Caso Da Vinci: de alcahuetes profesorales y humanistas meretricios

R. Joseph Hoffmann

28/05/2006

“Felices siempre de ver apedreado al Sinsentido (que no lo hay mayor que el de los dogmas osificados del catolicismo), un puñado de ateos miopes no han reparado en la creación davinciana de una nueva forma de superstición, una Religio Da Vinci que amalgama la implausibilidad histórica con una pasión moderna por la intriga y una indiferencia postmoderna para con la verdad”

Llegó la hora de dar un paso atrás: respecto de los reseñistas de libros; respecto de los sahumerios episcopales; respecto de los pugnaces intentos de los cristianos evangélicos por acomodarse a una historia que jamás estudiaron; respecto de los pleitos judiciales; respecto, en fin, de la desmedulada película que atrajo a la fragante noche de Cannes a tanto francófilo y paneuropista confusionario. Llegó la hora de señalar con el dedo a los reales culpables de lo que constituye la última erupción de la malaria Americana. ¿Pero quiénes son esos culpables? ¿El profesor de secundaria, voluntariamente pasado a segundo plano, capaz de meter en batidora mil palabras por hora? ¿Su esposa y coinspiradora, Blythe Newton, sedicente historiadora del arte, que no tiene ni títulos ni historial alguno de investigación en el campo? ¿Los 80.000 yahoos semanales que compran el libro y se dicen a sí mismos: “¡Aha! ¡Así es cómo pasó!”? ¿Los millones de catacrésicos que, religiosos o no, no han leído un libro desde que iban a la escuela, pero que verán la película a fin, precisamente, de orear sus mentes?

Envidio a Dan Brown. No por el dinero que ha amasado, aunque en cualquier momento estaría yo dispuesto a cambiar sus efectivos por los míos. Le envidio porque ha conseguido, por accidente, y en el curso de 489 páginas de la peor ficción sensacionalista y de los peores diálogos que jamás hayan estado en boga, demostrar el último teorema de Barnum: “Más gente resulta embaucada por no creer en nada, que por creer demasiado”. El Código Da Vinci, en otras palabras, es un éxito desapoderado porque discurre en un mundo en el que Brown conoce un montón de cosas falsas, pero nadie, ni sus fans ni sus críticos ni sus detractores, sabe mucho más. Su éxito prueba el Correlato Económico del último teorema de Barnum: “Toda muchedumbre tiene un revestimiento de plata”.

En la carrera de las conspiraciones religiosas, Brown ha triunfado donde otros han fracasado, porque ha dado inopinadamente en el clavo de la confusión en que se halla sumido el cristianismo moderno. Una analogía: En 1972, un Dr. Robert Langdon de la vida real fue invitado por el gobierno del Yemen a investigar un enigmático manuscrito recién descubierto. Sus páginas estaban escritas en escritura hihazi-arábica temprana, y se correspondían con fragmentos del Corán más antiguo conocido. Había también versiones muy claramente escritas encima de versiones aún más antiguas, borradas. Lo que el “Corán Yemení” indicaba era un texto en evolución; lo que esos manuscritos probaban era que el Corán, tal como lo conocemos hoy, y a despecho de la enseñanza musulmana ortodoxa sobre el asunto, no data del tiempo de Mahoma. ¡Qué libro podría haberse hecho con eso! ¡Y qué película! Pero no se harán, y no se harán porque los musulmanes no andan especialmente confundidos respecto de lo que creen. Mensaje: los descubrimientos reales de gran relevancia histórica no crean clubs de fans. El nombre de Gerd Rüdiger Puin [el investigador de los manuscritos yemenís] no está en los labios de nadie.

