Un billete de avión y 300 euros

Gerardo Pisarello

Jaume Asens

26/09/2010

La expulsión de miles de personas gitanas del territorio francés ha agitado en plena crisis el panorama político europeo. Tras el duro cruce de críticas entre la comisaria Viviane Reding y el gobierno de Nicolás Sarkozy, los mandatarios de la UE, incluido José Luis Rodríguez Zapatero, han apretado a filas en torno al presidente galo. Muchos lo han hecho poniendo por delante la necesidad de salvaguardar el principio de no discriminación y la defensa de los derechos fundamentales. Por desgracia, no faltan razones para pensar que, encauzadas las posiciones más extremas, la política de estigmatización y represión de las poblaciones gitanas o de los migrantes en general seguirá campando por sus fueros.   

En realidad, el gobierno Sarkozy emplaza a Europa ante su espejo y no miente cuando sostiene que su política, lejos de ser excepcional, se asienta en prácticas y normas similares a otras ya existentes. La Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia, de hecho, lleva años denunciando en sus informes discriminaciones masivas contra personas de etnia gitana no sólo en Francia, sino también en otros países como Reino Unido o Alemania. Y lo mismo ocurre con el Comité de derechos sociales del Consejo de Europa o con el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, cuya jurisprudencia sobre vulneración de derechos habitacionales a la población romaní no ha hecho sino crecer en las últimas décadas.

Aunque estas amonestaciones y sentencias han sido de gran importancia para mostrar no sólo la injusticia, sino la ilegalidad de estos fenómenos, pocas veces han llevado a los gobiernos a modificar sus políticas. De hecho, todo hace pensar que si las expulsiones francesas no hubieran recaído sobre gitanos de origen búlgaro o rumano, sino sobre gitanos o inmigrantes extra-comunitarios, el escándalo hubiera sido mucho menor.

Buena prueba de ello es que el gobierno de Silvio Berlusconi -uno de los principales valedores de Sarkozy en estos días- lleva tiempo ordenando allanamientos masivos contra campamentos de gitanos migrantes. Cuando lo hizo por primera vez, en 2008, en ciudades como Roma, Milán o Nápoles, estos allanamientos acabaron con la expulsión de centenares de romaníes albaneses y balcánicos. Sin embargo, no merecieron reproches formales por parte de las instituciones comunitarias. Esta  permisividad animó a Berlusconi  a ir incluso más allá. Tipificó la inmigración irregular como delito y anunció la toma de huellas dactilares a los gitanos para tenerlos identificados. Sólo la protesta de algunas organizaciones de derechos humanos y de defensa de los sin papeles forzó al Parlamento europeo a exhortar sin demasiado éxito al gobierno italiano para que cesara el acoso a la población romaní.

En rigor, cuando se analiza la política reciente de la UE y de sus estados miembros en materia migratoria o de combate del racismo, es difícil reunir elementos para el optimismo. Si las instituciones comunitarias, en efecto, suelen exhibir cierta sensibilidad simbólica frente a actos de racismo extremos y mediáticos, no se alteran de igual modo si estos discurren de manera silenciosa y cotidiana. Varios parlamentarios socialistas que en su momento censuraron a Berlusconi y que ahora critican a Sarkozy votaron, por ejemplo, la ominosa Directiva de Retorno que permite extender hasta 6 (y a veces a 12) meses el período de retención de inmigrantes en Centros de Internamiento por el sólo hecho de encontrarse en situación de irregularidad administrativa.

Incluso en el caso español, muchos de los que hoy ponen el grito en el cielo por las medidas de Sarkozy, aplaudieron como un signo de "realismo" el recorte de derechos que la última reforma de la legislación de extranjería impuso a miles de inmigrantes cuya situación social no difiere en sustancia de la de los gitanos expulsados de Francia. Y son los mismos, en el fondo, que apenas se inmutan cuando las expulsiones tienen lugar lejos del ojo de las cámaras. Sólo en la última semana, 47 bengalíes que llevaban cinco años viviendo en Melilla fueron trasladados a un Centro de Internamiento de Extranjeros en Barcelona. A pesar del tiempo que llevaban en la península y de las numerosas muestras de arraigo que habían dado, corren el riesgo de ser expulsados, colectivamente, como en Francia. Su historia, sin embargo, permanecería invisibilizada de no ser  por los colectivos de solidaridad que, en estos días, han llamado la atención al respecto. 

En realidad, la invisibilización y estigmatización de la población económica y étnicamente más vulnerable son dos caras de un mismo fenómeno. De un fenómeno que, además, se agrava en épocas de crisis, donde los más débiles entre los débiles pasan a ser presentados, bien como población sobrante, bien como sujetos "peligrosos" que amenazan los derechos del resto de la población. Que el gobierno de Sarkozy impulse la prohibición del burka y coloque a los gitanos en el punto de mira, al tiempo que acomete, sin debate alguno, el recorte de las pensiones, no debería tomarse como una simple coincidencia. Que el Partido Popular haya intentado imitarlo, buscando gitanos o migrantes "conflictivos" bajo las piedras de cara a elecciones próximas, tampoco. 

La reconvención de una comisaria social-cristiana, de centro derecha, a la obscena política del gobierno francés, podría haber supuesto una cierta inflexión en la política europea sobre la materia. Tras la fulminante descalificación y llamada al orden en la que han coincidido desde Durão Barroso a Berlusconi o al propio Zapatero, es probable que todo se diluya en agua de borrajas. Y es que cuando el ministro francés Enric Besson afirma que la principal diferencia entre los gitanos de ayer y de hoy, entre los viejos y nuevos inmigrantes, reside en que ahora se los expulsa con un billete de avión y 300 euros en los bolsillos, no pretende pronunciar boutade alguna. Sabe que ese es el precio para que una política como la de Sarkozy, con pequeños retoques, pueda resultar aceptable a ojos de unas clases dirigentes europeas que, al cabo, carecen de una política alternativa. He ahí la tragedia.

Gerardo Pisarello es profesor de derecho constitucional de la Universidad de Barcelona y miembro del Consejo de Redacción de Sin Permiso. Jaume Asens es vocal de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona.

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Fuente:
www.sinpermiso, 26 septiembre 2010

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