Aprender a contar hasta 350. Recuerdo del Poder de la gente en Seattle en 1999 y en Berlín en 1989

Rebecca Solnit

13/12/2009

En los próximos días, en la cumbre sobre el cambio climático en Copenhague, las naciones ricas que emiten la mayor parte del exceso de carbono hacia nuestra atmósfera casi seguramente fallarán en tomar medidas adecuadas para rechazar la devastación que el clima caliente y caótico está provocando en nuestro planeta. Sus líderes probablemente nos prometerán cucharillas con las cuales apagar el incendio e insistir que las bocas de manguera podrían ser demasiado onerosas para que las financien las empresas. En esta cumbre, ellos ya han desistido de cualquier acuerdo vinculante. Habrá muchísimas discusiones sobre quién debería recortar qué, cuándo y cómo, con muchas naciones afirmando que ellos actuarán si otros actúan primero. Los activistas –granjeros, ambientalistas, isleños- alrededor del mundo intentarán escribir un futuro diferente, uno más valiente, y si los aniversarios son un presagio, entonces ellos tienen la historia de su lado.

Una década atrás, y una década antes de esa, el poder popular cambió la marea de la historia. El 30 de noviembre de 1999 fue el día en que activistas cerraron un encuentro de la OMC en Seattle y comenzaron a trazar otro rumbo para el planeta que aquel que las corporaciones y sus naciones sirvientas han presumido que ejecutarían sin impedimentos. Desde entonces, los eventos han desviado la trayectoria muy lejos del mapa de ruta de la OMC para la dominación mundial y de los escenarios financieros que solían entretener a los capitanes de industria.

Hasta el día en que decenas de miles de manifestantes en protesta salieron a las calles de Seattle (así como en otras ciudades desde Winnipeg a Atenas, de Limerick a Seúl), el poder de las corporaciones hizo que su agenda pareciera nada menos que inevitable –y entonces, repentinamente, no lo fue-. Perturbada por manifestantes fuera de sus puertas y, dentro, por disidentes de las naciones pobres galvanizados por el barullo, la reunión se terminó por la confusión. Hoy, la OMC es endeble comparada con sus ambiciones de sólo una década atrás.

La desobediencia civil masiva en las calles fue, de alguna manera, una respuesta para otro día histórico una década atrás: el 9 de noviembre de 1989, cuando caía el muro de Berlín y decenas de miles de alemanes pululaban por la zona prohibida que separaba la vieja y futura ciudad capital, para celebrar y eventualmente para reunificar su nación. La caída del Muro es ahora a menudo recordada como si la graciosa aquiescencia de los funcionarios la hubiese traído. No fue así.

 "Yo anuncié que el muro podría abrirse, pero fue sólo la presión de la gente la que lo hizo posible" dijo a principios de ese año Günter Schabowski, entonces portavoz del comité central del Partido Comunista de la Alemania Oriental. Si esos alemanes orientales no hubiesen aparecido y sobrecogido a los guardias en el Muro, nada hubiera cambiado esa noche. De hecho, el pueblo derrocó bastantes regímenes esa época. Gracias a la creativa organización, firmeza, increíble coraje e imaginación de la sociedad civil, Polonia, Checoslovaquia y Hungría también se apartaron del bloque soviético y también de una versión del comunismo equivalente al totalitarismo.

Hubo mucho triunfalismo en occidente de ahí en más. Desde la Casa Blanca hasta las revistas de negocios y los periódicos emanó un sonido de tambores pronunciando que el comunismo había fracasado y el capitalismo había vencido. Mientras sucedía, ellos no estaban en la lucha a todo o nada en juego en los increíbles levantamientos en esa época en la Europa del Este, o en el fracasado levantamiento en la plaza de Tiananmen en la capital china, Pekín, esa primavera. La gente ciertamente quería libertad, pero no era exactamente la libertad para comerciar misteriosos instrumentos de endeudamiento y comprar Big Mac's. Ni fue el capitalismo, sino la sociedad civil, casi su antítesis, lo que se había levantado y derrumbado el Muro. La verdadera disyuntiva de entonces era: sociedad civil versus autoritarismo verticalista –y enmarcado de esa forma, nuestra situación no se vio lo bastante bien como los medios y Washington entonces lo quisieron hacer entender-.

