La crisis y el estado del Estado de Derecho

Andreas Henselmann

20/09/2009

A causa de la crisis financiera y económica, distintos mecanismos del Estado, así como sus posibles rutinas, serán puestos críticamente a prueba y parcialmente renovados, si no creados de nuevo. En mi opinión, eso es sólo un primer comienzo, mas, con todo, un comienzo. En relación con esas medidas, vale la pena echar una mirada a nuestro Estado de Derecho. Muchas cosas van aquí de mal en peor. Un par de cifras bastarán para hacernos una idea y perfilar el campo de problemas: en noviembre de 2007, estaban vigentes en la República Federal alemana 6.636 leyes, aparte de las leyes, de las disposiciones y de los reglamentos de los distintos Estados federados y de los municipios. En cada legislatura del parlamento federal se vienen a añadirse más de 500 leyes. Y eso desde la fundación de la República. ¡Los juristas sabemos que qué significa eso! No sólo nuevos comentarios, nueva(s) jurisprudencia(s), nuevas disposiciones administrativas, nuevas publicaciones académicas, sino también más y más políticos ignorantes que hablan y toman decisiones sobre cosas y sobre complejos de problemas que otros les han precocinado. Y que ellos mismos, ni que decir tiene, no comprenden, lo que les obliga a “abandonarse” a la competencia especializada de los colegas. Los políticos ponen por obra intereses políticos mediante la formulación de los mismos a través de leyes, y a menudo, no saben lo que hacen. El ejemplo más evidente para todos es la normativa del Hartz IV (1). Textos legales e interpretaciones del año 2008 están ya completamente superados en 2009. Nuevas normas entran en vigor.  Consecuencia: los empleados en los centros y en las agencias de búsqueda de empleo se ven rebasados.  Decisiones erróneas, incremento de demandas ante los tribunales laborales y sociales. Quienes pagan el pato son las ciudadanas y los ciudadanos que buscan trabajo. Por no hablar de los habitualmente rebasados juristas, jueces, abogados y consultores jurídicos. Análogamente, por otro ejemplo, el conjunto del derecho fiscal es ya un derecho eclusivamente reservado a los especialistas: además de las leyes, están aquí en vigor no menos de 80.000 disposiciones. A lo que hay que añadir, como publica la gaceta berlinesa de los abogados (Berliner Anwaltsblatt, 3/2008, pág. 67), que de las 698 leyes aprobadas bajo la Gran Coalición sólo entre 2005 y 2007, el 76% de ellas generaron más costes burocráticos; que el 58% de esas leyes tuvieron que volver a cambiarse al poco tiempo; que el 58% de esas leyes precisaron de ulteriores reglas y disposiciones adicionales; que el 50% de esas leyes son lingüísticamente ininteligibles; y, en fin, que el 24% de ellas remiten a otras leyes, y son de complejidad desmedida e inabarcable. ¿Qué abogado está ahora en disposición de asegurar a su cliente que puede obtener justicia en poco tiempo?

Hay que saber que en el año 2007 las sociedades anónimas presentaron 1.263.012 demandas nuevas ante tribunales de la República Federal. En los tribunales de los Estado federados de primera instancia el número fue de 373.331. A lo que hay que añadir 60.560 apelaciones,y, ante los tribunales superiores regionales, 54.516. El Tribunal Supremo federal tenía sobre la mesa más de 3.400 revisiones de procesos civiles.

En 2007 hubo más de 565.780 procesos familiares y más de 454.000 procesos laborales, así como más de 308.000 procesos ante tribunales sociales. En el año 2005 (no se dispone aún de datos más actualizados) hubo 154.317 procesos en los tribunales administrativos, y se desarrollaron más de 82.400 procesos ante los tribunales financieros. A lo que hay que añadir las apelaciones en segunda instancia, cerca de 75.000 procesos. 2.827 procesos fueron a parar al Tribunal Federal Constitucional. Y todo eso sin contar con los procesos penales (918.012) y los procesos por multas (390.800) en 2007.

Redondeando, todo eso resulta en más de 4 millones de procesos, sesiones y sentencias. Dejo adrede fuera de consideración las tragedias y las historias humanas que se esconden tras esas cifras, aunque es lo cierto que los seres humanos, las partes litigantes, lo que esperan del juez, del tribunal, es que haga justicia. Las partes quieren una decisión, un juez.

Y aún falta lo más fuerte en mi cómputo: en el año 2007 hubo 6 millones de denuncias. Y eso sin contar las infracciones de tráfico y los delitos contra la seguridad pública. Sorprendentemente, todas esas cifras tienen enfrente cifras igualmente altas de decisiones judiciales. Pero las cifras no se reducen. Durante años, se han mantenido estables.

