Trilogía federal: tres cartas de un federalista catalán

Miquel Caminal

01/12/2013


1. Del federalismo utópico al independentismo científico

(cuando lo lógico debería ser lo contrario)

Casi ciento cincuenta años en defensa de una España federal, desde el texto de Valentí Almirall, Bases para la Constitución Federal de la Nación Española y para la del Estado de Cataluña (1868), no han conseguido instaurar una Federación democrática de pueblos hispánicos. En España el federalismo es una utopía, mejor dicho una distopía para la derecha y una parte significativa de la izquierda. Pi i Margall se empeñó en hacer pedagogía federal después del fracaso de la Primera República federal, especialmente con su libro Las nacionalidades (1876). No lo consiguió. En España no es posible hacer normal lo que el sentido común indica. Ya podía el gran federalista catalán explicar como la federación era un sistema de larga tradición y estabilidad en Estados Unidos de América o en la Confederación Helvética, y que era el sistema político que se adecuaba más a la España plural y diversa. No convenció. Frente al idealismo de Pi i Margall, la pedagogía que intentó Valentí Almirall era más empírica y positivista. En Lo Catalanisme (1886) hizo una descripción de la España real, la de las distintas lenguas y culturas, con el ánimo de demostrar que el sistema político que se adaptaba mejor a esta realidad española, era una federación sensible e integradora de los particularismos regionales. Tampoco convenció, aunque sólo se necesitaba viajar por las tierras españolas para ver y comprender.

Las Españas, de historia plural, habían sido sometidas a un proceso de unión impuesta por el poder “omnímodo, uniformador y particularista” de la Corona, desde la conquista de Granada. Esta era la opinión de Manuel Azaña en su magistral discurso del 27 de mayo de 1932, sobre el Estatuto de Autonomía de Catalunya. Azaña, como en su tiempo Pi i Margall, los presidentes de gobierno más inteligentes, cultos e incomprendidos de la historia contemporánea española, intentó la rectificación histórica de una tradición de expulsiones y conversiones forzadas de los diferentes, de imposición de un único y centralizador poder con la bendición inquisitorial de la iglesia católica, de recuperación y representación de la España real. Una España, cuya primera víctima “confiscada y esclavizada” fue la propia Castilla, en 1521, de manera que “el defensor de las libertades catalanas pudo decir, con razón, que él era el último defensor de las libertades españolas”. El olvido persistente de las ideas políticas de Azaña, como de Pi i Margall y Valentí Almirall, su soledad, no son casualidad; forman parte de esta España autista con su propia historia, incompetente para la rectificación, obstinada en cometer y repetir los mismos errores del pasado.

Esta es la intransigencia del nacionalismo español, el más particularista de todos los nacionalismos hispánicos, como el propio Ortega y Gasset reconocía. Lo inteligente para una España democrática y plural sería el reconocimiento en la igualdad de las diversas identidades culturales y lingüísticas, así como la regulación constitucional como lenguas oficiales del Estado del castellano, el catalán, el vasco y el gallego. ¿Tan complicado es entender que la unión voluntaria solamente es posible si se produce un igual reconocimiento para todos con su identidad de origen? El sentimiento de pertenencia compartido surge cuando existe esta igualdad, y no la imposición de una cultura y lengua sobre las demás. En Suiza no hay discriminación entre las lenguas, aunque el alemán es la lengua de una gran mayoría de la población, que casi triplica a la población de habla francesa y multiplica por diez o más a la población de habla italiana.

El nacionalismo español nunca ha defendido la autonomía política por convicción, lo ha hecho por resignación. Así es imposible la construcción positiva de un Estado Autonómico con horizonte federal. Ha sido el catalanismo político quien ha protagonizado a lo largo del Siglo XX una visión de Estado, fundada en la correspondencia e interdependencia entre democracia y autonomía. Un catalanismo que en sus distintas corrientes, autonomista, federalista e independentista, ha defendido la identidad nacional de Catalunya y la plurinacionalidad del Estado español. Cuando este catalanismo ha promovido una lectura autonomista y pluralista de la Constitución española de 1978, mediante las reformas estatutarias, la respuesta de las Instituciones del Estado ha sido negativa y decepcionante.

