Muerte y disidencia en Cuba

Víctor Orozco

07/03/2010

En memoria de Carlos Montemayor, amigo y condiscípulo en la antigua Escuela Preparatoria de la Universidad de Chihuahua. Con pesar por su fallecimiento anticipado.

La muerte de Orlando Zapata en Cuba, a resultas de una huelga de hambre, llevada  a cabo en protesta por el mal trato en prisión a los presos políticos, ha puesto en el más alto relieve la necesidad de respetar los derechos humanos. El gobierno caribeño puede alegar con justa razón, que desde hace medio siglo no han cesado los ataques norteamericanos, en incontables ocasiones articulados con los movimientos de la oposición interna. Sin embargo, viejas experiencias nos enseñan que nada puede justificar el atropello a las libertades esenciales. Durante las primeras décadas posteriores a la revolución rusa, bajo el pretexto del asedio imperialista a la patria de los trabajadores, se edificó una de las peores tiranías que el mundo ha conocido. Muy lejos está Cuba de la pesadilla en que se convirtió la esperanzadora aurora soviética, pero nadie -y menos aún quienes hemos estado al  lado de  la revolución cubana- puede aceptar que se vulneren derechos fundamentales de los individuos, sin cuya existencia y garantía por parte del Estado, la vida se transforma en una existencia de parias.    

Hace 29 años, el 1 de marzo de 1981, varios  irlandeses presos por el gobierno británico de Margaret Tatcher, encabezados por Bobby Sands, iniciaron una huelga de hambre que llevó a la muerte a diez de ellos, durante los siguientes siete meses. Cada uno que iba falleciendo motivaba explosiones de indignación en todo el mundo. Hoy, merecidamente están entre los héroes más queridos en su país. La muerte de Orlando Zapata constituye una tragedia, similar a la de los irlandeses, por más que existan enormes diferencias entre las condiciones en que ambas se produjeron. Su ejemplo ha cundido y hoy se informa de otros cinco presos y un periodista en huelga de hambre. El gobierno cubano debe impedir que se produzca otra desgracia y al mismo tiempo, que los enemigos de la revolución puedan utilizarla como una formidable arma propagandística. La única manera digna de hacerlo, es informar abiertamente sobre la situación de los presos y asegurar a éstos los derechos inscritos en la Constitución cubana, análogos a los contenidos por los códigos políticos de todas las naciones.

Digo lo anterior, desde la perspectiva brindada por una generación que nació  a la vida política bajo la marca imborrable de la revolución cubana, impresa en la conciencia de millares de estudiantes latinoamericanos, quienes pasamos por procesos similares. Y también, desde una visión del socialismo. Mi primer contacto con esta revolución ocurrió el 19 abril de 1961.  La prensa de la ciudad de Chihuahua, en donde cursaba el segundo de secundaria, anunciaba en ocho columnas que “El pueblo cubano se había levantado contra la dictadura comunista” y que se había iniciado al mismo tiempo  una invasión en Bahía de Cochinos por un numeroso grupo de  cubanos exiliados. El gobierno de Fidel Castro tenía las horas contadas, se agregaba. Profesores normalistas, masones, miembros del Partido Popular Socialista y del Partido Comunista Mexicano, convocaron entonces a un  mitin para defender a la revolución cubana. Junto con otros adolescentes curiosos fui al mitin, en donde se denunció al imperialismo norteamericano autor de la operación armada para aplastar  a la revolución y se condenó a la cadena periodística García Valseca, que mal informaba  a la opinión pública mexicana. Uno de los oradores propuso quemar  El Heraldo,  considerado entonces como un vivo ejemplo de la prensa mercenaria. El contingente se trasladó a la calle Aldama y 19ª, donde se ubicaba el edificio del periódico, al que le llovieron palos y piedras de inmediato, quebrándole las vidrieras. Algún audaz  intentó encender la puerta de la entrada, pero granaderos y bomberos llegaron en ese momento, disolvieron a garrotazos el mitin y aprendieron a unos cuantos.