De todos modos, una década después, no era fácil argumentar contra la lógica del triunfo del capitalismo, dado que China estaba tomando un rumbo hacia la economía de mercado y, en el proceso, haciendo un muy buen trabajo probando que el capitalismo y la democracia eran fenómenos separados. Fue también la década del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de Norteamérica), el primero de una serie de amplios tratados internacionales que buscaban asegurar los términos del poder corporativo para los tiempos por venir. Su realización el 1 de enero de 1994, provocó que los zapatistas, los indígenas campesinos de la selva del sur de México, se alzaran contra el tratado, el cual prometía –y lo ha cumplido- un nefasto capítulo nuevo de privación y desposesión de las mayorías de México. Al igual que la caída del muro de Berlín, el alzamiento de los zapatistas produjo una gran conmoción.

El succionador sonido del cambio de corriente

Pocos recuerdan cómo el desacuerdo contra el TLCAN fue rechazado y aún tomado con sorna en la época en que el tratado era debatido, firmado y ratificado. En su debate con Bill Clinton y George Bush padre durante la campaña presidencial de 1992, Ross Perot fue ignorado cuando dijo, "tenemos que parar de enviar trabajo al extranjero". Fue ridiculizado por describir el "gran sonido succionador" de esos trabajos yendo al sur. Lo cual, por supuesto, hicieron –y después a China en una "carrera financiera al abismo", mientras que el maíz barato cosechado por los agronegocios de la región central estadounidense también fue al sur a donde llevó la quiebra a los pequeños productores agrícolas mexicanos.

La comida barata, el trabajo barato y los productos baratos han resultado muy, muy caros para la mayoría de nosotros. Un signo de cuántas cosas han cambiado es que Hillary Clinton se ha visto obligada a mentir en la campaña presidencial del pasado año, al afirmar que ella había estado siempre contra el TLCAN. Ella es sólo una veleta adaptándose a los tiempos cambiantes. Después de todo, en la década que siguió a Seattle, la mayor parte de Sudamérica se ha liberado a sí misma no sólo de un legado de dictadores y escuadrones de la muerte apoyados por los Estados Unidos, sino de los programas económicos que aquéllos pretendieron instrumentar.

Venezuela le prestó a Argentina el dinero suficiente para saldar sus deudas con el Fondo Monetario Internacional (FMI), que hasta entonces había sido un instrumento para imponer la ideología del libre mercado y los beneficios empresariales. Otros varios países hicieron lo mismo, y el continente en gran medida se liberó a sí mismo de la imposición de políticas neoliberales que principalmente beneficiaron a Washington y las corporaciones empresariales internacionales. El FMI quedó tan empobrecido por el despojo de América Latina –que pasó de recibir el 80% de sus préstamos al 1%- que se ha visto forzado a vender sus reservas de oro. El Banco Mundial lo está haciendo bien sólo comparativamente. En 2005, la corriente claramente se revirtió, y disminuyó el poder de esas instituciones y del llamado Consenso de Washington que venía con ellas.

Esa corriente había comenzado a cambiar diez años atrás, cuando el columnista del New York Times, Thomas Friedman, se refirió a la gente en las calles de Seattle como "un arca de Noé de partidarios de que la tierra es plana, sindicatos proteccionistas y yuppies buscando su dosis sesentista". Y resaltó, "lo que es loco, es que los manifestantes querían que la OMC se convirtiera precisamente en lo que ellos acusaban de ser –un gobierno mundial-. Ellos querían establecer más reglas –sus reglas, para imponer nuestros estándares laborales y medioambientales sobre los demás"-.

Afirmación errónea, porque los estándares laborales y medioambientales que pretendíamos podrían haber sido requeridos por cualquier otra organización Muchos de nosotros no queríamos que la OMC hiciera nada o tuviera ningún poder. Como el panfleto de la Red de Acción Directa señalaba en agosto de 1999, "el principal objetivo de la OMC es eliminar las 'barreras comerciales', que frecuentemente incluyen leyes laborales, regulaciones de salud pública y medidas de protección medioambiental".

