Vindicación del camarada Orwell

Scott Poole

17/11/2013

Durante la primera semana de revelaciones referentes al programa “Prisma” de la NSA [Agencia de Seguridad Nacional norteamericana], George Orwell se puso  de máxima actualidad.

O, para ser más precisos, leer 1984 de Orwell (o tenerlo al menos) se volvió de absoluta actualidad. Las ventas de este clásico se dispararon un 7.000% en Amazon a los pocos días de las primeras informaciones sobre esta nueva y siniestra forma de nuestra cultura de vigilancia electrónica.

La repentina popularidad de Orwell conlleva un precio para el legado del autor. Leer 1984 y Animal Farm proporciona tan solo una introducción simplista a un pensador complejo. Además, su escritura y su actuación en medio de las luchas intestinas de la izquierda han hecho que su herencia sea difícil de comprender sin un análisis preciso, tanto de su vida como de sus obras.

Orwell se ha convertido en un espejo en el que pueden mirarse toda suerte de posiciones políticas y verse infaliblemente reflejadas. Ya hace tiempo que hay que reivindicar a Orwell como camarada en la lucha por un mundo mejor.

Desgraciadamente, no son pocos los seguidores de Ron Paul [extremista republicano norteamericano], anarquistas por libre y “hacktivists” [activistas digitales] libertarios que consideran 1984 como una especie de libro emparejado con Atlas Shrugged [novelón de Ayn Rand]. Hasta Glenn Beck [conocido e intemperante periodista ultra de la cadena Fox] cita con frecuencia trozos escogidos de Orwell. El difunto Christopher Hitchens confundió todavía más las cosas al utilizar a Orwell como arquetipo del giro que le alejó de la izquierda al final de su vida y su posterior apoyo a la guerra contra el terrorismo de George Bush.

Animal Farm merece atención especial por sí mismo, puesto que se convirtió en un importante documento para los defensores del capital y lo bastante conocido como para citarlo sin haberla leído. Orwell tuvo dificultades para que el libro se publicase, menos por su tono antiestalinista que por el hecho de que las editoriales creían que su mensaje glorificaba las intenciones y metas originales de octubre de 1917. Así, por ejemplo, al poeta T.S. Eliot, profundamente reaccionario, le desagradaba intensamente, pues creía que Animal Farm sugería que la respuesta al comunismo consistía en “más comunismo”.

Para obscurecer aún más la cuestión, el conocimiento del público en general proviene en su mayor parte de una película de dibujos animados de 1954 que, como ha demostrado  Daniel J. Leab en su excelente Orwell Subverted, recibió financiación de la CIA. Realizada varios años después de la muerte de Orwell, la película representa una seria revisión de la novela y viene a sugerir, no que la Revolución Rusa se hubiera desvirtuado, sino que no debería haber ocurrido en absoluto. Las representaciones positivas de León Trotsky (“Bola de nieve” en el libro) aparecen eliminadas o atenuadas. Al “Viejo Mayor”, el añoso filósofo que es una mezcla en la novela de Marx y Lenin, se le hace aparecer gordo, estúpido y ridículo en la película.  En los últimos años de su vida, Orwell mismo contribuyó a la confusión sobre su política. Firmemente a la izquierda, se vinculó a socialistas anticomunistas que quedaron profundamente desencantados con el rumbo adoptado por la política exterior soviética. En su colaboración con la revista Partisan Review, Orwell se convirtió en acérrimo partidario de la Oposición de Izquierda antiestalinista.

En los últimos meses de su vida, tomó además la fatídica decisión de redactar una lista de 35 nombres de simpatizantes estalinistas y apologistas liberal-burgueses de los “juicios farsa” de Stalin. Hay que hacer notar que Orwell tenía la esperanza de que el gobierno británico la utilizara primordialmente para la propaganda; no era el tipo de “lista” tan familiar por el Comité de Actividades Antinorteamericanas. Con todo, fue una decisión indefendible por parte de un moribundo del que el MI5 [el espionaje británico] disponía de un dossier considerable que detallaba sus actividades y vínculos “comunistas”.

Los propios textos de Orwell, bien prolíficos, nos ofrecen una mayor comprensión de estos hechos aislados en relación con su biografía. En su pluma (y en su fusil durante la Guerra Civil española), rara vez ha tenido el fascismo mayor enemigo y el socialismo mayor adalid.

Tómese, por ejemplo, su The Road to Wigan Pier, una de las declaraciones más contundentes alguna vez escritas sobre la posición del socialismo. La primera parte presenta un retrato hondamente conmovedor de las condiciones de empleo y de la cruda experiencia vital de la vida entre los mineros del carbón del norte de Inglaterra. Recrea el mundo de “esas pobres bestias de carga bajo tierra, ennegrecidos hasta los ojos, que movían sus palas con brazos y músculos ventrales de acero”.

La segunda mitad del libro constituye una resonante defensa de posiciones de extrema izquierda. Después de ofrecer uno de los más concienzudos y elegantes análisis de la actitudes de clase escritos en inglés, Orwell afirma en lo esencial que ningún hombre en su sano juicio puede dejar de ver que el socialismo es la única respuesta real a estos problemas, y sólo quienes tienen  la “corrompida motivación” de “aferrarse al actual sistema social” podrían oponerse a ello.