La fatiga y desafección han arraigado en la gran mayoría de la sociedad catalana. En política el tiempo es muy importante y el tiempo federal está siendo sobrepasado por los acontecimientos. O se asume con valentía la necesidad de un pacto de Estado entre todas las fuerzas democráticas para el desarrollo federal y plurinacional del Estado Autonómico, o el catalanismo político puede intentar acometer un paso histórico hacia la constitución de un Estado propio dentro de la Unión Europea. En todo caso, de confirmarse el fracaso final del proyecto autonomista y federalista, como propuestas mayoritarias y generalizables de la historia del catalanismo, habrá que encontrar una solución específica para el autogobierno de Catalunya, desde la negociación bilateral y el reconocimiento de la voluntad democrática de la nación catalana. El independentismo ya no es una utopía, como sí ha devenido el federalismo en la Iberia soñada por republicana y federal. El objetivo de Catalunya como nuevo Estado europeo ha entrado en un proceso político real, donde su consecución no es dependiente de lo que quieran o hagan las otras partes implicadas en un proceso federal. En este caso, se depende primeramente y fundamentalmente de la propia fuerza democrática de los ciudadanos de Catalunya, con el respeto hacia las minorías discrepantes. Este es el momento político que vive Catalunya, aunque no hay separación sin negociación, y no es concebible en democracia una secesión unilateral.

Aún se está a tiempo de no perder un último tren federal en España, si se quiere evitar realmente la deriva independentista en Catalunya. No debería ser tan inalcanzable en democracia, emprender una reforma constitucional en sentido federal, que como mínimo desarrollara el modelo autonómico, teniendo como referencia el federalismo alemán en su organización institucional, distribución de competencias y sistema fiscal, así como el federalismo suizo, en cuanto al reconocimiento constitucional de las lenguas y culturas. Se puede pedir más, pero esto ya sería un éxito y tendría efectos muy positivos en la desactivación de todos los nacionalismos, central y periféricos, y, en lo principal, conseguiría una mayor identificación y lealtad compartida de los ciudadanos y pueblos de España. Es verdad que persistirían las reivindicaciones nacionalistas finalistas, aquellas que no consiguen satisfacción si no es mediante un Estado soberano e independiente. Pero la turbulencia nacionalista se habría suavizado y, quizá, se habría conseguido aquella rectificación azañista, tan necesaria para que España siga, por fin, el principio que los conflictos en democracia, incluidos los nacionales, se resuelven con más democracia y no con menos libertad.

2. Federalismo o barbarie

(la fuerza de la razón o la razón de la fuerza)

El mundo tiene un futuro de paz si se orienta hacia el federalismo, pero persiste la hegemonía del nacionalismo, un nacionalismo que se resiste a la pérdida de soberanía de los estados nacionales. En los últimos años, sobre el fondo de la profunda crisis económica y social, el nacionalismo ha rebrotado con especial virulencia en todos los países. Un ultranacionalismo populista y demagogo está ganando posiciones dentro del tejido social, penetrando en todas las clases sociales. Los estados han dejado atrás los efectos de la última ola de nacimiento o restitución de estados nacionales en 1989, cerrando de nuevo las fronteras y oponiéndose a todo nuevo proceso de autodeterminación. Las grandes potencias no están por avalar ningún proceso hacia la independencia o reconocimiento de nuevos estados. Por supuesto, así es en Palestina, Sahara, Cachemira, Tibet o Chechenia, entre tantos otros conflictos nacionales combatidos con toda la violencia necesaria, pero tampoco se percibe ninguna empatía o complicidad hacia las naciones sin estado del mundo occidental, que desde hace años defienden su derecho a la autodeterminación de forma pacífica y democrática, como Quebec, Flandes, Cataluña o Escocia. En este último caso, la convocatoria del referéndum no debería ocultar la seguridad con que David Cameron contempla su previsible resultado contrario a la secesión de Escocia.

