Hybris postsocialista. La tragedia de Viktor Orbán y de la izquierda húngara

Attila Melengh

26/02/2012


Hace un año y medio que Hungría ocupa la primera página de los periódicos. Daniel Cohn-Bendit considera a Viktor Orbán un nuevo Chávez o un Lukashenko dentro de la Unión Europea. La secretaria de Estado de EEUU, Hillary Clinton ha amonestado al actual primer ministro de Hungría por atentar contra las libertades personales e interferir en la independencia del sistema judicial. Barroso, el presidente de la Comisión Europea, ha enviado una clara advertencia contra la modificación de la legislación bancaria que afectaría al Banco Nacional y determinaría  la congelación del impuesto sobre bienes inmuebles mediante la Constitución.  A su vez, la Comisión Europea ha mostrado su desacuerdo en relación a la nueva Constitución húngara y a la ley de prensa. En la misma línea, el FMI y la Comisión Europea han roto las negociaciones con el gobierno húngaro y han reclamado la aplicación real de los principios de «mercado» para las políticas económicas gubernamentales. Los bancos de dentro y fuera de Hungría afirman alto y claro que el gobierno húngaro arruina el sector financiero mediante las tasas suplementarias y el uso "perjudicial" de los préstamos extranjeros (euros y francos suizos) destinados a los ciudadanos húngaros y a la administración local. Eso es lo que repite sin cesar el dogma cotidiano entonado por los grupos burgueses locales, cuyos moderados integrantes no muestran simpatías nacionalistas. No obstante, estos grupos ya han conseguido lanzar a la calle a decenas de miles de personas para clamar contra los elementos reales o imaginarios de la política del partido de Viktor Orbán.

En el bando opuesto, los medios que apoyan al gobierno local presentan a Viktor Orbán como a un verdadero "representante del pueblo" o "héroe justiciero", que lucha contra la malignidad del capitalismo global y defiende los derechos de la población local. Tal vez un 20% del electorado húngaro piense lo mismo. Pero esta imagen de lucha por la justicia social y la soberanía nacional, una esta especie de nacionalismo de izquierda, no contiene ni una pizca de verdad. Orbán ni es Chávez,   ni Mugabe, ni Nasser, ni Castro y ninguna de las figuras que lucharon por los ideales socialistas en el contexto del capitalismo global. Hubiera podido ser una personalidad con este perfil, dadas sus primeras inclinaciones hacia las políticas de emancipación. Sin embargo, de forma similar a toda la sociedad húngara, igual que la izquierda, los liberales o los conservadores, Orbán  representa la hybris postsocialista, que sostiene que el sistema socialista fue un sistema degradado per se, mientras que el capitalismo semi-periférico representó el verdadero progreso. Este posicionamiento sin reflexión conlleva a un gran error que aboca al caos.

En este caos, el único objetivo «constante» de la política de Orbán se reduce a demostrar dentro y fuera del país que su misión es poner orden en Hungría y alejarla de todos los «comunistas», que son los lacayos del capitalismo global  (además de ser sus enemigos personales). Su propósito se centra en convertir Hungría en un diminuto Imperio europeo con plena soberanía dentro de la región de los Cárpatos.

Este deseo de reconquistar el orgullo nacional, unido al caos político postsocialista en la comprensión del capitalismo global, degeneran, dentro del contexto de la historia local y regional, en la creación de un personaje descabezado y cada vez más trágico. Si volvemos la vista atrás en la historia, resulta preocupante que no nos demos cuenta de que Orbán y buena parte de la sociedad húngara resuelven esta hybris mediante su opción por un verdadero autoritarismo. Analicemos la situación por partes.

La frustrada población húngara muestra su irritación por una evolución política que se supone que defiende sus intereses. Se siente prisionera de un grupo político reducido y arrogante que busca venganza, pero que al mismo tiempo entiende algunos de los problemas clave de la economía del país. No obstante, por motivos de mentalidad y estructurales (la estructura de la economía húngara, los intereses de los pequeños magnates húngaros, las propias posiciones sociales, el declive general de Occidente, el eurocentrismo y el anticomunismo), los políticos agudizan los problemas económicos y empujan a la sociedad húngara hacia una histeria semifascista. No hay que engañarse, todavía no estamos ante un sistema fascista de partido único, sino ante una estructura autoritaria, cuyos dirigentes sueñan tal vez con una evolución y un desarrollo similar al de Corea de Sur en la década de 1960, con un coste mínimo del trabajo y una seguridad social casi inexistente.

