Francia : Los peligros que acechan

Hugo Moreno

16/02/2014

El año 2014 comenzó con expresiones singulares de la crisis económica política, moral y cultural que atraviesa la sociedad francesa. La Marcha por la vida, el 19 de enero; El Día de la cólera, el 26 de enero; y la Manif para todos, el domingo 2 de febrero: fueron, todas, expresión inédita de una masa conservadora y reaccionaria movilizada que ocupó las calles. Lejos quedan ya las grandes jornadas de lucha popular convocadas por  los sindicatos y los partidos de izquierda. Lo cierto es que la presencia en las calles de cientos de miles de personas de persuasión conservadora, desde luego en París y en otras grandes ciudades como Lyon, es un hecho que, no por hasta ahora insólito, haya que minimizar.

Esta es, en efecto, la novedad: por vez primera en mucho tiempo se asiste a una ocupación de gran envergadura del espacio público por parte de la Francia conservadora y aun reaccionaria. El antecedente hay que buscarlo el 30 de mayo de 1968. Entonces, convocados por el general De Gaulle, un millón de franceses se volcaron en los Campos Elíseos. Fue expresión del miedo y la hostilidad despertados por  la revuelta de la juventud estudiantil y por las  huelgas obreras y las ocupaciones de fábrica que le siguieron. Esa masa conservadora se movilizó entonces con un común denominador : el temor –harto real— a la revolución. No en vano  el recuerdo de aquel momento histórico sigue, décadas después, resultando perturbador para las clases dominantes. ¿No estamos asistiendo ahora a un estallido vengativo, a la culminación de un largo proceso de desquite contra las conquistas –políticas, culturales, sexuales— de mayo del 68 y, más de fondo aún, contra las que fue imponiendo e institucionalizando el movimiento obrero y el Consejo Nacional de la Resistencia en la primera década que siguió a la Liberación?

Hay, por lo pronto, una connotación inédita que conviene destacar.  Las tres grandes manifestaciones de comienzos de año, se hicieron al margen de la derecha política tradicional, ya sea la UMP u otras organizaciones institucionalizadas. Y encima, sin contar tampoco con la presencia de figura carismática ninguna. Las manifestaciones de esta abigarrada y heterogénea masa fueron convocadas por la red, por las asociaciones familiares católicas, por los integristas de Civitas y por una plétora de grupúsculos reaccionarios tan desconocidos como prestos a autoatribuirse poder de convocatoria. Se ha visto el resurgir de integrismos del más dispar origen, unidos todos, empero, por la oposición al matrimonio para todos, por la xenofobia y por el racismo de la eterna Francia para los franceses, por el cuestionamiento de la ley Veil de 1974 (que legalizó, con el apoyo de la izquierda parlamentaria, el derecho al aborto), por la tutela de los “valores tradicionales”, por la fobia al “Islam” y a la homosexualidad, por la defensa de la familia patriarcal, etc. Es decir, algunos de esos miedos múltiples, muchos irracionales, que nacidos de y exacerbados por los efectos devastadores de una crisis, como la actual, suicidamente gestionada por el grueso del establishment político –centroderecha y centroizquierda de consuno— con necias políticas económicas procíclicas..

La historiadora Danielle Tartakowsky observó recientemente desde las páginas de L’Humanité la reviviscencia de “una Francia maurrasiana, aunque sea sin saberlo”. La evocación de Charles Maurras es significativa. Como se sabe, éste fue el teórico, en la primera mitad del siglo pasado, de la derecha católica, reaccionaria, antiparlamentaria y monárquica, profundamente antisemita (el “judío” entonces como chivo emisario, como hoy el “musulmán” o el “extranjero” que no sea blanco y católico). Ese movimiento de ideas del “nacionalismo integral” maurrasiano –aun si diferenciado del fascismo de Mussolini o del nacionalsocialismo de Hitler—  fue terreno propicio para la extrema derecha. Las fronteras entre uno y otro eran frágiles y permeables. Y Maurras mismo, como se sabe, terminó su carrera política apoyando al Estado Francés del Mariscal Pétain y la colaboración con la Alemania hitleriana.