El Código Da Vinci, como sabe cualquiera que haya mirado el breve sinóptico de las “fuentes” mencionadas en el libro, se basa en los llamado evangelios gnósticos coptos, atribuidos a Felipe, María Magdalena, Tomás y (¡vaya!, el pobre) Judas, por limitarnos a nombrar tan sólo a unos cuantos notables a los que los cultos mistéricos que recorrieron el bajo Egipto y Siria hasta bien entrado el siglo quinto fueron atribuyendo la autoría de esos documentos pseudónimos (léase: fabricados). La mayoría de los fieles cristianos nunca oyeron hablar de los gnósticos. Y no podía ser de otro modo, porque los obispos de la baja Antigüedad gastaron chorros de tinta y energía en abatirlos. Como dijera una vez el gran estudioso del Nuevo Testamento Joseph Fitzmayer, piénsese lo que se quiera de los primeros obispos, al menos hay que reconocerles cierta perspicacia en la detección a primera vista de los chiflados. Y los intentos heréticos (término pasado de moda) por verter sus extravagantes enseñanzas teosóficas en el molde cristiano dan de sí las peculiares, históricamente irrelevantes e ilegibles contorsiones conocidas como evangelios gnósticos. Si alguna vez una clase de literatura resultara valiosa sólo porque pusiera de relieve las absurdidades religiosas de que el espíritu humano puede llegar a ser capaz, en ella cabrían los evangelios gnósticos. De manera que no hay que culpar a un público religiosamente analfabeto. Ni siquiera los maestros escolásticos de la Reforma culparon a la Iglesia Católica temprana por salvar la ortodoxia frente a las rábicas patochadas intelectuales del Gnosticismo.

Y no culpemos a los curillas que, a la pregunta periodística sobre si realmente la Iglesia mantuvo todas esas cosas en secreto, responden entre amedrentados e irresolutos: “Bueno, se descartó, pero...”. El matiz no vende cuando mil millones de personas acaban de aprender que hay historias antiguas sobre Jesús follando con María Magdalena (falso) o sobreviviendo a la crucifixión (falso: los gnósticos creían que no tenía cuerpo, y que por lo mismo, nunca murió). Los cristianos evangélicos están en mejor posición que los sacerdotes católicos; para ellos la historia de la iglesia empieza con el nacimiento de Jesús, termina con los Actos de los Apóstoles, y luego va dando brincos y cabriolas hasta el siglo XXI, en el que, no precisamente gracias a los católicos, la Biblia ha sido maravillosamente preservada. Es fácil para esos fundamentalistas, salga por donde salga la discusión, rechazar de plano el davincismo, porque “eso no versa sobre la Biblia”. ¿Quién que haya echado un vistazo somero al sin número de entrevistas con “expertos” sobre la “verdad” que pueda haber tras El Código Da Vinci no se ha percatado de que los impertérritos protestantes, uncidos a la sola Palabra de Dios, se muestran firmes como una roca, mientras los católicos se ven más y más atrapados en la baraja retrechera de antiguos documentos, a medida que las aguas crecidas les rodean?

Los laicos, que parecen hablar de estos temas en idiolectos ignotos, parecen tener licencia. ¿Por qué, argüirán algunos, debería haber una posición “humanista” en el caso Da Vinci? ¿Por qué tendría que ocuparse la gente inteligente de un libro estúpido? No se ve por qué gente que no cree en dios debería preocuparse por lo que se diga sobre Jesús. Pero los humanistas que yo conozco se han mostrado apasionadamente interesados en el potencial de infidelidad de la controversia, con el resultado de que se han puesto a competir con los católicos por el premio al Torpor del Matiz. Felices siempre de ver apedreado al Sinsentido (que no lo hay mayor que el de los dogmas osificados del catolicismo), un puñado de ateos miopes no han reparado en la creación davinciana de una nueva forma de superstición, una Religio Da Vinci que amalgama la implausibilidad histórica con una pasión moderna por la intriga y una indiferencia postmoderna para con la verdad. Magia, códigos, anillos y criptógrafos, espiritualidad de pacotilla, lo oculto y lo increíble, son los pilares sobre los que se levantan los techos simbólicos de Narnia, la Tierra Media y la Academia Hogwart. Hurgando en una rica veta de la excentricidad del cristianismo temprano, famosa por su menosprecio del Jesús histórico, Brown ha conseguido sacar oro de la opulencia de un período oscuro, el nuestro, conocido por su analfabetismo histórico.