Los críticos liberales y occidentales interpretan de forma errónea esta evolución, ya sea de manera intencionada, o por simple ignorancia. Creen que un potencial dictador amenaza el sistema constitucional liberal por motivos ideológicos y por afán de poder. Conforme a esta visión, nos encontraríamos ante un Lukashenko en versión húngara o ante una reconstrucción del socialismo autoritario. Cabe pensar que en este punto tropezamos con un tema característico de la memoria colectiva húngara (esta memoria sigue siendo una de las fuentes de la evolución trágica del presente). No obstante, en grandes líneas, no se trata de una reconstrucción de los sistemas autoritarios del pasado, y sobre todo, no nos encontramos ante un Kádárian. Estamos ante un claro intento de salvaguardar la versión local del capitalismo global, detalle que hace todavía más trágica la situación. Sólo se mantiene un cierto colectivismo para defender el capitalismo nacional, completamente abierto al capitalismo global.

No cabe lugar a dudas que la retórica política oficial no abraza el discurso liberal. El asunto se viste de color nacional, dado que el público destinatario es la furiosa clase «media» (sin importar su porcentaje), de perfil nacionalista y conservador. Llegados a este punto, la situación se desliza hacía el fascismo. En los programas diarios (es decir, en las noticias y los programas de debates políticos de los medios de comunicación «públicos» húngaros) se producen permanentes autos de fe fascistas y conservadores contra la izquierda, los liberales, los homosexuales, los gitanos y sobre todo contra los comunistas que, según otro dato peliagudo de esta historia, nunca fueron comunistas. A fecha de hoy, comunista es sinónimo de gente de negocios con más o menos influencia y de empresarios que ocupan una función económica clave. Este grupo incluye a personalidades como Gyurcsány y Bajnai, que controlan amplios segmentos de la economía local y que no tenían mucha relación con el comunismo, más allá de apropiarse de los activos de los sectores públicos, igual que los no comunistas. La palabra comunista o bolshes equivale simplemente a cualquier persona sospechosa de corrupción, vista como un traidor. Al mismo tiempo, se asocia a los «comunistas» con las atrocidades cometidas en 1950 y una gran parte del público húngaro se cree esta manipulación.

No obstante, en cierto modo, los «anticomunistas» describen correctamente a los «comunistas» como grupo unitario, es decir, el grupo que reinstauró las jerarquías globales en el país, incluso antes del cambio del régimen político. No se plantearon la necesidad de adaptar el país a las condiciones externas que existían. Forzaron la exportación mediante la adquisición de nuevas tecnologías y la identificación de nuevas reservas de mano de obra barata, fácil de explotar, actuando incluso contra los elementos «socialistas» del sistema. En aquel entonces, pusieron en peligro la autonomía de la dominante economía de Estado. Estas medidas pasadas las podemos interpretar como un intento de disciplinar a la opinión pública conforme a los requisitos impuestos por una posición económica semiperiférica.

Hemos llegado al elemento decisivo del escenario político elaborado por los partidos histéricos de derecha. Estos han recurrido a la introducción de la sociedad húngara en las jerarquías capitalistas globales mediante una nueva modalidad, inexistente en la época de los gobiernos liberales y socialistas. Han comenzado por defender los intereses nacionales y la prohibición de la venta del país. En este sentido, a fecha de hoy, los comisarios de la derecha revisan cualquier contrato firmado con anterioridad al presente gobierno y en la prensa surgen cada día viles «escándalos». Algunos de estos casos son reales, mientras que otros muchos son sólo la consecuencia de una economía que defiende a un gran número de empresas privadas que ofrecen servicios de externalización para el sector «público». El capital global y los agentes institucionales dejaron el sector «público» en manos de la burguesía local.  Esta situación no se refleja a nivel global y la corrupción que genera produce suficiente capital político. Por supuesto, la prensa mainstream se calla y no explica la interrelación de todo el sistema porque las conexiones liliputienses con el Gulliver de los recursos públicos constituyen a su vez una vía de negocio para los propios periodistas. El capitalismo como proyecto vampírico se encuentra en la base de muchas otras maniobras políticas. Tras el expolio realizado por las sociedades internacionales y los «magnates» húngaros, los recursos públicos actuales son objeto de deseo de todos.  

El sector público no alberga demasiada riqueza y la situación del país evidencia una realidad deplorable. La elevada deuda externa y el déficit en constante aumento han llevado a intentos sistemáticos por reducir todos los presupuestos que afectan a las personas, sobre todo a las más débiles. Parece ser que Viktor Orbán y su ministro de economía, Matolcsy, envidiaban a Nicolae Ceaușescu, «el genio de los Cárpatos», por conseguir pagar la deuda externa, sin tener en cuenta las consecuencias que tendría a nivel local. Por otro lado, reducir el valor de los préstamos extranjeros acordados a la frágil clase media significaría ignorar las consecuencias globales de este gesto y disminuiría algunas ventajas de los dirigentes. La deuda externa constituye la especialidad de la paranoia FIDESZ y es, a su vez, una forma sistemática de subordinar a la sociedad húngara para reconfigurar el capitalismo local, sin ofrecer ninguna alternativa de supervivencia a la población. A pesar de entrar en un posible conflicto con los bancos con capital extranjero por la decisión de pago de los préstamos bancarios a un tipo fijo (lo que implicaría pérdidas de casi 1 billón de euros aproximadamente), el objetivo final de la medida es mantener un capitalismo con rígidas preferencias de clase, favoreciendo a los que pueden permitirse adquirir una propiedad.