Ese día en Seattle una grúa colgaba un par de gigantescas pancartas en forma de flecha: la primera, decía "Democracia", señalando hacia un lado; la segunda, con la inscripción "OMC", señalaba hacia el lado opuesto. El folleto y las pancartas eran piezas de una resistencia cuidadosamente organizada, y es importante recordar que los eventos como la Revolución de los Tulipanes de Checoslovaquia 20 años atrás o el cierre de la OMC no fueron levantamientos espontáneos; fueron el fruto de un arduo trabajo. Mientras la derecha y demasiados medios de comunicación quieren recordar un Seattle ficticio que no fue sino una caldera de violencia activista (mientras se ignora la seria violencia policial), demasiados en la izquierda querían pensar en él como una convergencia milagrosa más que en el resultado de un trabajo de construcción de coaliciones, diseño de estrategias, comunicación y todas las tareas usuales.

Extraviándose del anteproyecto para nuestros tiempos

En el siglo XXI, los acuerdos de libre comercio se derrumbaron con su propia versión de gripe porcina, una enfermedad probablemente generada en una operación de cría de cerdos por las gigantescas granjas Smithfield en Veracruz, México, y llamada NAFTA flu [o gripe TLCAN, por sus siglas en castellano, N. de la T.]. El TLCAN en sí mismo, ha sido ampliamente vilipendiado. El candidato presidencial, Manuel López Obrador, hizo campaña para las elecciones de 2006 con la promesa de renegociarlo; Hillary renegó de él. El plan de una hemisférica Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) se realizó con una oposición masiva en Miami en 2003. Chocó y se quemó en Argentina en 2005, y desde entonces ha sido abandonado.

América Latina hizo su propio camino mientras la administración Bush centraba su atención en Oriente Medio. Los pueblos indígenas en Ecuador y Bolivia tuvieron una serie particularmente enardecidas de victorias, mientras los pueblos de Cochabamba, Bolivia, asombrosamente detuvieron la privatización de sus aguas que pretendía la norteamericana Bechtel Corporation, y los ecuatorianos están demandando a Chevron por devastación medioambiental en lo que podría llegar a ser la mayor multa a una corporación de la historia -27 mil millones de dólares-.

Mientras tanto, la OMC se tambaleó de una reunión en otra, salvada en la ronda de Doha de molestos manifestantes, pero no del desacuerdo de las naciones en desarrollo. Fue nuevamente asediada por activistas en 2003 en Cancún, México –en escala e impacto, otro Seattle- y luego golpeada en 2005 en Hong Kong. La próxima conferencia de ministros de la OMC se ha convocado para el 30 de noviembre en Génova, una década después de la embestida de Seattle, sigue intentando resolver los asuntos que surgieron en Doha. Por supuesto, en el ínterin, los acuerdos comerciales bilaterales furtivos han tomado el lugar de los multilaterales, pero esto difícilmente puede considerarse la era triunfante predicha una década atrás. Incluso Irak difícilmente pueda considerarse el barril sin fondo que habían anticipado las grandes corporaciones petroleras y contratistas.

De hecho, a las corporaciones nada les ha salido como planearon. El mismo capitalismo fracasó hace poco más de un año. O más bien, la bizarramente amañada economía de mercado regida por las corporaciones, cuyas actividades impactan sobre una porción de las vidas de casi toda la población mundial, implosionó en un frenesí de procedimientos irresponsablemente desregulados y extrañamente disociativos. Entonces, ellos fueron apoyados por gobiernos de forma tal que la frase "socialismo para ricos" es más verdadera que nunca. Por un momento, los mismos periódicos financieros que habían celebrado el triunfo del capitalismo en 1999 proclamaron "el fin del capitalismo americano tal como lo conocimos" y el "colapso de las finanzas".

Fue como si la economía mundial hubiera sido conducida por un borracho. Aún si nosotros hubiésemos expulsado al conductor borracho, al menos su credibilidad y la lógica de lo que el afirmaba estar haciendo habría quedado irreparablemente dañada. En el vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín, el tema de portada de Time Magazine fue: "Why Main Street Hates Wall Street" (Por qué la gente de la calle odia a Wall Street) y les decía a los lectores al comienzo del artículo que deberían estar furiosos. La caída de Wall Street podría llamarse el eco de Berlín.