Otra época, otro escenario. De acuerdo. Pero una preocupación legítima flota en el ambiente actual. A la crisis económica europea –de la que Francia no puede escapar– se suma una crisis social y política que nutre el descrédito de los partidos y de la misma política. El errático comportamiento del gobierno de François Hollande y Jean-Marc Ayrault, su primer ministro, ha contribuido a aumentar ese sentimiento de desencanto generalizado, especialmente vivo entre los sectores más frágiles de la sociedad. Los obreros, empleados, desocupados, y en particular, la juventud marginalizada, son los más afectados. Una parte de la población ha perdido ya toda esperanza. Si quedaba alguna, Hollande terminó por enterrarla, pues la continuidad con el “sarkozismo” acentuada en los últimos tiempos le ha arrebatado hasta el beneficio de la duda. Y en ese ambiente de desempleo crónico, estrangulamiento del gasto público, destrucción salarial y desbaratamiento de la regulación política republicana tradicional del “mercado de trabajo”, impotencia democrática y estrechamiento general de los horizontes vitales de la población ¿cabe esperar otra cosa que el resurgir en forma de “ideas” de las bajas pasiones antirrepublicanas y antidemocráticas inveteradamente latentes en el Hexágono? ¿Tan sorprendente resulta el progresivo afloramiento a superficie de las zonas más abisales, más atrasadas y más reaccionarias de la sociedad ?

El reciente Pacto de Responsabilidad acordado con el Medef –la organización patronal del gran empresariado francés– es acaso el ejemplo más elocuente del nuevo rumbo adoptado por el actual gobierno “socialista”. El sometimiento coram populo al gran capital y a los suicidas imperativos de la elite neoliberal europea no puede dejar de verse sino como una nueva vuelta de tuerca en la progresiva degradación de la relación de fuerzas en disfavor de las clases populares. El movimiento obrero, otrora poderoso, se bate en retirada. Diríase que se sabe impotente ahora mismo siquiera para predstar un adarme de resistencia a la feroz ofensiva grancapitalista.

Repárese en ello: no se trata solo de un episodio más en la larga historia de la lucha de clases en Francia; se trata de un cambio profundo, epocal, pretendidamente funcional al tránsito hacia un mundo económico capitalista políticamente remundializado. La remundialización destruye todo en su insaciable frenesí de mercantilización, de financiarización, de concentración de la riqueza y privatización neofeudal por la vía del despojo y saqueo de los bienes comunes y del patrimonio público; como barre fronteras, destruye soberanías populares y derechos sociales adquiridos. Genera impotencia política, y con ella, desencanto social, malestar público y frustraciones de toda laya en unos ciudadanos crecientemente reducidos a la condición de súbditos. Cuando se asiste impotente a la destrucción de conquistas sociales resultantes de más de medio siglo de luchas,  cuando el espectro de perder el empleo –o de no acceder nunca más a uno— se convierte en una pesadilla cotidiana, se entra en terreno fértil para los movimientos más retrógrados.

En la población de los barrios periféricos de París y otras  grandes ciudades, más del 50 % de los jóvenes está en esta situación. Es una juventud frecuentemente de origen extranjero, marginada y abandonada a su suerte, estigmatizada por el color de su piel o por sus costumbres y modos de vida. La economía sumergida, el pequeño hurto, el tráfico de drogas y, desde luego, la expresión puntual del hartazgo han venido aquí a reemplazar cualquier horizonte de “integración”, movilidad y ascenso social “honrado”. Francia se ha convertido en un país atomizado, socialmente desintegrado, moralmente desjarretado y culturalmente enfermo. Esa es la verdad.  Uno se pregunta cómo es posible que no haya habido hasta ahora una explosión social de gran magnitud. Y hasta cuando.

Hollande ha perdido su apuesta a favor del empleo –preocupación capital de los franceses, según los sondeos de opinión–: el compromiso de reducirlo a fines de 2013. Al contrario, el número de desocupados aumentó, aunque sea levemente. Día tras día se destruyen puestos de trabajo, los empresarios despiden, regiones enteras son arrasadas. Según el Insee (Instituto de estadísticas), el “Polo empleo” registró, en diciembre 2013, 10.200 nuevos inscriptos sin empleo alguno, más otros 12.000 que habían ejercido una actividad parcial. El resultado sobrepasa los 3,3 millones de desocupados sin ninguna actividad, y 5,5 millones sumando aquellos con algún trabajo precario.  Es posible, sin exagerar, que esta cifra oficial sea mayor. Los desocupados que ya no se inscriben en el “Polo Empleo” son numerosos, perdida la esperanza de encontrar nuevamente un empleo.