¿Quién tiene que cargar con tamaño trabajo? Obviamente, y por lo pronto, las juezas y los jueces, de consuno con el aparato de justicia. En 2007, había 20.183 jueces activos en 1.129 tribunales. Más de 4 millones de procesos de todo tipo, más de 6 millones de denuncias, de las cuales hay que tramitar procesalmente más de 900.000. No son, pues, ociosas estas observaciones: las juezas y los jueces son también humanos –como nosotros—, con todas sus fortalezas y debilidades subjetivas, sus enfermedades, sus necesidades de vacaciones, sus obligaciones de formación continua, sus tareas administrativas y mucho más. ¿De cuánto tiempo disponen para cada caso?

Con semejante presión laboral encima, no siempre hay que esperar decisiones jurídicamente constructivas y seguras. A eso hay que añadir el distinto modo de trabajar de las juezas y de los jueces en los tribunales sociales y administrativos, en donde la tramitación, la comprobación y los interrogatorios se realizan de manera oficial, a diferencia de lo que ocurre en los tribunales laborales, penales y civiles. A mí me parece bien la obligación del trámite oficial.

Que en el tramo final de los procesos laborales y civiles lo que está en el trasfondo es la idea de llegar a un compromiso, es cosa que resulta clara a todos los juristas implicados. Si no, no sería posible culminar el trabajo, Mejor “negociar” media hora con todos los implicados en el proceso, que limitarse a tomar decisiones. Las decisiones han de justificarse, y pueden ser revisadas por una instancia superior. Este modo de proceder es la vida cotidiana de los abogados en activo, aunque a menudo resulte incomprensible para las partes en presencia. Lo que estas quieren es “justicia”, y no compromisos.

Cada año hay 7 millones de denuncias (seguridad pública, al margen) y procesos penales y por multas. Y en esos 7 millones trabajaron en 2007 5.083 fiscales. Una carga de trabajo demencial. Además, los fiscales están sometidos a obligaciones y directrices de servicio. Es decir, que no son tan independientes como los jueces. Y a menudo olvidamos que tienen que acompañar e incidir en el trabajo de la policía criminal.

No contribuye mucho a mitigar esa enorme carga de trabajo el hecho de que abogados de oficio, jueces y fiscales cuenten con la ayuda de pasantes. La responsabilidad es siempre, huelga decirlo, del juez o del fiscal, lo que le obliga a ocuparse también personalmente del caso. A la vista de los números que proporcionan las estadísticas, no es de creer. Además, no hay que olvidarlo, está el aparato administrativo, con miles de colaboradoras y colaboradores, a los que hay que instruir y entrenar. Esos colaboradores tienen necesidad de vacaciones, se ponen enfermos, etc. Pero las montañas de papeles y actas no menguan. Los jueces y fiscales son tan buenos como los negociados en los que se desarrolla su labor.

Frente a los tribunales y a los fiscales hay más de 150.000 abogados, en representación de los mandantes, de los que les “pagan”. La presión derivada de la concurrencia, la especialización y las expectativas es muy grande. Los mandantes potenciales cada vez están más confundidos por los espectáculos judiciales de telefilms norteamericanos y emisiones televisivas vespertinas sobre “casos criminales intrigantes”, casi todos ellos tan ajenos a la vida cotidiana como empeñados en presentar a nuestro país como un baluarte de atracadores y asesinos.

La sensibilidad de los mandantes para las realidades judiciales, para la justicia y para las decisiones judiciales se ve enturbiada por las informaciones subjetivas, plagadas de errores o hipersimplificadas que leen en los periódicos o ven por la televisión.

Otro asunto dilecto de los abogados es el de los honorarios. “El abogado no ha hecho absolutamente nada, se ha limitado a escribir una carta”, etc.: afirmaciones como estas llenan veladas enteras… y los libros de quejas de los colegios de abogados. Todo abogado está sometido a la presión de presentarse a sí mismo de la mejor manera posible. Y aquí se pierde ya un poco de colegialidad. A menor objetividad, mayor espectáculo para el cliente. Giros lingüísticos malévolos, sospechas y amenazas veladas reconfortan el corazoncito de muchos clientes, aunque sirvan más de bien poco a la causa. El tribunal juzgará. Pero con bajos honorarios ningún abogado puede vivir, formarse y pagar gastos ordinarios, alquiler, libros, personal y software.

La actual normativa de honorarios no les resulta a los clientes –a mí tampoco— ni simple ni clara ni de fácil ejecución.

Hasta aquí, una sumaria enumeración de hechos y problemáticas que, tomados de consuno, me resultan, y no sólo a mí, terroríficos. Es mi punto de vista. Pero, a medida que colectaba cifras y números, todos disponibles en las publicaciones del Ministerio Federal de justicia y en Internet, me resultaba claro que lo que se está es faltando a las exigencias de una legislación y de una justicia equilibrada, orientada al servicio de las ciudadanas y de los ciudadanos y exigida por la legalidad.