Los Estados nacionales no son nada democráticos en lo que se refiere a su integridad territorial y, por consiguiente, no reconocen en sus ordenamientos constitucionales el derecho de autodeterminación de las naciones que puedan formar parte de ellos. ¿Entonces, cómo se pueden resolver por la vía pacífica y negociada los conflictos nacionales? No se me ocurre ninguna otra vía que la federal. En un mundo interdependiente y con una multiplicación exponencial de las relaciones de todo tipo, económicas, financieras, culturales o políticas gracias a la revolución tecnológica de la comunicación en los últimos lustros, no cabe poner puertas al campo, ni elevar tantos muros inútiles para frenar la natural relación y cooperación del género humano hacia un mundo más próspero y libre para todos. Un mundo enfrentado (nacionalmente) agudizará la crisis hasta niveles extremos sin excluir el conflicto bélico. La recuperación económica y la pacificación política serán globales o no se producirán. Sólo la colaboración internacional como ciudadanos del mundo antes que como nacionales, puede abrir caminos hacia una paz más estable y de futuro menos incierto. El mundo ya no puede ser gobernado por una única potencia, ni por el empate perpetuo entre dos o más de dos potencias. Urgen unas Naciones Unidas reformadas y con autoridad autónoma y vinculante sobre los Estados. El principio federal fundado en el pacto es la única vía para construir un mínimo e incipiente gobierno mundial, imprescindible para la paz en este ya convulso y muy inestable Siglo XXI.

Más necesario todavía es el desarrollo del principio federal en la Unión Europea. Es la única forma de frenar el avance de los ultranacionalismos en la mayoría de los estados europeos. Los grandes Estados nacionales europeos de larga tradición histórica, como España, Francia o el Reino Unido, también los Estados de unificación nacional más tardía, como Alemania e Italia, han de asumir que el tiempo de las soberanías absolutas e indivisibles ha terminado. No habrá Europa política sin replantear la soberanía, tanto a nivel supraestatal como infraestatal. Las próximas elecciones europeas deberían ser el momento de recobrar la visión federalista y europeista de Altiero Spinelli y, al mismo tiempo, el sentido práctico y de gobierno hacia una Europa unida de Jacques Delors. Sólo así volverá la esperanza y enterraremos para siempre la engañosa y reaccionaria presencia de los nacionalismos populistas.

El nacionalismo español tiene un problema añadido a los propios de aquellos Estados nacionales europeos de pasado colonialista, que se resisten a una revisión total de las tesis de Jean Bodin sobre la soberanía. En España antes fue el imperio que la nación. Un imperio que nunca consiguió la cohesión nacional de los pueblos peninsulares. El Estado constitucional español fracasó como liberal y como nacional. Todavía no lo ha superado, a pesar de que durante años de democracia liberal ha parecido que comenzaba una nueva España que se reconocía en su diversidad interna. Ha sido un espejismo, nunca se ha ido la España acomplejada internacionalmente, temerosa con sus periferias nacionales, reticente hacia todo proceso de reforma progresiva de la Constitución. El nacionalismo español es genéticamente incapaz de encabezar un desarrollo pluralista y federal de la democracia y, al mismo tiempo, se ve incompatible con un reconocimiento positivo de la plurinacionalidad, que fundamente y constituya la unión del Estado español.

