La Constitución española y las trampas del reformismo imaginario

Gerardo Pisarello

08/12/2013


El punto de partida: un persistente golpe deconstituyente

Las reacciones al aniversario de la Constitución española pueden considerarse un reflejo de la situación de bloqueo político con la que se está cerrando el año 2013. El Gobierno ha utilizado la efeméride para ofrecerse como el mejor valedor del texto de 1978, a pesar de que nunca como en últimos tiempos se habían denunciado tantas vulneraciones a sus elementos más garantistas. La actitud reviste especial patetismo cuando atañe a la "soberanía nacional" recogida en el artículo 1. El Gobierno presume de ser su guardián más fiero frente a las demandas soberanistas catalanas o vascas. Pero la pose impresiona poco en un contexto en el que las abdicaciones ante la Troika y el gobierno Merkel son constantes, como bien quedó de manifiesto en el debate sobre los presupuestos generales. La posición del PSOE tampoco se ha caracterizado por la claridad de miras. Para contrarrestar el singular patriotismo constitucional desplegado por el PP, ha lanzado una andanada variopinta de posibles enmiendas. Muchas de ellas son ambiguas o irrealizables, y apenas consiguen ocultar dos hechos. Uno, la falta de ideas o de predisposición para avanzar alternativas sociales y económicas urgentes que, en principio, no necesitarían enmienda constitucional alguna. Y dos, la estridente incompatibilidad entre este reformismo sobrevenido y el triste papel que le cupo en la consagración constitucional de la prioridad absoluta del pago de la deuda, una regresión que excedía incluso lo exigido por el Banco Central Europeo y que carece de parangón en el Derecho constitucional comparado. Fuera de allí, el panorama tampoco es demasiado alentador. En un contexto de reflujo de la movilización social, Izquierda Unida no ha comparecido a los fastos constitucionales, pero ha oscilado entre un reformismo que no está a su alcance y la idea de un proceso constituyente que, dada la correlación de fuerzas, resulta un brindis al sol, sobre todo cuando se piensa en clave estatal. En Cataluña, el País Vasco o Galicia, la desafección constitucional ha exhibido niveles social y políticamente más significativos. Y si bien el reclamo del derecho a decidir ofrece más consistencia a la propuesta de una ruptura constituyente, se trata de un horizonte no exento de obstáculos.

Para entender esta situación de bloqueo, en todo caso, habría que partir de una constatación: la crisis del Régimen surgido de la Transición existe, pero es mucho más incipiente de lo que podían hacer pensar las lecturas más optimistas que circulaban después de la eclosión del 15-M. Solo así se explica que lo que haya ganado terreno en el último año haya sido, ante todo, la operación deconstituyente emprendida por el Gobierno gracias a su mayoría absoluta. La Constitución española, en efecto, nació con numerosos condicionamientos antidemocráticos. Muchos fueron denunciados –y a veces aceptados con resignación– desde dentro y desde fuera del proceso constituyente de 1977-1978. Pero en el texto finalmente aprobado también había algunas promesas garantistas, arrancadas por el antifranquismo, y cuestiones no zanjadas que admitían lecturas abiertas y flexibles, como la territorial. Hoy queda muy poco de todo eso. La ofensiva ha sido intensa y en los ámbitos más diversos: contrarreforma laboral, educativa y sanitaria; austeridad forzosa; recentralización competencial y conculcación de derechos lingüísticos en Cataluña, País Valenciano y Baleares; vaciamiento de la autonomía local; supresión o manipulación de órganos de control; reforma del código penal y ley de seguridad ciudadana. La lista es nutrida y podría extenderse. Lejos de ser removidos, como pide el artículo 9.2, los obstáculos que impiden que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas han crecido de manera exponencial. Las interpretaciones más democráticas del texto de 1978 se han arrinconado de manera acaso irreversible. Y todo ello con el visto bueno, casi siempre, de un Tribunal Constitucional desprestigiado, que ni siquiera ha sido capaz de desempeñar, en un contexto como el actual, la función de poner límites al poder, que sí han exhibido otras cortes constitucionales como la italiana o la portuguesa.