En mi opinión, el Estado de Derecho está pobremente armado para poder subvenir a las cuitas de los ciudadanos. Que las plazas de plantilla estén cubiertas en los tribunales no dice nada de la calidad de las sentencias. El ejemplo de la crisis bancaria lo ha ilustrado a las claras: los afectados han tenido que ver cómo desaparecía su dinero y cómo el Estado rescataba a los bancos, dejando en la estacada al ciudadano de a pie con sus pérdidas. Pero el Estado tiene que defender a las ciudadanas y a los ciudadanos. Con la ficción del “ciudadano adulto” que, crecidito, ya sabe lo que se hace cuando, por ejemplo, firma un contrato bancario, el Estado no hace sino exculparse. Y los tribunales colaboran en eso. Se toman decisiones basadas en formalidades, la observación o la contravención de las cuales es la medida de todas las cosas.

¿Pero quién lee y puede entender ya un contrato de fondos de inversión? Los bancos tienen que administrar y acrecer todo lo posible el dinero. Si no lo hacen, el ciudadano tiene que pasar por caja. A la Oficina de Finanzas, como órgano que es del Estado, no le interesan las circunstancias internas. El ciudadano paga sus deudas con Hacienda. Esté donde esté el dinero. El ciudadano espera también protección por parte de los tribunales.

Ni los tribunales ni los fiscales, ni, tampoco, los abogados están en las presentes circunstancias en situación de satisfacer las aspiraciones a una justicia moderna, a una administración de justicia moderna y a un ejercicio moderno del derecho. Que haya algunos éxitos aquí y allá, no basta. Lo más normal es que trastabillemos a remolque de los acontecimientos.

En el núcleo del escrutinio de todos los procedimientos judiciales –ya afecten a tribunales o a leyes— tiene que estar el ciudadano, y no la gestión de las disputas jurídicas. Las ciudadanas y los ciudadanos tienen que saber lo que se espera de ellos y lo que ellos pueden esperar. Y esperan también protección frente a timadores, especuladores y criminales de toda laya. Pero para eso se requieren esfuerzos sociales. Tiene que desarrollarse una consciencia jurídica. No puede dejarse eso en manos de una prensa sensacionalista. El Estado debe entenderse también como “protector” de sus ciudadanos.

Los tribunales y las fiscalías tienen que disponer de personal y de medios materiales para poder estar a la altura de las exigencias. Los delincuentes, por ejemplo, tienen que saber que la justicia sigue rauda su curso. Las partes en litigio tienen que poder confiar en que también se hará justicia. El “en nombre del pueblo” degenera en fórmula huera. Los tribunales de primera instancia, como los tribunales superiores regionales, con decisiones dispares sobre causas idénticas, o, luego, las decisiones y sentencias dictadas por la Corte Federal de Justicia o el Tribunal Federal Constitucional: todo discurre bajo esa fórmula. Mas ¿quién habla realmente “en nombre del pueblo”? ¿El juez de primera instancia Adam (2), o la Corte Federal de Justicia?

Hay que empezar a poner por obra un proceso de desburocratización largamente anhelado. Y los políticos tienen que comprender que el derecho, las leyes y la tarea de impartir justicia no son sólo cosa de los tribunales y de los órganos del aparato judicial o de los expertos. El punto de partida de cualquier justicia y del derecho es un voto parlamentario. El cuidado y la atención deberían primar sobre el cabildeo y las restricciones levantadas por la disciplina de los grupos parlamentarios. Pues el punto de arribada de todas las deliberaciones, la medida de las leyes y de las reglamentaciones, de la administración de justicia y de la persecución del crimen, son las ciudadanas y los ciudadanos del Estado.  

NOTAS T.: (1) "Hartz IV" es un programa de contrarreforma en sentido neoliberal del Estado social de la República Federal de Alemania. El programa recibe su nombre de Peter Hartz, un ejecutivo de la empresa automovilística Volkswagen, a quien el anterior gobierno federal  rojiverde de Schroeder y Fischer encargó un estudio para un plan de "reformas". Entretanto, el señor Peter Hartz, símbolo del desmontaje del Estado social en Alemania,  ha sido procesado y condenado por corrupción. (2) El juez Adam es el protagonista de una célebre comedia escrita por  Heinrich von Kleist  en 1806, Der zerbrochene Krug (El cántaro roto).

Andreas Henselmann es un conocido abogado berlinés de izquierda.

Traducción para www.sinpermiso.info: Amaranta Süss

Fuente:
Das Blättchen, 4 junio 2009

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