Sobre las violaciones cometidas en los centros clandestinos de detención como delitos de lesa humanidad

Alejandra Ciriza

25/12/2010


 

En un artículo firmado por un periodista en un diario provincial éste afirma, refiriéndose a una mujer que fuera violada en las mazmorras de la dictadura militar, que ella no busca revolver el pasado, no alienta deseos de revancha ni de venganza. Según el periodista ella desea justicia por ‘responsabilidad individual’. Neutralizado y despolitizado el acontecimiento que la transformó en víctima de torturadores y genocidas, el episodio se convierte, por el artilugio de su razonamiento, en un acontecimiento casi policial, innombrable, un delito de índole privada que el código penal argentino tipifica como “contra la honestidad”. Su operación, que no le es exclusiva, permite dividir: individuos responsables, ciudadanos honestos, víctimas de algún inexplicable exceso contra su honestidad y quienes buscamos verdad y justicia por causas espurias: revolver un pasado que sería mejor olvidar, rencores inconfesables, impuros deseos de venganza.

Muchos periodistas y buena parte de nuestra sociedad suponen, naturalizándolo en extremo, que existen dos partidos: uno neutral, que incluye alguna víctima casual, y otro de “demonios del mal” (el de quienes fuimos delincuentes terroristas subversivos y/o sus familiares, que son inocentes, pero…). Uno de quienes recomiendan perdonar y olvidar, pues sólo se trató de errores y excesos, asuntos individuales en definitiva, el otro formado por el de quienes nos negamos al reparador olvido a causa de resentimientos pertinaces e inconfesables. Uno que considera el pasado pisado… los argentinos éramos entonces derechos y humanos y si algo “les” sucedió, algo habrían hecho u (otra posibilidad) fueron víctimas inocentes de algún error o desvarío personal. Otro formado por quienes procuran hacer del testimonio una puesta a la orden del día de acontecimientos decisivos que supusieron para los y las argentinos, no sólo para nosotros y nosotras, una transformación radical en las condiciones de vida.

Otro tópico común es el del “espíritu de venganza” que recorrería los juicios por Verdad y Justicia. Curiosamente en 34 años ningún familiar de detenidos/as desaparecidos/as por causas políticas atentó contra la vida de ninguno de los/las verdugos. Tampoco lo hemos hecho las miles de personas que a lo largo y a lo ancho del país militamos en defensa de los derechos humanos por razones hondamente políticas. Por el contrario, Jorge Julio López fue desaparecido por segunda vez el 18 de septiembre de 2006 tras declarar en los juicios por Verdad y Justicia. Aún no sabemos de su paradero. Silvia Suppo fue asesinada el 29 de marzo de 2010. Fue testigo en la causa Brussa. En esa causa Silvia puso en palabras la violación sistemática como forma de tortura en los centros de detención y las cárceles de la dictadura militar.

Sobrevivir y testimoniar

El golpe militar precipitado el 24 de marzo de 1976 fue la clase de acontecimiento que dejan huellas duraderas para el conjunto de la sociedad: no sólo se trató de cambios económicos y sociales profundos, no sólo del corte (que no fue uno más) producido en la vida institucional del país, con suspensión de todas las garantías constitucionales, sino de un feroz genocidio protagonizado por quienes, en nombre de la Patria, se convirtieron en amos del Estado y señores de la muerte: 30.000 mujeres y varones detenidos- desaparecidos, entre los cuales se encuentran 800 adolescentes de entre 11 y 19 años, mujeres embarazadas, alrededor de 500 niños y niñas secuestrados o nacidos en cautiverio y apropiados por quienes los consideraban botín de guerra; unas 10.000 personas prisioneras por razones políticas en las cárceles de La Plata, Coronda, Rawson, Caseros, Sierra Chica, Resistencia, Córdoba, Olmos y Villa Devoto; unas 40.000 personas exiliadas, según datos del Comité Intergubernamental para las Migraciones.

Si es indudable que el golpe de 1976 produjo una transformación en las condiciones de vida de los y las argentinas capaz de dejar una huella duradera, por así decir, “inolvidable”, entre el acontecimiento y el testimonio sobre lo acontecido no existe una relación causal. Quien testimonia podría no hacerlo, podría no hablar. Y sin embargo, a más de 30 años del golpe de Estado, en el marco de los juicios por Verdad y Justicia, muchos y muchas sujetos eligen poner palabra a lo sucedido, hablar, hablar. Lo hacen desde posiciones en el campo político y social, desde las huellas que esos acontecimientos dejaron un sus cuerpos y sus vidas, desde los afectos y las experiencias dolorosamente atravesadas. Desde su singularidad. Tal ha sucedido hasta ahora en Mendoza.