Para aclarar la situación, basta con subrayar que la adquisición de los fondos privados de pensiones (que representan una acumulación de capital privado garantizado por la autoridad pública) no fue sólo una iniciativa sensata, sino que es una de las pocas iniciativas (irritante para los liberales) saludables. No obstante, esta renacionalización y la consecuente e insignificante reducción de la deuda externa de Hungría (con pérdidas del 3% por las tasas de cambio en detrimento de la moneda húngara) no impidieron el proceso de adquisición de nuevos activos por parte del Gobierno. Volvieron a comprar las acciones de la empresa MOL (Grupo petrolero húngaro), anteriormente transferidas a inversores austriacos a través de OMV, acciones que se llevaron 2000 millones de euros, dinero prestado por el FMI. Al mismo tiempo, permitieron el colapso de la compañía pública de aerolíneas Málev para favorecer intereses empresariales y políticos. Este dato demuestra de nuevo que el objetivo del gobierno no es facilitar la adquisición de capital, sino beneficiar y aumentar el balance del capital local del Estado ante el capital global. Los «magnates» húngaros simplemente utilizan los recursos del Estado para extraer sus ventajas ante la competencia local o extranjera. Por ejemplo, el Gobierno aprobó con una mayoría de dos tercios de los votos una ley que permite a un promotor inmobiliario estar exento del pago de las tasas correspondientes a su actividad. En otro caso, una personalidad húngara del ámbito de los negocios ha impuesto a las autoridades públicas el cierre de su competencia. Esta es también la cara del actual sistema judicial. Los hombres de negocios controlan las políticas económicas y piden directamente al Gobierno una reducción de los gastos públicos y de la prestación por desempleo a 90 días; asimismo reclaman que se les garantice la posibilidad de despedir a cualquier empleado sin ninguna justificación y una rebaja del salario mínimo mediante el trabajo «obligatorio» para el sector público. A la vez, pretenden disminuir las ayudas sociales, sobre todo las destinadas a los grupos más pobres y desfavorecidos. Este modelo no dista del capitalismo semiperiférico que funcionó hace cien años, cuando los sueldos que se pagaban en el sector agrícola eran muy bajos para fomentar la competitividad frente a la falta de capital necesario para una producción agrícola intensiva. Sin embargo, tras 40 años de socialismo de Estado, para la imposición de este mismo modelo hace falta  una previa represión ideológica y de discurso.

En consecuencia, este modelo necesita los matices mencionados y las paradojas entre las cuales se incluye la permanente búsqueda de chivos expiatorios, como los pobres y los gitanos, que intensifican los conflictos de clase y el racismo. Este es el motivo por el cual han centrado sus golpes en la gente sin techo (cuya presencia en los espacios públicos está prohibida por ley) y no han cesado de poner en evidencia las infracciones de los gitanos.

A uno le resulta extraña la satisfacción que encuentran los actuales dirigentes en dar rienda suelta a su odio hacia los gitanos, al debatir sobre la obligación de los mismos a trabajar como sirvientes o al culpabilizar a los «comunistas» de todos los conflictos sociales generados por una desigualdad y marginalización cada vez mayores. Se promueve la propaganda más detestable que el país ha visto en muchos años y sólo este tipo de propaganda mantiene el actual Gobierno en el poder, dado que no existe ningún debate sobre el impacto real del capitalismo en Hungría.

Como uno de los aspectos más preocupantes, se debe subrayar el hecho de que esta maquinaria propagandística tiene múltiples funciones políticas. Por ejemplo, a los nuevos clientes sólo se les paga si excluyen del negocio a los antiguos contratistas. Se nombra a nuevas personas en los cargos públicos liberados por los «comunistas». En consecuencia, el Gobierno muestra que se encuentra en una continua lucha por defender los intereses húngaros contra los enemigos internos y el capital global. Se trata de una estrategia que consiste en alimentar el miedo de tipo fascista dentro de la insegura clase «media», posicionándola al mismo tiempo contra las clases desfavorecidas y las élites. La propaganda es la única salvación de los dirigentes, dado que no pueden cumplir lo que prometieron al capital global y a sus representantes. Sería su muerte.

