La máquina de combate humana

Àngel Ferrero

25/03/2012


Fue hace unas semanas. El humo del tabaco calaba la ropa, las mesas, las sillas, las paredes del bar de Neukölln, el viejo barrio proletario de Berlín, hoy lugar de residencia de muchos de los inmigrantes turcos y libaneses de la ciudad, cada vez más empujados al sur, al norte y al oeste de la ciudad a medida que la gentrificación va ganándoles terreno. Hoy retransmiten el combate de Wladimir Klitschko contra Jean-Marc Mormeck y mejor sitio que éste no había. Sorpréndanse: en Alemania el boxeo sigue siendo un deporte popular. Y puede que el nombre de Klitschko tenga algo que ver. O quizá no: históricamente el boxeo fue un deporte muy estimado por los trabajadores antes de que la corrupción, el dopaje y la falta de respeto por las normas lo rebajasen a la categoría de espectáculo violento para el lumpenproletariado con televisión por cable, que es lo que le da su mala fama actual. No siempre fue así e incluso en la primera mitad del siglo XX movimientos de vanguardia como el dadaísmo y el futurismo se interesaron por el boxeo, atraídos por la plasticidad del crudo enfrentamiento físico –que deja poco margen a las veleidades intelectuales– y su carácter indiscutiblemente popular. Arthur Cravan, Francis Picabia o Serguéi Eisenstein se interesaron por este deporte y Bertolt Brecht planeó escribir en 1925 una biografía del boxeador Paul Samson-Körner –que también fue retratado por Jakob Steinhardt–, que había de titularse La máquina de combate humana (Der menschlische Kampfmaschine) y que nunca llegó a terminar, además de un relato corto titulado El uppercut (Der Kinnhaken). Suhrkamp publicó en 1995 estas notas con el título Der Kinnhaken und andere Box- und Sportgeschichten. Estas cosas las aprendí justamente preparando una tesina sobre Brecht que no interesó absolutamente a nadie –“demasiado histórica”, “demasiado política”– y que muy probablemente habré de entregar a la crítica roedora de los ratones. Si es que dentro de tres años siguen las universidades españolas en pie.

Wladimir Klitschko es desde luego un tipo interesante. Su historia la recoge un documental reciente, titulado, sencillamente, Klitschko (Sebastian Dehnhardt, 2011). Nacido en 1976 en Semipalatinsk, entonces República soviética de Kazajistán, donde estaba destinado su padre –un militar de las fuerzas aéreas del Ejército Rojo que más tarde colaboraría en las tareas de limpieza de Chernóbil–, Wladimir Klitschko habla con fluidez cuatro idiomas (ucraniano, ruso, alemán e inglés), es un aficionado declarado del ajedrez y desde el 2001 posee el título de doctor por la Universidad de Kíev. Muchos boxeadores se preguntan de hecho por qué los hermanos Klitschko –pues su hermano, Vitali, también es boxeador– se enfundaron los guantes pudiendo haberse dedicado a cualquier otra cosa. Tras la desintegración de la Unión Soviética, cuando muchos deportistas de élite y miembros de las fuerzas de seguridad se pasaron simplemente a la mafia, los Klitschko emigraron a Alemania. En Hamburgo se enfrentaron a todos los obstáculos que se interponen en la vida de cualquier inmigrante y recondujeron su carrera deportiva –desde entonces Wladimir utiliza la transliteración alemana de su nombre–, una de las más exitosas de toda la historia de esta disciplina: en la categoría de los pesos pesados, Wladimir Klitschko se ha subido 60 veces al cuadrilátero y ganado unas 56, 49 veces por KO. Klitschko ha prometido esta noche tumbar a Mormeck y conseguir el quincuagésimo nocaut de su carrera. A pesar de sus indiscutibles logros, el estilo del ucraniano –según dicen, uno de los últimos representantes del boxeo clásico– no gusta a los estadounidenses, para los cuales es demasiado “técnico” y “lento” (sloppy). Klitschko tiene temple, no se deja dominar por accesos de cólera ni se ensaña con su contrincante, la mayor parte del tiempo mantiene la distancia con el adversario con los brazos y su fuerte es un jab fuera de lo común. Nada espectacular, al menos a ojos de los norteamericanos. Quizá sea más bien la envidia que generan sus conquistas románticas: las actrices Yvonne Catterfeld, Alena Gerber y Hayden Panettiere y la modelo checa Karolína Kurková.