Desde su triunfo, pero sobre todo a partir de la victoria en Playa Girón, la causa de la revolución cubana, personificada en los nombres de Fidel Castro y el Che Guevara, formó parte central del entramado ideológico de mi generación. En 1969, la sociedad de alumnos de la Escuela de Derecho de la que era presidente, organizó un festival de solidaridad latinoamericana, en el décimo aniversario de la entrada de las tropas rebeldes en La Habana, acto que propagandizamos por todas partes, consiguiendo una audiencia numerosa.  Conservo en la memoria las imágenes de la euforia estudiantil y la vehemencia de los discursos, entre ellos uno de Jaime García Chávez. El año anterior, las tropas del Pacto de Varsovia, dirigidas por los soviéticos, habían ocupado  Checoeslovaquia mientras el gobierno cubano se apresuraba a declarar su apoyo a los invasores. Nos turbó el hecho, por  la sencilla razón de que cualquier agresión de un país fuerte contra uno débil, nos hace cimbrar a muchos mexicanos, por el recuerdo de los despojos sufridos en el pasado, a manos de potencias extranjeras como Francia y Estados Unidos. Sin embargo, entendimos muy pronto que frente al constante acoso y agresión de éstos últimos, a la revolución cubana no le quedaba otro camino que respaldarse en la URSS. Muy pronto seríamos lo suficientemente anti estalinistas como para seguir reverenciando a los rusos y a la revolución de Octubre, con todos sus efectos, pero Cuba era otra cosa, colmaba no sólo nuestras aspiraciones de la revolución, sino también la revolución de las aspiraciones. Allí estaba la utopía del hombre nuevo, difundida y puesta en acto por la vida de Ernesto Guevara.

Con el paso de los decenios, la revolución cubana envejeció, junto con sus dos dirigentes principales. Dejó de ser el faro indiscutible que alumbraba el camino de los pueblos latinoamericanos hacia su emancipación. Sin embargo, conservó un enorme prestigio moral en todo el mundo y un consenso básico entre los cubanos. Sus realizaciones y conquistas en la medicina, la salud pública, la educación, son reconocidas aun por sus enemigos. Ha resistido  el bloqueo económico norteamericano y aguantó también el colapso de la Unión Soviética. Su voz resuena todavía en los foros mundiales por encima de la que alzan la mayoría de los países. Recurrentes ofensivas que han buscado aislarla se han topado con roca, como las emprendidas en su momento por el  gobierno de José María Aznar (cuya biografía es la encarnación de lo corrupto en política), a la que se sumó la diplomacia boba de Vicente Fox. Todas estas proezas son admirables.  

El reto  mayor que ahora enfrenta la revolución cubana es el del respeto a los derechos humanos. En realidad, ha sido el reto histórico de todas las revoluciones sociales del siglo XX. Y puede irse más allá: no hay revolución en la historia mundial, que no haya tenido una fase inicial de represión a los opositores. Empero, la prolongación de tal estatus y su instalación permanente no son admisibles. Esto es lo que hizo insoportable al régimen soviético.  Puede constatarse que  partido único, supresión de libertades como la de tránsito o las de prensa e información, nunca estuvieron en los programas prerrevolucionarios ni de Rusia, ni de China, ni de Cuba. Ni tampoco en la tradición socialista. Hoy sabemos, además, que un programa revolucionario en el cual no se incluya la observancia de las garantías individuales, no merece el calificativo.  

Por Cuba y por su generosa revolución, alimentadora de esperanzas entre los pobres del mundo, sobre todo entre los pueblos latinoamericanos, es que sus dirigentes deben asumir a cabalidad el respeto a los derechos de las personas, cualquiera que sea su filiación ideológica.

Víctor Orozco, profesor de historia en la Universidad de Chihahua, es un analista político mexicano.

Fuente:
www.sinpermiso.info, 7 marzo 2010
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