En Mendoza, los juicios por la Verdad y la Justicia

Los juicios se iniciaron en la ciudad de Mendoza precedidos por los de San Rafael. El 25 de noviembre el Tribunal Oral Federal N 1 que entiende en la causa, presidido por el Juez González Macías acompañado por los jueces Cortés y Piña escuchó la palabra de Fernando Rule.

Rule, militante montonero y sindicalista fue apresado en febrero de 1976 por una patota y arrojado en el D2 junto con su compañera de entonces, Silvia Ontivero.

Fernando, el primero de los testigos en poner palabra a los delitos cometidos por los represores,  habló de la tortura y también del carácter sistemático de las violaciones cometidas contra las mujeres. Veinte diarias, calcula, llevadas a cabo por todos los policías del Centro Clandestino de Detención.

Las audiencias se sucedieron: el 30 de noviembre declaraba Isabel Figueroa de De Marinis y Silvia Ontivero, el 2 de diciembre Sara Gutiérrez y Mariú Carrera; el 7 Alicia Morales, el 9 de diciembre Rosa Gómez, el 14 Roque Luna, el 16 David Blanco, el 21 Pablo Seydell.

Cada uno, cada una, puso en juego en su testimonio la singularidad de su situación, la especificidad de su experiencia. Ninguna neutralidad, ningún individuo aislado tampoco, sujetos encarnados, marcados por las condiciones en las que en ese momento decisivo de sus vidas hicieron esa experiencia, por los avatares que luego fueron inscribiendo distintas marcas desde las cuales rememoran.

Es el presente el que impronta la forma de recordar ese pasado acontecido, en muchos casos, 34 años atrás. A los 90 años hablaba Isabel, madre de Lila, abuela de Lisandro, el bebé de 4 meses hijo de Lila y su compañero, Horacio Basterra, que se hallaba con su madre en el momento de su secuestro. Isabel, sostenida por sus años de militancia en derechos humanos. Ningún aislamiento, ninguna neutralidad, su historia personal y política jugada en ese momento en que Isabel tomaba la palabra.

Isabel pedía justicia por su hija, de la misma manera que Sara Gutiérrez testimoniaba asumiendo la palabra por las /los integrantes de su familia que, antes que ella, buscaron a Juan, su hermano de 22 años y a su amiga, la peruana María Luisa Alvarado Cruz. Cuando su hermano fue secuestrado por la policía en Godoy Cruz era septiembre de 1976 y Sara tenía 13 años.

La joven Sara comprendería a lo largo de muchos años la relación entre la desaparición de su hermano y la militancia política, algo que percibían claramente otras de las testigos: Mariú Carrera, compañera de Juan Bravo, hermana de Marcelo Carrera, cuñada de Adriana Bonoldi, todos ellos/a detenidos-desaparecidos/a, y también tía del bebé nacido en cautiverio que Mariú aún busca; Alicia Morales, esposa de José Galamba, detenido-desaparecido, compañera de infortunio de María Luisa Sánchez, esposa del también desaparecido Jorge Vargas, cuya hijita de 5 años se suicidaría después de haber visto a su padre torturado y de haber sido manoseada por integrantes de las fuerzas policiales; Silvia Ontivero, secuestrada con Fernando Rule y por entonces militante sindical, apresada por la patota y secuestrada con su hijito de 4 años, Alejo Hunau.

Ni tan siquiera los recorridos de estas mujeres de edades similares se asemejan. Morales y Ontivero estuvieron  presas durante largos años, igual que Rosa Gómez, cuyo único antecedente político era ser la compañera del sindicalista bancario Ricardo Sánchez Coronel. Mariú Carrera en cambio conservó la libertad. En tiempos de la dictadura ella y muchos familiares hicieron el  peregrinaje por iglesias, comisarías, dependencias del ejército y juzgados preguntando por los suyos/los nuestros, construyendo desde entonces lenta y trabajosamente los lazos de solidaridad que nos ligan en los organismos de derechos humanos.