Cincuenta mil personas se han reunido hoy en el Düsseldorf Arena para ver el combate. Todas las apuestas van con Klitschko. Jean-Marc Mormeck, francés nacido en Guadalupe, es más bajo y menos pesado, aunque también por ello más ágil, lo que podría complicarle en un momento dado las cosas a Klitschko. Mormeck se caracteriza por un estilo agresivo, que le ha reportado éxitos en el pasado: 36 victorias (21 por KO) y sólo 4 derrotas. Mormeck, calzón negro, es el primero en entrar. Le sigue Wladimir Klitschko, albornoz y calzón rojo, suena “I can't stop” de The Red Hot Chili Peppers. Aquí se terminan las especulaciones. Let's get ready to rumble. Suena la campana, primer asalto. Mormeck intenta acercarse todo lo posible a Klitschko, golpearle desde cerca y desde abajo, lo lógico para un boxeador de su tamaño contra alguien como Klitschko, que lo mantiene a raya, y ahí está Klitschko, el emigrante ucraniano, peleando contra Mormeck, el emigrante antillano, y aquí estoy yo, el emigrante catalán, rodeado de emigrantes turcos y árabes y otros que no logro identificar, qué imagen, dándole vueltas al vaso de cerveza, dándole vueltas a todos los asuntos que me preocupan. Según José Ignacio Wert, los que andamos por aquí ni siquiera somos emigrantes, sino latinoamericanos que nos nacionalizamos españoles gracias a (¡todo cuadra!) la Ley de Memoria Histórica. Un amigo mío me asegura que, si las cosas siguen así, si volvemos nos harán fusilar por alta traición. Una gran pérdida, desde luego, parece que no somos. Cuatro fogonazos mal contados en los medios de comunicación hace unos meses y ya nadie se acuerda de que existimos. Como emigrante no interesas a casi nadie: en el país de acogida nadie se interesa aún por ti, en el país que abandonaste nadie se interesa ya por ti. Somos hombres y mujeres sin patria, nación española a efectos meramente administrativos, deambulando por Europa como “brazos de alquiler”: hoy Alemania, mañana Austria o Suiza, pasado mañana quién sabe. Cómo tener amigos así, cómo tener pareja así, cómo fundar una familia así, una noticia pasajera, un titular simpático que remite a una película tardofranquista y desdramatiza toda la experiencia. Ya no somos su problema, ahora somos el problema de otros.

Alzo la vista. Segundo round. No parece que la velada vaya a durar mucho. La mayoría de combates de Klitschko terminan antes del sexto asalto. Ahora Klitscho toma la iniciativa, Mormeck resiste bastante bien. Berlín. Todos la habéis visto en los suplementos de cultura y tendencias. Pero seguramente no al bosnio que recoge colillas en Alexanderplatz, ni los receptores del Hartz IV en la puerta de mi supermercado bebiendo cerveza y vodka barato a las diez de la mañana. Tampoco a la mujer turca con la nariz rota de un puñetazo de su marido que se asoma con miedo a la ventana ni a las putas de Europa del Este que se apostan en los portales de Hackescher Markt todos los fines de semana. Sus historias tampoco interesan a los medios de comunicación. Son los perdedores de la historia, nosotros recién acabamos de ponernos en la cola. En la amoralidad del capitalismo las alternativas como emigrante prácticamente se reducen al cinismo o la melancolía. Te ves obligado a hacer cosas que pesarán sobre tu conciencia, quizá durante años, no decir toda la verdad, decir media verdad, mentir, a tu familia, a tus amigos, a tu casero, a las autoridades, a quien sea, porque, como emigrante, no tienes muchos puntos de apoyo. Tu familia, tus amigos, están fuera. Los españoles no constituyen ninguna comunidad de emigrantes. Los turcos, los rusos, los judíos, los griegos, los chilenos y los ingleses tienen aquí sus propios clubes, cafés, asociaciones culturales, emisoras de radio. Editan sus propios periódicos. Los españoles miran toda esta actividad asociativa por supuesto con soberano desprecio: ellos viven de sus glorias históricas pasadas y sus glorias futbolísticas presentes y no necesitan más. Y compran El País y El Mundo. El vacío lo llenan habitualmente con alcohol, drogas, juego, prostitución, de manera más o menos abierta o más o menos escondida, lo que sea para mantener la mente ocupada hasta el siguiente día de trabajo que nos dé algo de dinero para ir tirando. ¿Peor quién quiere leer estas historias? Deprimen. No interesan a los periodistas que tendrían que escribirlas, ni a los medios de comunicación que tendrían que publicarlas ni a los lectores que tendrían que leerlas. Mejor mostrar a jóvenes profesionales liberales de abultado currículo –que luego, cuando conoces, descubres que de esos cinco idiomas que dicen hablar cuatro lo hacen, como dice mi padre, a alpargatazos, y el propio con faltas gramaticales y de ortografía–, de ésos que siempre quedan bien en la fotografía, que nunca han tenido problemas lumbares ni jaquecas, bohemios digitales, los llaman ahora, que triunfaron allende y ahora –lo he leído en El País– valoran “la meritocracia” social y desean importarla cuanto antes. Y ni siquiera se consideran inmigrantes. Klitschko no perdona y de un puñetazo hace que Mormeck se tambalee y caiga. Mormeck se levanta, la pelea continúa. Tercer asalto.