La subida del precio del crudo, las desventuras de transformar alimentos en biocombustibles, y los quebrantos económicos han tenido otras consecuencias. Michael Pollan escribió en el New York Times hace un año:

"En los últimos meses más de 30 naciones han sufrido motines de subsistencia alimentaria, y al menos un gobierno ha sido derrocado. Si persisten los elevados precios de los granos y la escasez, podrás ver el péndulo desplazarse decisivamente lejos del libre comercio, al menos en los alimentos. Las naciones que han abierto sus mercados al flujo mundial de grano barato (bajo presión de administraciones previas así como del FMI y el Banco Mundial) perdieron tantos pequeños productores rurales, que ahora su capacidad para alimentar sus poblaciones depende de las decisiones que se toman en Washington... y en Wall Street. Ahora se apresurarán para reconstruir sus propios sectores agrícolas y buscarán protegerlos erigiendo barreras comerciales. No sólo la ronda de Doha, sino toda la causa del libre comercio en la agricultura está probablemente muerta..."

Otra campana de muerte para la visión  empresarial optimista de que la globalización no tuvo nada que ver con ideología; se trataba de petróleo, desde que es más caro el transporte por barco alrededor del mundo, tiene menos sentido financiero hacerlo. Como señaló el New York Times el pasado agosto:

 "El petróleo barato, el lubricante del transporte barato y rápido alrededor del mundo, podría no volver pronto, alterando la lógica de las difusas cadenas mundiales de oferta que tratan a la geografía como un pie de página en la persecución de salarios más bajos. La creciente preocupación por el calentamiento global, la reacción contra la pérdida de puestos de trabajo en los países ricos, la inquietud por los alimentos y la seguridad, y el colapso del comercio mundial, temas que se hablaron en Génova la semana pasada, son asimismo signos de que las preocupaciones políticas y medioambientales podrían llevar el cálculo de la globalización hacia formas más complejas".

Las citas expuestas más atrás vienen del New York Times, no del Nation o de Mother Jones (N. de la T.: estas últimas son revistas con líneas editoriales progresistas de EEUU). Esto quiere decir que si el comunismo fracasó hace 20 años, el capitalismo trastabilló hace 10 años en Seattle, y cayó sobre sus rodillas un año atrás. Las crisis del petróleo y los costos de los alimentos sólo agravan esta realidad. Pero las crisis del cambio climático importan más que todo el resto.

Futuros que funcionan

Hay innumerables preguntas y dilemas sobre la situación en gran parte imprevista en la cual nos encontramos los seis mil millones de nosotros. Una de esas es: si el capitalismo y el comunismo han fracasado, ¿cuál es la alternativa? La gran tienda de subversiones y tradiciones llamadas izquierda no ha, en los últimos tiempos, hecho un buen trabajo para proveernos de una idea de las posibilidades disponibles para nosotros. Tal vez la respuesta a qué alternativas políticas y sociales podrían disponerse, demostrará lo que un mundo sostenible en la cara del cambio climático podría ser: pequeño, local, tecnologías y economías flexibles, democracia lo más directa posible y una eliminación de la riqueza excesiva como parte de una nivelación que también elimine la extrema pobreza.

Algo de nuestra esperanza para el futuro tiene que ser que, un día, la ecología y la economía puedan estar alineadas para que, entre otras cosas, el petróleo y el carbón se vuelvan cada vez formas más costosas y ofensivas de poner en marcha nuestras máquinas. ¿Seremos lo suficientemente creativos para adoptar cambios antes de que los sistemas colapsen y el clima salvaje fuerce cambios sobre nosotros en la forma de una crisis insoportable? Las decisiones sobre la naturaleza de ese cambio por venir deben ser tomadas por la ciudadanía, la cual parece bastante dispuesta a enfrentar el cambio cuando los hechos pueden abordarse directamente, más que con la mediación de los estados ricos y sus líderes, que parecen, en esta coyuntura, más interesados en proteger su negocios que la vida sobre la tierra.

Para sobrevivir a los tiempos que vienen, necesitamos volver a imaginar en qué consisten la riqueza y el bienestar, y en qué consiste la pobreza. Esto no significa que el indigente no espere una vivienda decente, alimentación adecuada y alguna oportunidad de educarse, así como algunos placeres y también poder. Significa dar marcha atrás con la máquina del consumo desenfrenado que ha sido el motor de la economía mundial, aún a pesar de que lo producido es completamente distinto de lo que en realidad se necesita. La vida estadounidense es pobre en seguridad, confianza, lazos, agencia, contemplación, calma, tiempo libre, y otras cosas que no se compran en Wal-Mart o en Neiman Marcus. Si somos capaces de ver la pobreza de nuestro modo de vida, podremos ver qué cambio sería más enriquecedor que empobrecedor.