Nada de esto podía ocurrir, naturalmente, sin que la propia Constitución experimentara una  considerable erosión ante la opinión pública. La diferencia con países con constituciones antifascistas, como Portugal o Italia, es notable. Allí, la Constitución sigue siendo un instrumento de resistencia frente a las políticas de austeridad europeas y frente a los abusos de los poderes públicos y privados locales. En el caso español, el desapego constitucional no ha dejado de crecer. El 15-M marcó un punto de inflexión en este proceso de desafección. Integrado sobre todo por jóvenes que ni siquiera votaron el texto de 1978, lanzó una impugnación severa al Régimen político y económico heredado de la Transición y crecientemente rendido los intereses del Directorio europeo. Y sugirió una terapia: la radicalización democrática. La clase política actual sabe que no puede ignorar esa interpelación, pero no es capaz de responder a ella, y mucho menos, de imponerla a los grandes poderes económicos y financieros. Sus devaneos  reformistas -en los que hasta el propio Partido Popular se ve obligado a incurrir- le sirven para no aparecer como inmovilistas. Pero en el fondo saben que se tratan de propuestas imposibles o bien insustanciales.

Las trampas del reformismo imaginario

La Constitución española es un texto singularmente blindado frente a los cambios de peso. Una reforma total o que afecte a cuestiones como la "soberanía nacional", la Corona, la posición de las Fuerzas Armadas o el alcance de la educación privada es prácticamente imposible: requeriría una doble mayoría de 2/3, con disolución de Cortes, nueva convocatoria de elecciones de por medio y referéndum obligatorio al final. El otro procedimiento posible es el del artículo 167, el único que el PP y el PSOE tienen en mente, por varias razones. De entrada, porque exige una mayoría de 3/5 en cada Cámara que solo ellos están, hoy por hoy, en condiciones de reclutar, acaso con algún aliado ocasional. En segundo lugar, porque es una vía que permite escenificar un cierto reformismo compatible con el mantenimiento del núcleo "atado y bien atado" del texto del 78. Lo que ocurre es que esta supuesta reedición del "consenso", que ha ocupado las portadas de algunos periódicos, es poco más que imaginaria. Fuera de algún gesto estético que lo aleje de un inmovilismo mal visto socialmente, la cuestión constitucional en la que el Gobierno más se ha prodigado es en su disposición a aplicar el artículo 155 de la Constitución para suspender la autonomía de Cataluña. De hecho, cuando el Gobierno ha hablado de reforma –por ejemplo, por boca de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría– lo ha hecho en unos términos sorprendentemente similares a los utilizados por los sectores más extremistas de Alianza Popular durante la transición.

Esta radicalización del Gobierno hace que cualquier "consenso" con el PSOE sobre temas con un contenido mínimamente democratizador sea actualmente imposible. Pero ocurre que la propia propuesta socialista dista de ser un dechado de claridad. Hace unos días, el Secretario General del PSOE, Alfredo Pérez-Rubalcaba, escribía un artículo en el diario El País  en el que pedía una reforma constitucional que adecúe algunos anacronismos del texto del 78 a la coyuntura actual. Uno de los ejes de la propuesta era la articulación de un modelo realmente "federal", una aspiración que tras el crecimiento del soberanismo en Cataluña ha calado en personajes tan disímiles como Julio Iglesias o Rodolfo Martín Villa. En boca del PSOE, de hecho, no siempre es fácil saber si se trata de un federalismo pluralista, respetuoso de la diversidad nacional, o de un federalismo homogenizador, más cercano a propuestas como las de UPyD. Nada parece augurarle, en todo caso, un futuro prometedor: según las encuestas, no entusiasma a sus bases, no convence al PP e ignora a los sectores de izquierdas, o simplemente democráticos, que han comprendido que cualquier propuesta federal o confederal que aspire a ser creíble debe pasar por el reconocimiento previo del derecho a la autodeterminación de los pueblos.