Durante décadas el catalanismo ha pugnado por la modernización de España y por el reconocimiento del autogobierno de sus pueblos. Desde Valentí Almirall, en 1868, hasta Pasqual Maragall, en 2006, la voluntad mayoritaria del catalanismo ha sido siempre la de defender el autogobierno de Cataluña dentro de una España federal y plurinacional. Cierto que han existido otros dos catalanismos, hegemónicos en algunas etapas históricas, que no son federalistas o que ven la alternativa federal como solución transitoria. De una parte, es el caso del separatismo o independentismo, cuya máxima presencia y fortaleza la ha conseguido precisamente en los últimos años, especialmente gracias a la ceguera histórica y cerrazón mental del nacionalismo español. De otra parte, el catalanismo regionalista o autonomista de Prat de la Riba y Cambó, cuya continuidad histórica la ha representado el pujolismo hasta la pérdida del gobierno de la Generalitat, en el año 2003, ha sido un catalanismo pragmático y gradualista, siempre con el acento puesto en la singularidad nacional de Cataluña. Este catalanismo ha tenido sus dudas democráticas en momentos clave de la historia contemporánea, particularmente en los años de la dictadura de Primo de Rivera, en su resistencia contra la ley de “Contractes de Conreu”, promovida por el Presidente Companys, en 1934, y en la actuación o pasividad profranquista de algunos de sus destacados dirigentes en la guerra civil y primeros años de la dictadura de Franco. Los mejores y más esperanzadores momentos del catalanismo han surgido de la unidad y del sentido de la oportunidad en las circunstancias históricas que se vivían. Así fue con la Mancomunidad de Prat de la Riba (1914), con la proclamación de la República catalana por parte de Macià, y posterior restablecimiento de la Generalitat en la perspectiva de la unión federal de los pueblos hispánicos (1931), y con la constitución de la Asamblea de Cataluña bajo la hegemonía del PSUC (1970), pilar sobre el que se fundamentó la exigencia del restablecimiento de la Generalitat republicana y el retorno del presidente Josep Tarradellas.

En la actualidad, el catalanismo navega en la desunión, y a los dirigentes del proceso independentista dominante les falta sentido de la responsabilidad del momento histórico que se está viviendo. Han promovido una acción política sin matices ni estrategia, a caballo de una legítima y lógica movilización popular ante la discriminación y humillación de la identidad y derechos de la sociedad catalana. Pero esta desorientación y división interna del catalanismo no debe ocultar la cuestión de fondo: el autoritarismo que caracteriza a un nacionalismo español, que lejos de abrir vías de diálogo, se mueve entre el autismo, el insulto y la amenaza. Al final sus representantes conseguirán la unidad de casi todo el catalanismo en torno a la única opción defendible por exclusión de todas las demás: la independencia.

El nacionalismo español es el principal responsable de la permanencia de los conflictos nacionales en las periferias de la península. La Constitución democrática no ha cambiado sus miedos y su oposición a toda redistribución territorial del poder. Este nacionalismo de estado desconoce los efectos tan positivos que ha tenido el federalismo para la unión nacional en Estados Unidos, Suiza, Alemania o Canadá. En todos estos países existe la diversidad y, también, tensiones territoriales, como es natural, que se resuelven mediante el diálogo y el consenso. Claro que son países con una cultura democrática muy superior a la que se tiene en España. ¿Por qué el nacionalismo español no aprende de estos ejemplos externos y, por el contrario, se adentra en su propia historia de intolerancia y tragedia? ¿Tan difícil es cambiar el rumbo de esta negativa historia e impulsar un desarrollo verdaderamente federal del Estado Autonómico? El federalismo puede poner los puentes de la convivencia plurinacional entre los pueblos de España, en el marco de una Unión Europea, que debe asimismo renacer mediante la ciudadanía europea y poniendo en un segundo plano las identidades estatales-nacionales. ¿No es sensata y razonable esta proposición? ¿Entonces, por qué parece tan irreal? ¿Es más atractiva la barbarie que conllevan los enfrentamientos nacionalistas que la pacificación mediante los valores federales del pacto, el pluralismo y la fraternidad entre las naciones? No hay futuro para Europa si no es en federal, al igual que España, que sucumbe bajo un nacionalismo español, anclado entre el autoritarismo y la impotencia.

