Made in China: lecciones salariales

David Macaray

25/07/2010

Los Estados unidos ya no fabrican cosas. En su sabiduría, los políticos, los expertos académicos y los dirigentes empresariales cedieron nuestra base industrial al Tercer Mundo. Nuestro déficit comercial es inmenso, tenemos billones de dólares de deuda, nuestras infraestructuras (carreteras, puentes, puertos, acueductos) están pidiendo arreglos a gritos y nuestros estados y municipios van a la ruina.  

Estamos librando dos costosas guerras, que parecen tener con cada día que pasa cada vez menos sentido para la opinión pública; la distancia entre ricos y pobres se ensancha; nuestro sistema de atención sanitaria (aun con las tibias reformas cuyo efecto se prevé para 2014) han entrado en una espiral fuera de control; y nuestro sistema de educación pública —antaño fuente de orgullo nacional— resulta escandalosamente ineficiente en su rendimiento.  

La farmacéutica sigue siendo una de nuestras pocas empresas en crecimiento, pero buena parte del mismo lo impulsan las empresas que inventan nuevas enfermedades (timidez, excesivo parpadeo, etc.) para podernos vender nuevos remedios que las curen. En la actualidad, tratan de convencer a las mujeres norteamericanas de que su instinto sexual natural es disfuncional, con la esperanza de crear un mercado para la Viagra femenina.     

Si estas son nuestras deficiencias, ¿cuáles son nuestros puntos fuertes? ¿En qué categorías encabeza el mundo Norteamérica? Se nos ocurren inmediatamente dos campos: la obesidad infantil y el encarcelamiento penitenciario. Dirigiéndose a nuestra floreciente población penal, el senador Jim Webb formuló esta observación: “O bien albergamos a la gente más malvada de la tierra, o estamos haciendo algo muy contraproducente”. 

También somos los primeros del mundo en uso de drogas, juicios,  grafitis, televangelistas, comida basura, tenencia de armas, cirugía estética, embarazos adolescentes, consumo de energía y endeudamiento mediante tarjetas de crédito.   

Y ahora tomemos el caso de China. La respuesta del gobierno chino a las recientes huelgas de la industria automovilística resultó una sorpresa para los observadores más veteranos, sobre todo para quienes  guardaban aún frescas en su memoria las imágenes de la Plaza de Tiananmen. Inusitadamente, el gobierno no tomó medidas enérgicas cuando los trabajadores de Repuestos Foshan Fengfu, uno de los proveedores de piezas de Honda en la provincia de Guangdong, se declararon en huelga, exigiendo salarios más altos.  

Por el contrario, el gobierno chino se contuvo y observó, aunque cayeran piezas del dominó, a medida que la fiebre huelguística se extendía a lo largo y ancho del corazón fabril de la China meridional, mientras decenas de miles de trabajadores se movilizaban e insistían en salarios más elevados.   

Liu Shanying, analista del instituto de Ciencias Políticas de Beiying, considera sintomática la tolerancia del gobierno. En su opinión, China intenta promover mayores salarios no sólo como forma de reducir la distancia entre ricos y pobres (que Beiying considera una amenaza potencial al Partido Comunista) sino de proporcionar más efectivo a los ciudadanos para que lo gasten en productos nacionales. 

Beiying quiere que los trabajadores chinos puedan comprar más productos chinos, recordando la innovadora noción de Henry Ford de conceder salarios lo bastante altos a los trabajadores como para que pudieran permitirse adquirir el modelo T que fabricaban.  

“Si no suben los ingresos, ¿cómo se puede impulsar la demanda interna?" pregunta Shanying. “Las huelgas en demanda de mayores salarios están muy en consonancia con una amplia tendencia del desarrollo económico chino”. Aparentemente, el endeudamiento gracias a escalofriantes y desbocadas tarjetas de crédito no les llama la atención como “remedio” adecuado.

Compárese la visión china con el sentimiento antisindical reflejo que se encuentra en los Estados Unidos. En lugar de reconocer las evidentes ventajas de una clase media próspera —y reconocer el papel del sindicalismo organizado en el sostenimiento de esa clase media— hay un movimiento miserable, de espíritu mezquino, en este país, encabezado por el Partido Republicano y la Norteamérica empresarial y dirigido a atacar a los sindicatos. 

En lugar de regocijarse por el hecho de que bomberos, policías y demás empleados públicos todavía ganen lo bastante como para aportar su contribución a la economía, hay quien pide a gritos que se les recorten salarios y prestaciones, con vistas a destruir los sindicatos de empleados públicos igual que destruyeron a los UAW [United Auto Worker, del sector automovilístico] y los Steelworkers [siderurgia]. 

Está claro que nuestra adhesión a las soluciones a corto plazo y nuestro culto casi patológico del mercado de valores —unido a una mentalidad cuasi libertaria de sálvese quien pueda— nos han hecho mucho daño. Cuando agredes a la clase media, te arriesgas a destruir la única base electoral capaz de mantener la viabilidad a largo plazo de una economía robusta.  

El declive de la afiliación sindical coincide con el declive de la economía y ambos guardan conexión. Sin la red de seguridad de los salarios sindicales, cada vez hay menos gente que puede permitirse productos y servicios nacionales. Los chinos se han dado cuenta de ello. De hecho, lo más probable es que observaran el ejemplo de los Estados Unidos mientras hacían los cálculos.

David Macaray, escritor y autor teatral radicado en Los Ángeles, fue presidente y negociador jefe del Sindicato de  Trabajadores del Papel entre 1989 y 2000. Su último libro publicado es It´s Never Been Easy: Essays on Modern Labor [Nunca fue fácil: Ensayos sobre sindicalismo moderno].

Fuente:
Counterpunch, 21 julio 2010

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