Pero quedó colgada una cuestión: ¿a quién hay que culpar? Nosotros somos los culpables: los estudiosos del cristianismo temprano que descubrimos hace unos 20 años que Barnum estaba en lo cierto –sobre las muchedumbres, quiero decir—, y que hay un pequeño tesoro amasable con la explotación del apetito público por las revelaciones sensacionalistas. Cuando se descubrieron en 1947 los Manuscritos del Mar Muerto, los investigadores fueron muy cautelosos a la hora de sacar conclusiones sobre su significado. Los códices gnósticos, descubiertos dos años antes en Nag Hammadi (Egipto), no crearon tal alboroto, en parte porque había menos gente capaz de leer copto que hebreo: llevó veinte años reunir equipos que pudieran traducirlos, y no fue sino hasta los tardíos 70 que se pudo ofrecer una traducción manejable al inglés. Los investigadores serios –tengo demasiados amigos para nombrarlos a todos—, sin dejar de sentirse impresionados por la antigüedad de las fuentes gnósticas, no dejaron sin embargo de manifestar ante su contenido una bostezante indiferencia, congrua con la reputación que tuvieron entre los padres de la iglesia. Los investigadores más jóvenes –entre los que me contaba entonces yo—, inmersos en el torbellino de excitación que siempre acompaña a la inmadurez académica, sostuvieron cosas extravagantes al respecto, incluida la indeciblemente necia sugerencia de que eran tan viejos como los evangelios canónicos, o incluso más antiguos aún. Casi todos los nuevos informes sobre Da Vinci mencionan “fuentes” del siglo II; los manuscritos descubiertos en Egipto han sido fiablemente datados entre finales del siglo III y el siglo IV.

Cualquiera que sea el resultado de las disputas paleográficas y sobre los manuscritos –discusiones en las que ni siquiera el grueso de los especialistas en el Nuevo Testamento puede participar competentemente—, el mal servicio prestado por la exageración y la hipérbole ha fijado ya el tono para toda una generación de académicos –en general, americanos— habituados a traficar con tabloides. Dan Brown, como las gentes que ahora leen su imposible historia detectivesca de la dinastía de Jesús, no hace sino servir un plato preparado por unos fútiles académicos empeñados en entender la diferencia entre la verdad y la ficción como si de un asunto de volumen de espectadores de la CNN se tratara.

Hace mucho tiempo, me azoró leer la opinión de Robert Heinlein, según la cual “la diferencia entre la ciencia y los asuntos borrosos es que la ciencia exige razonamiento, mientras los otros asuntos precisan sólo de entrenamiento académico”. Sin embargo, ¿qué esperanza hay siquiera para los asuntos borrosos, si los especialistas ponen en el mercado sus productos con indiferencia hacia la “certidumbre” –por imperfecta que ella sea en el campo de la historia— y con desprecio del buen juicio? ¿Y qué esperanza para los más borrosos de los pensadores fuera de la academia, cuando los investigadores de algunas de nuestras mejores universidades se convencen a sí mismos de que sus mal razonados juicios valen tanto como si fueran verdaderos porque se amoldan a la matriz social en la que la verdad no es sino una negociación sobre los hechos? Nada proclama más alto el Código Da Vinci, sino que la academia que otrora premiaba a la cautela tanto como a la originalidad,  ha llegado a al fin de trayecto anunciado por Hannah Arendt: a una elección entre lo original y lo irrelevante, en donde lo que pasa por aprendizaje “es el desarrollo de una pseudoacademicidad que, en realidad, destruye su objeto.”

Difícilmente podremos culpar a Dan Brown, a la esposa de Dan Brown, al Opus Dei, a Leonardo, a los evangélicos marginalizados, a los balbucientes católicos y a los mudos humanistas por este estado de cosas. Todos nosotros estamos en el fango.

R. Joseph Hoffmann es investigador ordinario y catedrático del Comité para la Investigación Científica de la Religión en el Center for Inquiry, Amherst, Nueva York.

Traducción para www.sinpermiso.info: Amaranta Süss

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Fuente:
Butterflies&Wheels, mayo 2006

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