Y sin embargo, siendo Orwell lo que es, en buena parte de su segunda mitad no se anda con rodeos en su crítica del marxismo tal como se expresa en la política. Es despiadado en su crítica de los “snobs bolcheviques” que tienden a terminar  casándose con gente de posibles y se hacen conservadores para cuando llegan a los 35. No se anda con chiquitas con los intelectuales comunistas que le hablan a la clase obrera sólo en el abstruso lenguaje de la teoría. Nos podríamos arreglar, afirma, “con algo menos de charla sobre capitalistas y propietarios y algo más acerca de aquellos que roban y aquellos a los que les roban”.

En general, Orwell observaba que el socialismo de su época fallaba a la hora de acometer su tarea más básica: contribuir a fomentar la consciencia de clase. ¿Qué diferencia, se pregunta en The Road, supone que un burgués se afilie al Partido Comunista de Gran Bretaña? No gran cosa, concluye, en la medida en que se detecta demasiado a menudo un tufo a diletantismo.

Lo que hacía falta, creía él, era un compromiso inquebrantable con la lucha de clases, más que esa suerte de progresismo pasajero que con excesiva frecuencia mina la construcción de un movimiento de masas entre la gente. Esto odio por las camarillas izquierdistas y la jerga para iniciados llevaba a veces a Orwell a una retórica facilona que hoy aprovechan los graznidos conservadores. El vegetarianismo le volvió cascarrabias. El ethos masculino que compartía con otros socialistas como Jack London y Ernest Hemingway no le dejó ver las conexiones entre la disponibilidad del control de natalidad y la justicia económica. Su tono estentóreo en estos asuntos se alimentó de su insistencia en la centralidad de la clase obrera. A fin de cuentas, la lucha de clases significaba exactamente eso: guerra entre aquellos que roban y aquellos a los que les roban, y no una subcultura de extravagantes opciones políticas. Los socialistas son muchas veces, según sugería, el peor reclamo del socialismo.  

Orwell también se muestra profético en su debate sobre la redefinición de las categorías marxistas para el nuevo mundo que veía nacer. Le preocupaba que hubiera demasiada propaganda que representara al “obrero mítico” como el fornido albañil o minero con mono. Sabía que el “obrero” que procedía directamente del realismo soviético sería reemplazado por un nuevo tipo de proletariado que trabajaría en una nueva fase del capitalismo.

¿Qué hay, preguntaba, “del miserable ejército de dependientes y empleados?”. Su idea presagia nuestra creciente consciencia acerca de construir un movimiento que incluya a oficinistas y empleados de servicios de atención telefónica, a dependientes de almacenes como Wal-Mart y trabajadores de cadenas de comida rápida. Orwell sabía que si usamos el lenguaje del explotador y el explotado, la izquierda podría defender su postura. Quienes se enfrentan a la feroz naturaleza  del capitalismo en las largas horas de trabajo de cada día conocen de primera mano la explotación. No son diletantes y, como nos recuerda Orwell, la revolución les pertenece.  

La lucha por crear una izquierda relevante dependerá de la capacidad de hablar un lenguaje de lucha de clases sin caer en el obscurantismo teórico común a los marxistas de la sociedad occidental hoy en día. La causticidad de Orwell en The Road habría tenido aún más firmeza si hubiera podido contemplar el destino que ha tenido el marxismo de las últimas décadas. En los EE.UU., “marxista” aparece más a menudo como elemento de subculturas académicas de moda, más que como ideología de un movimiento de masas.

El primer paso para reivindicar a Orwell consiste en leer a Orwell. The Road to Wigan Pier y Homage to Catalonia son los lugares evidentes por los que empezar. Este último, referido a sus experiencias de combate con los trotskistas en la Guerra Civil española, pone en contexto su postura vehementemente antiestalinista.

Vale también la pena recordar, antes que nada, que Orwell fue un ensayista inveterado, uno de los más prolíficos autores de reseñas de libros, películas, piezas teatrales e ideas que produjera el siglo XX. Ensayos como “¿Pueden ser felices los socialistas?” e incluso trabajos que aparentemente no guardan relación sobre Charles Dickens, Tolstoi y beber té están llenos de análisis críticos del capitalismo industrial que él conocía bien.

El nombre de Orwell y su 1984 sigue teniendo una resonancia tan poderosa que no es sorprendente que muchos busquen su visto bueno. Y, como en el caso de todos los pensadores complejos, es posible encontrar tanto en sus escritos como en las experiencias de su vida citas en apoyo de una multitud de ideologías.

El uso mercenario de frases y párrafos de la obra de Orwell se propone apropiarse de él con fines reaccionarios en lugar de apoyar las metas por la que pasó su vida luchando.  A Glenn Beck debería caérsele la cara de vergüenza, aunque carezca de ella. Y Christopher Hitchens hizo un flaco favor pretendiendo tenerlo como santo patrón. George Orwell le pertenece al pueblo.

Scott Poole escribe en jacobinmag.com

 

Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón

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Fuente:
http://jacobinmag.com/2013/10/reclaiming-comrade-orwell/

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