Vuelta a la Bastilla

Robert Zaretsky

13/05/2012

No fue ninguna sorpresa, por supuesto, que el nuevo presidente socialista de Francia, Francois Hollande, celebrara su elección en la Plaza de la Bastilla el pasado fin de semana. Antaño emplazamiento de la prisión más famosa de la nación, la plaza ha sido durante mucho el lugar en el que la izquierda francesa proclama sus victorias. Pero mientras que muchos comentaristas señalaban  la importancia simbólica de la Bastilla, pasan por alto cómo ha cambiado este símbolo con el tiempo, una transformación que puede albergar una lección para el presidente electo Hollande.  

Cuando una gran multitud asaltó y capturó la Bastilla el 14 de julio de 1789, se inició la Revolución Francesa. Que la prisión no albergara presos políticos sino más bien bien una simple media docena de locos y delincuentes de poca monta, y que la multitud señalara el acontecimiento rebanando y exhibiendo las cabezas de los funcionarios del gobierno, poco hizo para acallar la atmósfera festiva.

Todo lo contrario, la Bastilla se convirtió en la atracción turística de mayor éxito en París. Las cabezas decapitadas estaban aun frescas en lo alto de las picas de los revolucionarios cuando Pierre-Francois Palloy, un acaudalado hombre de negocios, con un equipo de trabajo casi tan nutrido como la muchedumbre que asaltó la Bastilla, comenzó a aplanar la mole medieval. Una vez arrasada, los desechos de hierro, ladrillos y madera de la prisión se transmutaron en souvenirs, entre los que había tinteros, juegos de dominó, cajas de rapé y dagas.

Incluso después de que desapareciera la cárcel, siguieron apareciendo turistas de Francia y el extranjero por el campo sembrado de escombros en donde se había alzado la Bastilla.  Un año después de su destrucción, Palloy organizó un baile de celebración entre las ruinas en el que los parisinos danzaron muy literalmente sobre la tumba del Antiguo Régimen. No sabiendo qué hacer con tan enorme espacio, el gobierno revolucionario lo dejó convertirse en semillero romántica. Si la Revolución constituía un retorno al orden natural de las cosas, ¿qué mejor prueba que las matas, flores y hierbajos que comenzaron a brotar entre las piedras desperdigadas del lugar?

Sin embargo, los gobiernos aborrecen el vacío. Al convertirse en emperador, Napoleón Bonaparte anunció su deseo de construir un inmenso arco que conmemorase sus victorias militares en el sitio de la vieja Bastilla. El dudoso vecindario, sin embargo, le disuadió de la idea, de modo que en lugar de allí, Napoleón erigió el Arco de Triunfo en el otro extremo  de París. Por lo que respecta a la Bastilla, concibió Napoleón una fuente que contuviera una gigantesca escultura de un elefante — sí, un elefante — para celebrar sus conquistas imperiales.  El modelo de escayola allí colocado sería reemplazado por otro de bronce. Sin embargo, Waterloo rebajó tan grandiosos planes, y el modelo — cada vez más leproso y lleno de agujeros, refugio de ratas y marginales — siguió allí hasta 1846.

En 1832, al paquidermo desconchado se le sumó una segunda escultura. No conmemoraba la revolución de 1789, eso sí, sino, por el contrario, la revolución de 1830, que produjo la caída del rey Carlos X y su substitución por el rey Luis Felipe. Con el fin tanto de celebrar los hechos de 1830 como de hacer creer a los parisinos que el ciclo revolucionario había llegado a su fin, Luis Felipe hizo levantar una descollante columna de bronce. En su base de mármol se enterraron los cuerpos de quienes murieron en las barricadas de 1830 y en lo alto figuraba el dorado Genie de la Liberté, o Espíritu de la Libertad: una figura alada girando sobre una esfera y mostrando las cadenas rotas de la servidumbre.

Algunos historiadores, señalando que al duendecillo se le llama ahora Espíritu de la Bastilla, creen que el significado del lugar se ha desvanecido con el tiempo. Pero a la sombra del acontecimiento del domingo, quizás es más bien el significado de la libertad el que sencillamente ha cambiado con el tiempo. Desde 1848 — y otra revolución más — la izquierda política de Francia ha celebrado sus grandes manifestaciones en la base de mármol de la columna. En 1936, recién elegido primer ministro, exultaba (y levantaba el puño cerrado) el socialista Léon Blum mientras una riada de trabajadores pasaba en tropel por la Plaza de la Bastilla. Y en 1981, los partidarios del primer presidente socialista francés, Francois Mitterrand, convergieron en la Bastilla para celebrar su victoria.

Ferviente estudiante de historia, Hollande captó seguramente, mientras se dirigía a la multitud en la Bastilla, los notables paralelos entre su situación y la de sus predecesores. En 1936 y 1981, los dirigentes socialistas llegaron al poder en medio de graves crisis económicas con la promesa de que resolverían el problema con políticas keynesianas: alza de salarios, semana laboral más reducida y aumento de las prestaciones sociales. En ambos casos, pusieron en práctica políticas que iban contracorriente  de los países vecinos; en ambos casos, dos años después de introducirlas, estas medidas políticas se demostraron contraproducentes y  fueron revocadas.

Aunque no levantara el puño cerrado, Hollande apuntó con el dedo en dirección a Berlín y Bruselas. La austeridad, declaró, ya no es opción para Francia. Como sus predecesores, Hollande prometió hacer más productiva la economía de Francia y más prósperos a sus ciudadanos, promesas que entrañarán serias negociaciones con Alemania sobre política monetaria.

Lo que está en juego en estas negociaciones es el Espíritu de la Libertad. Pero ese espíritu ya no encarna el tipo de libertad que representaba en 1789 o 1848  — libertad respecto a monarquías opresivas — o siquiera, como en 1936 o 1981, libertad respecto a los industriales y banqueros franceses. Por el contrario, los opresores a los que culpan muchos hoy en Francia son los gobiernos extranjeros e instituciones transnacionales que, a los ojos de los votantes franceses, les han propinado un conjunto de políticas económicas que no sólo son ineficaces sino punitivas.

Está por ver que Hollande vaya a tener éxito allí donde sus predecesores fracasaron. En una era de globalización, será aun más difícil llevar a cabo una política de socialismo en un solo país de lo que era en 1936 o en 1981. Más difícil, sin embargo, es ignorar los temores y esperanzas del pueblo. Hollande sabe que mientras que los elefantes de escayola van y vienen, el recuerdo de la libertad perdura.

Robert Zaretsky es profesor de Historia de Francia en la Universidad de Houston, autor de Albert Camus: Elements to a Life (Cornell University Press, 2010), y coautor, con John Scott, de The Philosophers' Quarrel: Rousseau, Hume, and the Limits of Human Understanding (Yale University Press, 2009), y con Alice Conklin y Sarah Fishman, de France and its Empire Since 1870 (Oxford University Press, 2010). En la actualidad, prepara un par de libros: Boswell's Enlightenment (para Yale University Press) y A Life Worth Living: Why Camus Matters (para Harvard University Press).

Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón

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Fuente:
Los Angeles Times, 9 mayo 2012

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