El crecimiento de la economía fue desfavorable. Esa es la verdad. Osciló entre un 0,1 % negativo, y apenas un 0,5 % en los tres últimos trimestres de 2013. Pero la política de austeridad adoptada conduce a un callejón sin salida. Son siempre los trabajadores, las estratos populares y, en particular, la juventud, quienes cargan con sus consecuencias. Así pues, no es solo una boutade cuando se dice que Francia sigue la vía española. Es un peligro real. La política procíclica de austeridad – núcleo central del programa impuesto por la Troïka – conduce inexorablemente a la recesión. Es la fuente del más profundo malestar social que mina la sociedad entera. ¿Acaso no se ven sus nefastas consecuencias en Grecia, en Portugal, en España, en Italia, en Chipre o en Irlanda?

Tampoco en el plano internacional va François Hollande a la zaga. Si Sarkozy fue “el Americano”, Hollande ha venido a reemplazarlo alegremente. La Francia actual se presenta, según es bien es sabido, como el mejor aliado de EEUU, y eso al tiempo que se hunde nuevamente por cuenta más o menos propia en guerras africanas libradas, para mayor escarnio, en nombre de los “derechos humanos”: en realidad, una política exterior neocolonial de intervención militar y consecuencias imprevisibles.

De todos esos polvos, estos lodos: la caída estrepitosa de la popularidad de Hollande y su gobierno. Según una encuesta del instituto YouGov, el presidente sedicentemente “normal” bate un récord histórico: Hollande obtiene apenas un 16 % de opinión favorable, contra un 77 % desfavorable, y –dato significativo— recoge un 50 % de opiniones negativas entre los votantes socialistas. Ningún presidente desde 1958 había caído tan bajo. La cuestión de la legitimidad está sobre el tapete. Las dimensiones del descrédito gubernamental revelan seguramente una crisis de hegemonía que va más allá del PS. La urdimbre moral, el sustento de ideas e instituciones, por así decirlo, de la dominación de las clases dominantes, los partidos y sus élites políticas, parece visiblemente agrietado. La desorientación y pérdida de norte del centroderecha republicano tradicional saltan a la vista: la progresiva  “lepenización” espiritual de un amplio sector de la UMP es un solo un ejemplo, aunque sobresaliente; otro, claro está, es el ascenso persistente del propio Frente Nacional (FN) de Marine Le Pen.

El FN continúa su progresión, concitando en vísperas de las elecciones municipales de marzo y de las europeas en mayo unos niveles de apoyo sin ejemplo histórico. Según un sondeo de TNS-Sofres para Le Monde, France Info y Canal Plus publicado el pasado miércoles, 12 de febrero, más de un tercio de los franceses dan su apoyo a las ideas del FN y de Marine Le Pen. “Ella comprende los problemas cotidianos, dicen, y es capaz de reagrupar más allá de su campo”. Una cuarta parte de los franceses, el 24 % del electorado, manifiesta su disposición a votar al FN. Entre ellos, dato singular, un número creciente de obreros y jóvenes. La desdiabolización en que se empeñó la hija del fundador del FN está dando sus frutos. La debacle política del PS, así como la complicidad de la derecha republicana tradicional representada por la  UMP –las dos fuentes de la crisis de hegemonía mencionada— han contribuido lo suyo. El partido ultra-derechista, xenófobo y racista de Jean-Marie Le Pen se ha convertido en un partido con el que hay que contar, en todo caso para combatirlo.

En  este contexto, la única fuerza política que podría ofrecer una alternativa de izquierda, republicana y socialista –el Frente de Izquierda– no logra aún encontrar la vía para canalizar la simpatía y el apoyo que motivaron los cuatro millones que votaron por él en el primer turno de las elecciones presidenciales de mayo 2012. En épocas de disolución y reacción como la que vivimos, no es tarea fácil la consolidación de una alternativa. Se pueden, desde luego, tener presentes los peligros; encontrar los medios para combatirlos es harina de otro costal. Sin embargo, la experiencia y las tradiciones acumuladas por el movimiento obrero y popular siguen vigentes.  Como nada es fatal, no queda otra que resistir y prepararse para las próximas batallas. Recuperar las calles, las plazas y las ciudades, ocupar nuevamente el espacio público, se ha convertido en un imperativo.  Es una tarea ardua y difícil, pero un combate político y cultural fundamental para alejar los peligros que acechan, antes que sea demasiado tarde.— París, 15 de febrero de 2014.

Hugo Moreno es miembro del Comité de Redacción de Sin Permiso.

Fuente:
www.sinpermiso.info, 16 de febrero de 2014

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