Los aniversarios de una gran cantidad de revoluciones parecen caer en años terminados en 9 –desde 1789 en Francia a 1959 en Cuba y 1979 en Nicaragua. Y entonces, en nuestro calendario de nueves, estuvo la caída del muro y la batalla de Seattle. De todos modos, la "revolución" que nos colocó en esta época de cambio climático, no puede ser fechada de esa manera. Fue la revolución industrial, un gradual cambio hacia la era de la mecanización posibilitada por, y en paralelo con, el incremento del consumo del combustible fósil. No podemos, ni debemos, deshacer esta revolución, pero es necesario rechazar alguna de sus premisas y reconocer algunos de sus costos, como la alienación, la degradación y la mercantilización.

Necesitamos una revolución post industrial de tecnologías apropiadas, tanto en el mundo desarrollado como en el que está en vías de desarrollo, por ejemplo, las linternas de kerosene y las estufas a leña sean reemplazadas no por electrodomésticos convencionales sino por elegantes tecnologías solares.

Es necesario que haya otra revolución además de esa, una que termine la descolonización del mundo, y por la que Europa y Estados Unidos ya no usen el grueso de los recursos ni emitan la mayor tasa per cápita de carbono. La OMC, el FMI y otros instrumentos del neoliberalismo se crearon para mantener el statu quo del mundo; la revuelta en Seattle fue contra su ideología así como contra su impacto, y el grafiti de hace diez años que decía "estamos ganando" tiene vigencia.

Este "estamos" que podría ganar y necesita ganar la guerra contra el cambio climático no es Estados Unidos en sí mismo. Como escribió Bill McKibben recientemente al Presidente Obama, "El anuncio de ayer desde el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico en Singapur de que las conversaciones sobre el clima que se darán el mes próximo en Copenhague no serán más que una sesión glorificada de charlas, deja claro que él ha, al menos por ahora, pateado hacia adelante el difícil interrogante sobre el clima. El mundo no será capaz de empezar a resolver nuestro problema climático, y el obstáculo es –como lo ha sido durante las dos últimas décadas- Estados Unidos". Los ciudadanos de ese país necesitan rebelarse, nuevamente, contra la falta de visión, responsabilidad y solidaridad de su nación con el resto de la población del mundo, y los animales, y las plantas, y los arrecifes de coral, y las costas, y los ríos, los glaciares y hielos polares y el clima tal como lo conocemos, o alguna vez lo conocimos. Esta es la razón por la que el 30 de noviembre será un día mundial de acción.

Todo va a cambiar tanto si el cambio climático en curso sigue su camino, con su concomitante destrucción y sufrimiento, o si se adoptan una serie de programas que prevengan lo peor y devuelvan nuestro planeta a los niveles de carbón atmosférico de 350 partes por millón, considerado ahora el nivel necesario para evitar una catástrofe ambiental. Estamos a casi 390 partes por millón. Desafortunadamente, muchas naciones en las principales negociaciones de Copenhague han fijado una noción pasada de moda de que el mundo tal como lo conocemos puede sobrevivir a 450 partes por millón, lo que convenientemente significaría que los ajustes relativamente moderados son necesarios.

Recordar cuántas cosas han cambiado completa e inesperadamente en el pasado reciente es parte de la caja de herramientas para hacer posible un cambio necesariamente más profundo. Seguramente, el extraordinario poder de la gente común en Berlín y Seattle nos brinda el tipo de lecciones de historia, las riquezas que necesitamos, para comenzar a aprender a contar.

Rebecca Solnit es la autora de A Paradise Built in Hell: The Extraordinary Communities that Arise Disaster y coautora con su hermano David de The Battle of the Story of the Battle of Seattle, una breve antología sobre cómo ese evento que cambió la historia ha sido tergiversado y reproduce algunos de los documentos originales. Ella ha hecho la promesa a beyondtalk.net de actuar contra el cambio climático y estará en las calles nuevamente este 30 de noviembre.

Traducción para www.sinpermiso.info: Camila Vollenweider

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Fuente:
TomDispatch, 24 noviembre 2009

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