Lo que debe preocuparnos son las consecuencias de una falsa lucha nacionalista con verdaderos instintos fascistas. El resultado más obvio es que la llamada derecha radical se puede extender mucho más. Para la máxima infelicidad de la izquierda política, esta derecha radical se apropió y reformuló aquellas ideas que la izquierda hubiera tenido que expresar dentro de un contexto adecuado. Resulta extraño escuchar a los "arios" periodistas locales adeptos a una Gran Hungría y posicionados contra los gitanos citando a conocidos críticos internacionales. En consecuencia, la ascensión de la derecha radical en Hungría no es sólo el resultado de las crisis políticas y sociales, sino también del hecho de que la población local se ha visto empujada hacia ella  por todos los grupos políticos que no consiguen formular una propuesta viable en un periodo de declive de Occidente y reestructuración del capital global. Así es que no debe parecer insólito que en Hungría la extrema derecha sea el segundo partido más popular. Otra consecuencia de esta situación es la permanente lucha por la Gran Hungría: defender a los húngaros que viven en los países vecinos. Igual que Rumanía en su relación con Moldavia, Hungría concedió la ciudadanía no-residente a los magiares o a las personas que pudieron demostrar tal identidad. Es un aspecto que no se debate demasiado a fecha de hoy en los países de la región, excepto en el caso de Eslovaquia (Robert Fico volvió a estar presente en Eslovaquia). Pero podemos estar seguros de que el ejemplo de Hungría, un país «avanzado» en la construcción de un sistema autoritario semiperiférico será un ejemplo para otros grupos políticos de los países vecinos. Y sólo en ese momento veremos el caos generado por los pequeños imperialistas adeptos de la Gran Hungría y contrarios al tratado de Trianon. El alejamiento de todos los grupos políticos que se esforzaron por tender puentes sobre las fronteras étnicas para asegurar derechos étnicos fundamentales, y su consecuente reemplazo por los estúpidos «radicales» destrozará cualquier estrategia mediante la cual se intente apaciguar las emociones creadas por políticos sin ideas para gestionar la crisis.

El futuro de esta defensa nacionalista del capitalismo semiperiférico depende en gran medida del futuro de los escenarios políticos europeos. Alemania, que utiliza Hungría como provincia china local (ya que ofrece material de calidad para sus productos competitivos) y como mercado para sus multinacionales, podría sentirse  irritada por estos intentos de reforzar la Gran Hungría. En primer lugar, Alemania no tiene ningún interés en defender esta línea política, y en segundo lugar, busca soluciones más pacíficas. No le gustan los escandalosos de provincia, sobre todo en caso de una quiebra del euro. Desde esta perspectiva, Alemania comparte el punto de vista de Estados Unidos, que solicitó una gestión política basada en principios occidentales. China no muestra ningún tipo de interés por la posición de Hungría, porque la economía húngara no existe y el país no tiene ninguna influencia internacional. Seguirá con pragmatismo el ejemplo alemán, es decir, abordar la situación sin inquietud. Si Hungría no les conviene, simplemente se mudarán a Eslovaquia. 

En esta hybris postsocialista, solo una histeria permanente puede mantener a Orbán en el poder. Pero su falsa revuelta traerá consigo problemas mayores. Desembocará en un escenario en el cual sólo los clientes y «los expertos» del capitalismo global lucharán contra los fascistas de derecha. La izquierda política no cuestionó ninguno de los elementos clave del capitalismo global y de su funcionamiento en Hungría. No consiguió aportar una mejor interpretación de los cambios de régimen ocurridos en las décadas de 1980 y 1990. La reacción de los izquierdistas cobardes con sus pequeños intereses burgueses se redujo a proclamar la inexistencia de una solución contra la malignidad del capitalismo semiperiférico. A fecha de hoy, solo apuntan: mira lo que ha hecho Orbán y cómo fracasa. Esta falta de alternativa representa la verdadera tragedia de la izquierda húngara y del país entero.

 

Attila Melengh es sociólogo, lector en la Universidad Corvinus de Budapest, autor de los volúmenes On the East/West Slope. Globalization, Nationalism, Racism and Discourses on Central and Eastern Europe (2006) Budapest, CEU Press y The Population History of Kiskunhalas from the 17th century till the early 20th century, (2001) Budapest KSH NKI.

 

Traducción para www.sinpermiso.info: Corina Tulbure

 

Fuente:
www.sinpermiso.info, 26 de febrero de 2012

Subscripción por correo electrónico
a nuestras novedades semanales:

El responsable de tratamiento de tus datos es Asociación SinPermiso y la finalidad del tratamiento es hacerte llegar nuestras novedades. Puedes ejercer tus derechos en materia de protección de datos contactando con nosotros*. Para más información consulta nuestra política al respecto (*ver pie de página).