La cosa se anima. Todo lo que Mormeck puede hacer es aguantar como si fuera un saco de ladrillos los golpes de Klitschko, por arriba, en el costillar, uno, otro, otro más, como emigrante, la mayor parte de la semana pasas de un sentimiento a otro totalmente opuesto. Hay días que sueñas (mejor dicho: anhelas) una vida nueva, romper con todo, una segunda oportunidad. En cualquier caso, te alegras de no estar allí. Yo mismo recuerdo a todos los que me complicaron la vida en la universidad, profesores, becarios y hasta personal administrativo (¿dónde estarán ahora?), gente sin ningún mérito, oportunistas en su mayoría, imagino su situación actual y pienso: Schadenfreude. Mejor tú que yo. Es así, todos aquí piensan en algún momento algo semejante, por mezquino que sea. Mormeck se enfada, reacciona nerviosamente. Hay días que preferirías quedarte en casa de puro desaliento. Los tópicos sobre el sur de Europa, el racismo cotidiano en el Bürgeramt, en el Finanzamt, las miradas fulminantes en el metro, por la calle, la idea de no poder ayudar a la gente que dejaste atrás, que sigue allí peleando por salir adelante. Klitschko se aprovecha de los vacíos que va dejando Mormeck. Mormeck flaquea. The end of the affair, como dice el locutor a voz en grito, está cerca. Hace unas semanas una voluntaria de una ONG, no recuerdo cuál, que pedía dinero en Alexanderplatz se sorprendió de que no me rascase el bolsillo y contribuyese con unas monedas porque, a pesar de venir de un país en crisis, según ella la cosa no tenía que irnos del todo mal viendo mi aspecto y, al fin y al cabo, siempre hay alguien que está peor que tú. Quizá la troika tenga que rebajarnos al nivel de pobreza de Liberia para que seamos dignos de compasión de la izquierda liberal del mundo industrializado. Quizá hasta nos echen unas monedas en una hucha, que es como se quitan rápidamente de encima la mala conciencia de no hacer nada el resto del año, ni siquiera informarse correctamente de lo que sucede a su alrededor. Con todo, Alemania es una sociedad tolerante aunque no abierta, todo lo contrario que España, que es una sociedad abierta pero no tolerante. No hemos sido una generación afortunada. Hay quien dice que cuando las cosas vuelvan a ir bien (¿cuándo?), nos llamarán para que volvamos. Pero, ¿por qué deberíamos hacerlo? Es difícil explicar la mezcla de rabia, frustración e impotencia. Quien no vive en la desesperación vive en la falta de esperanzas. León Felipe escribió, en el exilio, aquello, muy recordado ahora, de «Tuya es la hacienda / la casa / el caballo / y la pistola. / Mía es la voz antigua de la tierra / y me dejas desnudo y errante por el mundo. / Más yo te dejo mudo... ¡Mudo! / ¿Y cómo vas a recoger el trigo / y alimentar el fuego / si yo me llevo la canción?» Nosotros, ¿nos la hemos llevado? ¿La teníamos antes? Si la teníamos, ¿acaso le importaba a alguien? ¿Y le importa a alguien ahora que nos la llevemos? ¿Qué vamos a hacer con ella, si es que podemos hacer algo? Escribir, decía Adorno, es enviar mensajes en una botella, el océano se llama hoy Internet. Quién sabe. «Siento que mis fuerzas espirituales han alcanzado su plena madurez, que ahora seré capaz de hacerlo...» Lo escribió Pushkin en el destierro, antes de terminar Boris Godunov y Eugen Onegin. Por otra parte, Heiner Müller escribía obras de teatro sin público, a la espera de un público que aún no existe. ¿No llegará demasiado tarde? ¿Pero es que a alguien le interesa todo esto, a estas alturas? Todo es igual y todo es diferente. Todo es en cualquier caso confuso, porque las cosas no me van mal, pero tampoco me van bien, y desde luego me van mejor que a muchos de los que se quedaron allá, y ahora aquí estoy yo, en Berlín, y ahí están Klitschko y Mormeck, en Düsseldorf, Cataluña, Ucrania, Guadalupe, el mundo entero de por medio, los tres en Alemania, yo aquí sentado, pensando en escribir cosas que seguramente nadie leerá, en si vale la pena escribirlas, en si alguien las lee, y allá Klitschko, todo músculo y puro esfuerzo físico y nada más, intentando tumbar a Mormeck, y en ésas rompe su defensa, jab, dos, tres golpes, todo muy rápido, Mormeck no puede más, se cae, es historia: 50 nocaut para el boxeador ucraniano. Bien por Klitschko. Apuro la cerveza, pago, me pongo el abrigo, salgo a la calle. Mañana será otro día. Te caes, te levantas. La lucha continúa.

Àngel Ferrero es miembro del Comité de Redacción de SinPermiso.

 

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Fuente:
www.sinpermiso.info, 25 de marzo de 2012

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