Más interesantes, quizás, resultan las propuestas de Rubalcaba orientadas a reforzar constitucionalmente la participación ciudadana o el papel de algunos derechos sociales. Pero en este caso el problema es de credibilidad. Solo desde la ingenuidad, en efecto, o desde la amnesia súbita se podría confiar en que una fuerza política que dio cobertura constitucional a las políticas de austeridad pueda apuntalar los derechos que dichas políticas están destruyendo.

En realidad, es difícil no tener la impresión de que el reformismo constitucional exhibido por el PSOE desempeña poco más que un papel de placebo. Carece de acción terapéutica, pero permite disimular la falta de ideas o de voluntad política para impulsar cambios que, siendo urgentes, serían posibles sin la necesidad de enmendar la Constitución. Una mayoría legislativa similar a la del Gobierno actual, de hecho, podría plantear el rechazo de la deuda ilegítima, forzar a las entidades financieras a destinar sus viviendas vacías e infrautilizadas al alquiler social, revertir la contrarreforma laboral, ampliar los mecanismos de participación ciudadana o apoyar el ejercicio del derecho a decidir sin tener que tocar la Constitución. Ninguna de estas propuestas, sin embargo, han estado presentes en las últimas alocuciones de Rubalcaba.

Soslayar los límites de cierto reformismo es peligroso también para los movimientos sociales y las fuerzas de  izquierdas que aspiran a un cuestionamiento más frontal del régimen surgido de la Transición. Los Grupos Parlamentarios de la Izquierda Plural y Mixto, por ejemplo, han insistido en la necesidad de suprimir la reforma del artículo 135. La propuesta tiene su valor pedagógico, puesto que una Constitución que otorga prioridad absoluta al pago de la deuda externa es un texto que ha dimitido de su función social y democrática. Pero lo cierto es que si de verdad se tuviera fuerza política para propiciar ese cambio habría que utilizarla para muchas otras cosas. De entrada, como se apuntaba antes, para suspender el pago de la deuda, algo que el propio artículo 135 prevé en caso de que se "perjudique considerablemente" la "sostenibilidad social del Estado". Y luego, para abrir un proceso de cambio constitucional más profundo y participativo, que involucre quienes ni siquiera votaron el texto de 1978.

Entre la resistencia garantista y la construcción de un horizonte de ruptura constituyente

Este último paso, desde luego, incorpora un elemento adicional de complejidad al debate. Y es que del irrealismo de cierto reformismo constitucional de mínimos no puede deducirse la inminencia de otras propuestas rupturistas como la de un proceso constituyente. Desde algunas posiciones críticas, de hecho, se ha sostenido que las izquierdas deberían abandonar una consigna que exige una correlación de fuerzas hoy inexistente e improbable en el futuro cercano [1]. En su lugar, deberían concentrarse en defender objetivos más modestos pero más accesibles, como "la tutela judicial efectiva de los derechos ya existentes". Eso, y centrarse en la reconstrucción de los objetivos y formas de funcionar de partidos, sindicatos y movimientos sociales, para "confluir con la gente y sus demandas" atendiendo también "a la disputa del poder político".

Este punto de vista tiene la virtud de advertir contra dos peligros. Por un lado, el de cierto fetichismo constitucional con arreglo al cual bastaría con una nueva Constitución para que la realidad se modifique. Por otro, el del voluntarismo que confunde el ideal de una ruptura constituyente con la posibilidad efectiva de llevarla adelante en las actuales condiciones. Con todo, también esta crítica debe ser problematizada. Es obvio que para enfrentar una ofensiva deconstituyente como la actual es necesario aprovechar todas las grietas que el propio sistema político y jurídico ofrece. La apelación al garantismo judicial es una de ellas, y en ocasiones puede ser decisiva, como bien experimentan, día a día, las familias agrupadas en torno a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca o los activistas de movimientos o sindicatos criminalizados por el Gobierno. Sin embargo, sería un error exagerar el posible papel de estas vías. La propia justicia está atravesada por las estructuras de poder existente y por el peso en ella de una cultura todavía permeada por el franquismo. Las iniciativas garantistas en el Poder Judicial realmente existente, de hecho, son minoritarias, y pueden ser fácilmente neutralizadas a través de leyes con un contenido restrictivo (como ocurriría de aprobarse, por ejemplo, la nueva Ley de Seguridad Ciudadana).