Ningún individuo aislado. Ninguna neutralidad.

Las personas involucradas en los juicios por delitos de lesa humanidad son sujetos sociales, los unos y los otros: torturadores y víctimas, testigos y jueces, familiares de torturadores y familiares de desaparecidos y desaparecidas, militantes de derechos humanos. Cada uno, cada una de nosotras forma parte de algo más que una novela policial de destinos individuales, asesinos seriales, rencores inexplicables, delitos tipificables por el código penal,  resentimientos de 34 años, espíritu de venganza.

Las condiciones que hicieron posible esos delitos, esas torturas, esas violaciones no son individuales, no son policíacas, ni producto de errores, excesos, ni enfermedades mentales. Los delitos cometidos no son delitos comunes, sino delitos imprescriptibles, delitos de lesa humanidad.

Las violaciones a detenidas y detenidos como delito de lesa
humanidad

De los testimonios escuchados en las audiencias se desprende que el trato al que fueron sometidas las personas apresadas por las fuerzas de seguridad incluyó la degradación, el hambreo, el hacinamiento, la tortura y la violación, aplicada sistemáticamente sobre mujeres y varones.

Con particular saña los carceleros violaron y torturaron mujeres más frecuentemente, pero también sometieron a violación a los varones colocándolos con ello en lugares vulnerabilizados.

Las violaciones fueron cometidas por todos, de la misma manera que todos fusilaron, torturaron, interrogaron. Sabían lo que sucedía, cómplices y ejecutores de un plan sistemático de exterminio de la subversión enemiga. Ensangrentaron al país con el justificativo de que quienes eran considerados como enemigos eran menos que humanos, terroristas apátridas.

Si la tortura es sabida, las violaciones han ido tomando estado público tímidamente, de a poco. En Santa Fe en la palabra de la asesinada Silvia Suppo, en Mendoza en las declaraciones de Silvia Ontivero, quien fuera brutalmente torturada y violada. Serena, Silvia relató en forma descarnada los vejámenes a los que fue sometida una y otra vez por los policías violadores. Habrían sido unos veinte: “eran distintos olores, distintos cuerpos, distintas voces” –dijo.

Rosa Gómez contó que después de un mes dejaron de aplicarle golpes y picana, pero fue violada desde el primero hasta el último día durante su permanencia en el D2.

David Blanco hizo expresa referencia a los ataques sexuales sufridos por los varones, al ensañamiento con los genitales y el ano, a la ferocidad con que fue tratado, que lo hacía, en sus palabras, “desear la propia muerte”.

 Silvia, Rosa, Alicia, Fernando, David hablaron de torturas y violaciones ¿Individuales? ¿Casuales? ¿Delitos privados contra la honestidad o delitos de lesa humanidad? ¿No tejió la violación sistemática el mismo tipo de pacto de silencio entre torturadores y violadores que la tortura “común”? ¿Cómo distinguir el picaneo de la violación? ¿Por qué suena razonable suponer que, mientras la tortura y los tratos crueles constituyen delitos de lesa humanidad, las violaciones no son sino delitos de índole privada?

La violencia sexual es una experiencia de violencia extrema cuyas víctimas habitualmente son mujeres, o varones ubicados en posiciones de subalternidad o a los que se desea “feminizar”, por así decir. Estos ataques a la integridad corporal en contextos de prisión política y de tortura han sido invisibilizados a menudo. Ello es posible debido a que la culpa y la estigmatización por lo sucedido recaen, paradojalmente, sobre las personas afectadas y no sobre sus ejecutores.

Para decirlo brevemente: si tales actos son posibles en condiciones históricas y sociales precisas, la interpretación de lo sucedido no escapa a las marcas sociales y culturales existentes en las sociedades en las que tales actos se perpetran.

En sociedades patriarcales como la nuestra los cuerpos de las mujeres son significados como propiedad de algún varón, padre, patrón o marido, y como un medio para sus fines: placer, procreación, violencia, explotación, prostitución, acoso, abuso. Sólo un deseo parece poblar el imaginario social: el masculino. Sólo un sujeto activo, el varón, que no puede sino ser heterosexual.

De allí que en la competencia entre machos poseedores raptos, apropiaciones, esclavizaciones, violaciones masivas de “las mujeres del enemigo”, hayan sido parte de la historia siempre repetida de la saga de “varones guerreros” y “mujeres reproductoras”. Ningún lugar para lo considerado “anormal”.