3. La secesión de Catalunya

(una opción inevitable y legítima cuando el pacto federal es imposible)

La autodeterminación es un concepto republicano que tiene su origen en la Ilustración y en el pensamiento de Kant. En la sociedad moderna, basada en el principio que las personas nacen libres e iguales, la autodeterminación incluye varios derechos a la vez: la libertad de pensamiento, el derecho a decidir y a elegir en libertad, el derecho a expresar las propias ideas mediante cualquier medio de comunicación con el objetivo de promover ideales compartidos. La autodeterminación tiene su origen necesario en la libertad individual, pero puede desarrollarse mediante el reconocimiento mutuo entre ciudadanos que reivindican y participan de un ideal colectivo y público. Cuando un 4 de julio de 1776, ciudadanos de las 13 colonias británicas, se unen colectiva y solidariamente para afirmar su libre autodeterminación, y su efecto mediante la proclamación de la independencia frente a la Corona Británica, están ejerciendo su derecho inalienable a decidir su destino político y a constituirse como pueblo soberano.

La autodeterminación de las personas, fundamento imprescindible de toda sociedad democrática, es, al mismo tiempo, expresión del zoon politikon, es decir del ciudadano que vive su libertad con los otros, como parte de una comunidad política que decide y se autodetermina libremente. No hay autodeterminación republicana que no surja de la libertad de todos y cada uno de los miembros de la comunidad política. En este sentido, el legítimo ejercicio de la autodeterminación no tiene otra vía que la consulta democrática de toda la ciudadanía.

Las personas y los pueblos son libres en la medida que previamente posean independencia real para decidir sin coacciones. Es así en el ámbito privado (el feminismo lo ha señalado con meridiana claridad) y lo es en el ámbito público (¿quien decide en unas elecciones, los ciudadanos independiente y libres, o los votantes dependientes de quienes controlan o son propietarios de los medios de información y comunicación?). La autodeterminación promovida y conducida por el nacionalismo corre el riesgo de ser desvirtuada, cuando sustituye la libre ciudadanía por la exaltación de la nación como concepto supremo y de obligada lealtad. Sólo el federalismo, comprendido como pacto entre iguales, garantiza el desarrollo republicano de la autodeterminación. Porque toda unión federal no puede olvidar que su legitimidad de origen es el pacto democrático y, por tanto, su efecto o resultado no puede imponer una única y suprema lealtad. Cuando dos o más pueblos se unen federalmente, asumen dos lealtades, la de la nación de origen y la de la unión federal. Dos lealtades perfectamente compatibles sin que una sea superior a la otra.

Un futuro imaginado de paz y fraternidad será federal, porque no es imaginable un mundo pacífico y fraternal hegemonizado por el/los nacionalismos. El Siglo XX ha sido suficientemente claro y contundente como reflejo de la tragedia y destrucción que conllevan los enfrentamientos nacionalistas, especialmente a escala mundial. El federalismo debe renacer como ideología alternativa al nacionalismo en la organización interna de los Estados, en las relaciones supraestatales y uniones continentales, en la urgente y necesaria fundamentación de un derecho mundial vinculante para todos. El desarrollo de la democracia pluralista implica la división territorial de poderes, ya enunciada y promovida por Montesquieu y asumida por los padres fundacionales del federalismo estadounidense.

El gran obstáculo contra el proceso federal es el nacionalismo inherente a los estados nacionales. Parecen tranquilos hasta que se despierta la fiera nacionalista. Los nacionalismos de estado son intransigentes frente a los objetivos de cualquier otro nacionalismo, que aparezca en su territorio considerado como propio y exclusivo. Se establece de inmediato la dialéctica centro-periferia de confrontación nacionalista. No hay posibilidad de acuerdo final, como no sea el resultado de la imposición de los intereses del nacionalismo de estado. Podrán haber acuerdos parciales en el mejor de los casos, pero serán transitorios y siempre sujetos a la provisionalidad.

En estas circunstancias y cuando el nacionalismo de estado se cierra a cal y canto, el federalismo contempla la opción democrática de la secesión. El pacto federal, para ser válido en sentido democrático y republicano, debe ser igual y conmutativo. Es decir, las partes que pactan lo hacen con reciprocidad y plena libertad, de forma que todos salen beneficiados con la unión federal, sin que nadie tenga que renunciar a su identidad y autogobierno. Un federalista que asume un contrato desigual o de sumisión no es tal. Por el contrario, debe contemplar la opción de la independencia o secesión cuando no es posible un pacto federal en condiciones de libertad e igualdad.