La cuestión radica,  pues, en aprovechar esas grietas pero sin perder de vista, efectivamente, la necesidad de "disputar el poder político" y de generar una fuerza social, política y sindical capaz de desplazar a las mayorías legislativas hoy existentes. La generación de ese poder destituyente es todo menos sencilla. A finales del 2013, de hecho, parece mucho más débil que si se contempla en el ciclo largo que se abrió con la irrupción del 15-M y de las huelgas que los precedieron. Las razones para el pesimismo, pues, no son infundadas. Sin embargo, renunciar a su construcción sería suicida. Desde esa perspectiva, el 35º aniversario de la Constitución arroja algunas lecciones que no deberían ignorarse. La primera, que no tiene sentido obsesionarse con la reforma de la Constitución cuando hay objetivos más urgentes que pueden acometerse a través de leyes y decretos en ámbitos clave como el fiscal, el laboral o el financiero. Estos cambios, desde luego, requieren mayorías sociales y políticas capaces de imponerse también en las urnas. Pero en términos realistas se trata de mayorías más cercanas al 51% que al 60% exigido para una reforma constitucional o al 99% tan frecuentemente invocado por los movimientos sociales. Esta mayoría con vocación transformadora, claro está, debe construirse, y ello no será posible mientras no se lleve adelante una tarea de reconfiguración política y cultural de un tejido social en crisis, atravesado por la privatización de la vida cotidiana y constantemente agredido por las políticas de austeridad. Sin embargo, es importante saber que incluso una mayoría del 51% que se atreviera a impulsar estos cambios legislativos urgentes, tendría que vadear, seguramente, la oposición de muchos poderes vinculados al régimen actual (comenzando por el propio Tribunal Constitucional). En ese contexto, la única manera de hacerlo sería acometiendo, más temprano que tarde, una reforma constitucional, no de mínimos, sino una reforma para la ruptura o un proceso constituyente propiamente dicho, con la mayor participación popular posible.

Ese momento puede parecer más o menos lejano (hoy por hoy es más cercano, de hecho, en aquellos sitios, como Cataluña, donde el bloqueo constitucional ha supuesto una triple crisis: social, democrática y nacional; y donde el desapego con la Constitución alcanza, según el CIS,  más del 70% de la población). Pero borrarlo del horizonte, sobre todo en un contexto como el español, puede ser tan peligroso como utilizarlo de manera idealista, sin conciencia alguna de la correlación de fuerzas que exigiría. Aprovechar todos los intersticios existentes para frenar el proceso deconstituyente al que se asiste es esencial. Recordar que muchas medidas sociales y políticas hoy urgentes podrían adoptarse, en principio, dentro del margen de lo constitucionalmente establecido, también. Sin embargo, no cabe llamarse a engaño. Ninguna de estas salidas podría prescindir de una ruptura constituyente para la que conviene estar preparados. Para eso y para darle una dimensión europea –al menos entre los países de Europa del Sur– sin la cual tendría pocas posibilidades de prosperar.     

Nota: [1] Así, en el interesante texto de Ramón Espinar Merino, "Reforma o proceso constituyente: un debate desenfocado en la(s) izquierda(s)", en www.lamarea.com, 6 de diciembre de 2013.

Gerardo Pisarello es miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso

 

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Fuente:
www.sinpermiso.info, 8 de diciembre de 2013

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