Nada muy distinto sucedió en Argentina. Sin embargo, es preciso aclarar, no hubo “ejércitos”, ni guerra de ningún tipo, sino secuestros perpetrados por agentes del Estado que, violando todos los derechos de las personas, las sometieron a prisión sin que mediara procedimiento legal alguno y perpetraron contra ellas y ellos, aún niños y niñas, adolescentes y mujeres embarazadas, torturas, vejaciones y violaciones que tienen el carácter de delitos de lesa humanidad. El hecho de que existieran organizaciones armadas no otorga a lo sucedido carácter de guerra.

Y sin embargo la idea de que las violaciones son delitos de índole privada insiste, y ello por una serie de razones.

Así lo dice el código penal: es delito de índole privada y ligado al honor y la “honestidad”. De allí que sea tan difícil el tratamiento público del asunto. Tanto que a pesar de la frecuencia con que la violación de las mujeres ha estado asociada a la tortura y los crímenes de guerra, a los procedimientos realizados por el aparato represivo del estado contra los enemigos políticos, tal como sucedió en Argentina, Chile, Brasil, Paraguay, Uruguay, el carácter político de la violación y su uso como forma de tortura parece borrarse una y otra vez.

No importa cuántas veces haya sucedido. Los marcos históricos, sociales y políticos se borran para colocar una y otra vez a la mujer aislada de cara a su violador, como si se tratara de un hecho individual, de un acontecimiento particular, de una noticia más en la crónica policial.

La violación de varones heterosexuales no merece siquiera mención. No sucede, nunca sucedió, de la misma manera que en la retórica escalofriante de Videla los detenidos-desaparecidos simplemente “no estaban, desaparecieron”. Si un varón fue violado se trataría de un homosexual, de alguien violable por ello, es decir, más de una mujer que de un varón.

En todos los casos, se dice, fueron excesos, errores, asuntos individuales, producto del deseo de algún agente accidentalmente violento, atentados contra la “honestidad” de las mujeres encarceladas, castigos merecidos para desviados, delitos de índole privada que proscriben, como bien se sabe.

 La dificultad, pues, reside en comprender que esas violaciones (como muchas otras que se perpetran a diario) eran y son posibles porque existen relaciones sociales que las hacen culturalmente admisibles. Entonces como forma de tortura sistemáticamente llevada a cabo como parte de la estrategia de destrucción de los /las enemigos/as políticos secuestrados/as y arrojados /as a las mazmorras de la dictadura. Ahora, y durante siglos, como mecanismo eficaz de reclusión de las mujeres en espacios de circulación restringida.

La dificultad reside en intentar juzgar delitos de lesa humanidad con el Código Penal en la mano, persona por persona, testigo por testigo, tolerando que la biología otorgue a los genocidas alguna forma de la impunidad, permitiendo que la falta de pruebas exima de culpa a torturadores y genocidas, como si se tratara de crímenes individuales.  

La dificultad reside en juzgar delitos sexuales según concepciones jurídicas que no asumen las consecuencias de la sexuación humana. El sujeto de derecho, como se sabe, es abstracto, neutral, y cuando es sexuado lo es en términos que aún hoy heredan los del Código Napoleónico de 1804 un par de siglos después: delitos contra la honestidad.

Es algo tan sencillo como esto: no se trata de que David, Silvia, Rosa hayan confesado haber sido  violados/as. Nada hay en este punto que confesar. Se trata de la denuncia de un delito que por su carácter político, por haber sido perpetrado bajo la responsabilidad del Estado Nacional, constituye delito de lesa humanidad.

La dificultad para comprender esto reside en una sociedad y un periodismo que buscan aún en los crímenes cometidos por la dictadura y sus cómplices acontecimientos dignos de crónica policial amarilla o roja, individuos aislados, neutralidad política y sexual. Sordos a la palabra encarnada, a su contenido cuestionador, a su sostén social, a la voluntad de testimoniar en nombre de los nuestros, de traerlos al presente, tal como están en nuestras vidas nombrándolas/os, denunciando, resistiendo.  

 Alejandra Ciriza es una militante por los Derechos Humanos, activista feminista y socialista, también es profesora de filosofía política en la Universidad de Mendoza, Argentina.


Fuente:
www.sinpermiso.info, 26 de diciembre de 2010

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