Esta es la realidad que afecta en la actualidad al autogobierno de la nación catalana. Después de más de 30 años de aprobada la Constitución española de 1978, el Estado Autonómico ha entrado en un callejón sin salida por la voluntad del Partido Popular de no permitir ningún desarrollo federal del mismo. Quienes no apoyaron el proceso constituyente español, o lo hicieron con gran reticencia, se presentan ahora como los máximos valedores de una Constitución, que interpretan de forma restrictiva y centralista. El Estado Autonómico era un modelo abierto e híbrido, fundado en el reconocimiento y garantía de la autonomía política de las nacionalidades y regiones, que podía y debía desarrollarse en sentido federal, plurilingüístico y plurinacional. No ha sido así, sino que ha quedado reducido a una descentralización administrativa, que siendo importante, no tiene nada que ver con un modelo de estado compuesto o federal. Así lo señalarían autores que son referentes de la teoría federal del Siglo XX, como Wheare o Elazar. El Partido Popular sigue la tradición autoritaria del constitucionalismo conservador español de negarse siempre a la enmienda constitucional si no es para retroceder. Ahora lo hace nuevamente al considerar que el Estado Autonómico regulado por la CE78, era un punto de llegada, nunca de partida y, en todo caso, de procederse a su reforma, la orientación de la misma será regresiva y recentralizadota.

En este escenario, la nación catalana no tiene más opción que movilizarse en defensa de su derecho a decidir, de su derecho a ser consultada en democracia sobre su voluntad política con relación al autogobierno de Catalunya y su relación con el Estado español. En democracia nadie debe ser sometido contra su voluntad. Y si la gran mayoría del pueblo catalán quiere y exige ser consultado, las instituciones del Estado deben respetar esta voluntad y adoptar las decisiones necesarias para que la consulta democrática sea posible. Asimismo, si la mayoría del pueblo catalán decide en referéndum optar por la constitución de un Estado independiente, las instituciones del Estado español deben respetar esta voluntad y abrir un proceso de negociación política con los legítimos representantes del pueblo catalán. La democracia es el único sistema válido para negociar y consensuar acuerdos tanto de unión como de secesión. Toda imposición autoritaria, sea cual fuere la vía utilizada, es antidemocrática e inconstitucional.

Así que la obligación de todo federalista es promover la unión en la diversidad, pero cuando esto no es posible, también asume el deber y el derecho a promover la secesión o independencia, aunque sea la última opción, cuando todas las demás han resultado baldías o imposibles. La autodeterminación en su sentido federal se fundamenta en la consulta democrática y pluralista, se orienta hacia la unión de pueblos libres y acepta la posibilidad de la independencia o secesión cuando no hay otra salida democrática. El catalanismo, en la hora actual, está asumiendo de forma preponderante la opción por la independencia de Catalunya y su separación del Estado español. Durante décadas se han defendido de forma mayoritaria las opciones autonomista y federalista dentro del Estado español, pero la cerrazón e intolerancia del nacionalismo español ha dejado sin futuro ni credibilidad estas tradiciones pactistas del catalanismo. Sólo una rectificación radical y profunda en los planteamientos del nacionalismo español podría cambiar las cosas y reabrir un escenario de entendimiento y concordia federal. No parece que esto suceda. En este caso la ruptura se hace inevitable y a la nación catalana, siempre abierta al acuerdo y convivencia con los demás pueblos hispánicos, no le queda más remedio que iniciar su propio camino, navegar por su cuenta, y esperar que su voluntad de autodeterminación sea respetada y no ahogada por la fuerza.

Barcelona, 6 de octubre de 2013

 

Miquel Caminal es catedrático de teoría política de la Universitat de Barcelona

 

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Fuente:
www.sinpermiso.info, 1 de diciembre de 2013

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