Madrid: la universidad que necesitamos

Paco Marcellán

06/03/2011

La elección a Rector en la Universidad Carlos III de Madrid se está convirtiendo en un debate sobre el modelo de universidad necesario para nuestras sociedades en este parteaguas civilizatorio. Como en el cuento de Italo Calvino, los modelos se dividen entre aquellos que aceptan, resignadamente, que vivimos en el infierno y tratan de maximizar sus opciones y entre, los que me encuentro, que sin desconocer la condición crítica de nuestras sociedades consideramos que nuestro papel es muy diferente del de la resignación cómplice o entusiasta, tanto da.

Debería preocuparnos, y no solo, a los que vivimos por y para la universidad, que esta venerable institución esté jugando un papel tan secundario en un momento cardinal para la vida de nuestras poblaciones. Agobiados por una crisis económica que no parece tener fin, reconozcamos que hemos participado poco en esclarecer las causas de la situación actual y menos aún en la visibilización de las alternativas. Digo esto reconociendo el trabajo ímprobo que centenares de académicos y académicas han venido haciendo para narrar, de manera comprensible, lo que nos ocurre y sus posibles evoluciones. Pero, dicho esto, parece obvio, también, que la universidad como institución no es referenciada por el conjunto de la población como actor imprescindible cuyas opiniones deban ser tenidas en consideración para abordar las salidas al marasmo que nos agota. Obsérvese que nada digo sobre lo sustantivo, las opiniones mismas, pero el hecho obvio de que la universidad es percibida ya como una institución que va a lo suyo debería mover a la reflexión, cuando menos. Este punto de la responsabilidad social de la universidad es uno de los aspectos más significados de nuestra apuesta por una universidad de calidad.

Un segundo aspecto hace referencia a nuestra exigencia para que la universidad del futuro esté firmemente anclada en su comunidad universitaria. Esto es, una institución que fíe su presente y su futuro a la calidad de sus recursos humanos, de su personal docente e investigador y del personal de administración y servicios. Esto significa condiciones dignas de trabajo; limitación de la precariedad; carreras profesionales con perspectivas escalonadas y previsibles; salarios decentes; capacidad de la universidad para reciclar, formar y promocionar y preocupación y cuidado por la conformación de equipos. La legítima crítica a las prácticas endogámicas oculta, a veces, una enfermiza obsesión por los “fichajes estrella” más cerca del mercado futbolístico, con perdón, que del funcionamiento propio de una institución docente e investigadora.

La comunidad universitaria incluye, también, al alumnado. Y considerar a los y las alumnas como un activo de la universidad, cuidar la docencia y favorecer una enseñanza exigente y de calidad que, además de formar los mejores profesionales, contribuya a formar ciudadanía debería ser un compromiso de cualquiera que aspirara ejercer el máximo liderazgo en una universidad. Pero aquí, nuevamente, los modelos divergen y, en ocasiones, admirados por la visión cómplice del “esto es lo que hay”, se desprecia al alumnado y se le considera una carga (no se si saben que en el argot universitario se habla de “carga docente”), que, en fin, hay que soportar.

La aplicación práctica del famoso Plan Bolonia exige un debate en profundidad. No ya sobre las bondades del modelo sino sobre su aplicación práctica. Hay diferentes enfoques y posibilidades y no nos gusta aquel que ha usado las potencialidades de Bolonia como una excusa para primar la investigación deteriorando la docencia.

El punto de encuentro de esta compleja red de experiencias, intereses y expectativas debe ser la participación en la vida de la universidad. La elección directa del Rector, un logro democrático sin duda, ha propiciado también una cierta personalización de las propuestas que favorece una cierta indiferencia respecto a las prácticas democráticas, a la búsqueda de consensos y a la consideración de la universidad como un espacio de deliberación y de acuerdo. Se puede y debe hacer un esfuerzo para convencernos de que las prácticas democráticas y participativas son nuestra garantía de cohesión y acuerdo. En una institución tan plural, compleja, donde conviven culturas científicas tan diferentes, esta idea de democracia densa debería ser el abc de todas las propuestas.

Nos parece plenamente defendible y posible, la propuesta de una universidad pensada para cooperar, compartir y colaborar. La lógica del “sálvese quien pueda” tan cara al mantra de la excelencia empresarial de origen anglosajón, es una reliquia del pasado que, tristemente, pretende ser presentada como una moderna novedad. Nada más moderno y productivo para una institución que generar sinergias, acuerdos y compromisos forjados a través de prácticas participativas, basadas en la deliberación y la argumentación. Y objetivos que trasciendan los muros de la universidad y tengan los problemas sociales como referencia inexcusable.

Nuestras sociedades necesitan universidades con capacidad para formar profesionales, claro está, pero también con vocación de intervenir sobre los problemas que nos apremian. Ese es nuestro papel. En estos puntos los caminos de los diferentes modelos divergen. El nuestro, ya lo hemos dicho, pretende hacer hueco para otras perspectivas. Si queremos otros resultados, necesitamos hacer las cosas de otra manera.

Paco Marcellán es catedrático de matemáticas de la Universidad Carlos III y candidato a rector en las elecciones académicas en curso en esa universidad pública madrileña.

Fuente:
www.sinpermiso.info, 6 marzo 2011

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