro de forma esférica y o recogí del suelo. Era extrañamente pesado. Entonces miré alrededor y vi que el campo estaba cubierto de esas bolitas tan raras. Casi todas las piedras eran en realidad metal. En un minuto recogí más metralla de la que podía sostener. Encontré casquillos, balas retorcidas, fragmentos de alambre de espino, esquirlas de corazas, trozos de blindaje. Me detuve abrumado por la conmoción y el descubrimiento. Era un campo de plomo y acero; y todos los pedazos se habían fabricado para matar a alguien.

 Hay muchas palabras para describir los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Pero no había ninguna que yo pudiera encontrar para aprehender el carácter de la Primera Guerra Mundial. De modo que inventé una a partir de la palabra griega efebos, un joven en edad de combatir. Efebicidio es la matanza gratuita en masa de los jóvenes por parte de los viejos. Pero, ¿cómo sucedió y por qué?

 En su fascinante libro The Last Great War, publicado hace dos semanas, Adrian Gregory muestra que la idea de que Gran Bretaña fue llevada a la guerra por una ola de entusiasmo patriótico es falsa (2). Las multitudes que se reunieron ante Buckingham Palace y Downing Street cuando se declaró la guerra parecen haberse mostrado más curiosas que entusiasmadas. Parece que la mayoría de la gente saludó la guerra con resignación o consternación. Y el alistamiento voluntario tampoco proporciona una clara prueba de entusiasmo. Es cierto que algunos querían luchar, y otros veían la guerra como una perspectiva más emocionante que trabajar en un empleo de oficina sin salida (3). Pero Gregory muestra que el voluntarismo no era todo lo que parecía. Las mayores cifras de voluntarios no se registraron al comienzo mismo de la guerra sino tras el desastre de Mons el 24 de agosto, cuando quedó claro que existía una verdadera amenaza a la defensa nacional (4).

 La velocidad con la que comenzó la guerra y Gran Bretaña se sumó a ella hizo imposible que se organizase una resistencia efectiva. Para cuando se convocaron las reuniones antibelicistas, era demasiado tarde. Y para entonces ya existía una auténtica necesidad de detener a Alemania. Era tan racional intentar reducir el expansionismo alemán en agosto de 1914 como en septiembre de 1939.

 Pero las narraciones, como la de Gregory, que sugieren que la Primera Guerra Mundial era inevitable empiezan con retraso la secuencia de acontecimientos (5). Otro aniversario, casi olvidado en este país, se cumple mañana. El 12 de noviembre de 1924 moría Edmund Dene Morel. Morel había trabajado como responsable de carga de compañías marítimas, ubicadas en Liverpool y Amberes, advirtiendo a finales de la década de 1890 que, mientras que los barcos que pertenecían al Rey Leopoldo volvían del Congo a Bélgica repletos de marfil, caucho y otras mercancías, partían sin llevar otra cosa que soldados y munición. Se dio cuenta de que la colonia del Rey Leopoldo debía de ser un estado esclavista, y lanzó una asombrosa campaña coronada finalmente por el éxito para quebrar la dominación real (6). Durante algún tiempo se convirtió en un héroe nacional. Pocos años más tarde se transformó en villano nacional.

 Durante su campaña en el Congo, Morel se había vuelto extremadamente suspicaz de la diplomacia secreta acometida por el Foreign Office británico. En 1911, mostró cómo un entendimiento secreto entre Gran Bretaña y Francia por el control de Marruecos, seguido de una campaña en la prensa británica basada en equívocos informes del Foreign Office había engañado a Alemania y había estado a punto de provocar una guerra europea (7). En febrero de 1912, avisó de que "ningún desastre mayor podría acaecer a ambos pueblos [Gran Bretaña y Alemania], y a todo lo que es más digno de conservarse en la civilización moderna, que una guerra entre ellos." (8) Convencido de que Gran Bretaña había llegado a un segundo acuerdo secreto con Francia que nos arrastraría a cualquier guerra que comprometiera a Rusia, hizo campaña para que dichos tratados se hicieran públicos; en favor del reconocimiento de que Alemania habías sido inducida a engaño en el caso de Marruecos y para que el gobierno británico intentara llegar a una reconciliación entre Francia y Alemania.

 Por toda respuesta, los ministros británicos mintieron. El primer ministro y el secretario de Exteriores negaron repetidamente que existiera un acuerdo secreto con Francia (9). Sólo el día antes de que se declarase la guerra admitió el Secretario de Exteriores que existía un tratado en vigor desde 1906. Garantizaba que Gran Bretaña había de luchar desde el momento en que Rusia se movilizara. Morel continuó oponiéndose a la guerra y se convirtió, hasta su espectacular rehabilitación en 1918, en uno de los hombres más vilipendiados de Gran Bretaña.

 ¿Podría haberse evitado la Gran Guerra si en 1911 el gobierno británico hubiese hecho lo que Morel sugería? Nadie lo sabe, puesto que no se llevó a cabo dicho intento. Lejos de buscar un mediador para la paz europea, Gran Bretaña, al continuar sus intrigas diplomáticas en su propio interés, ayudó a aumentar la probabilidad de guerra. Alemania fue la agresora; pero la imagen de virtud afrentada cultivada por Gran Bretaña era falsa. Enfrentados años antes, en los albores del siglo, a las posibilidades de paz, los ancianos de Europa habían decidido que matarían sus hijos antes que cambiar su política.

NOTAS: (1) Adrian Gregory, 2008, The Last Great War: British Society and the FirstWorld War, pág.290, Cambridge University Press. (2) ibid, págs. 9-17; 24-30. (3) ibid, pág. 31. (4) ibid, pág. 32. (5) Otro ejemplo es Gary Sheffield, noviembre 2008, The Origins of World War One, BBC Online. http://www.bbc.co.uk/history/worldwars/wwone/origins_01.shtml  (6) Véase Adam Hochschild, 1999, King Leopold's Ghost, Pan Macmillan, Londres. (7) F. Seymour Cocks, 1920,. E. D. Morel: the man and his work, George Allen & Unwin, Londres. El texto de este libro se encuentra disponible en: http://ia331337.us.archive.org/3/items/edmorelmanhiswor00cockuoft/edmorelmanhiswor00cockuoft_djvu.txt  (8)  ED Morel, 1912. Morocco in Diplomacy. Citado por F. Seymour Cocks, ibid. (9) Asquith lo negó el 10 de marzo de 1913 y el 24 de marzo de 1913. Grey lo negó el 28 de abril de 1914 y el 11 de junio de 1914.

George Monbiot es el autor de algunos libros muy vendidos como The Age of Consent: A Manifesto for a New World Order and Captive State: The Corporate Takeover of Britain. Escribe habitualmente en The Guardian

Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón

Fuente:
The Guardian, 11 noviembre 2008

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