Una perspectiva política para la izquierda ecosocialista en Europa

Yanis Varoufakis

30/03/2014

Por qué la izquierda en Gran Bretaña y en la Eurozona debe aspirar a un New Deal verde paneuropeo.

Estaba cantado: el capitalismo europeo tenía que terminar desquiciado tras el descarrilamiento del el sistema global de posguerra conocido como Bretton Woods. Y así ha sido.

Luego de que los EEUU perdieran sus excedentes, hacia fines de los 60, el sistema de tasas de cambio fijas y movimientos de capital severamente regulados de que se nutrió la Edad de Oro del capitalismo estaba condenado. Su inevitable colapso no podía sino empujar a la baja el dólar, liberar a los banqueros de las restricciones a que habían estado sujetos por treinta años y hacer retroceder los derechos y los servicios públicos que el trabajo había venido arrancando al capital desde la guerra.

La victoria electoral de la señora Thatcher en 1979 fue un momento clave en la era post-Bretton Woods. Fue un momento de la verdad, en el que el establishment se reveló menos conservador (con “c” minúscula) que la clase obrera y la izquierda. Sintiendo el debilitamiento de su poder, la burguesía británica, tan renuente como conscientemente, dio a la señora Thatcher luz verde para lanzar su bola de demolición sobre la industria del acero, sobre las fábricas de automóviles y camiones, sobre las minas de carbón, sobre los astilleros; en todos y cada uno de esos sitios se hallaba atrincherado el “enemigo interior”, es decir, el movimiento obrero organizado. La reacción de la izquierda fue la de la defensa de los medio de vida a través de la defensa de un modelo de negocio en el que el propio mundo de los negocios ya no tenía interés. No es, pues, sorprendente que la izquierda fuera duramente derrotada: la amenaza de huelga carecía ya de efectos amedrentantes para unos capitalistas que habían dejado de estar interesados en… la producción.

Los gobiernos de Thatcher no fueron los responsables de la marea de cambios que se llevó por delante el modelo industrial de Gran Bretaña. El declive de ese modelo resultaba ya evidente antes de 1979, y como hemos venido a comprobar una y otra vez desde entonces en la Europa continental, el trabajo y la industria se batían por doquiera en retirada. Sin embargo, lo que hizo la señora Thatcher fue: a) crear la ideología necesaria para presentar la desindustrialización como un proyecto político populista progresista; b) alimentar, promover e hinchar una doble burbuja (bienes raíces y finanzas) que permitió gestionar el capitalismo británico en un momento de hundimiento industrial; y c) exportar su neoalquimismo ideológico y su doble burbuja al resto de Europa.

Huelga decir que la “contribución” de la señora Thatcher a la historia europea no habría sido posible de no haber existido ya ciertas corrientes subterráneas harto independientes de cualquier factor que pudiera aparecer en la pantalla del radar de la Dama de Hierro. Los EEUU, bajo la lúcida guía del presidente de la Reserva Federal, Paul Volcker, se estaban ya convirtiendo en una gigantesca aspiradora capaz de atraer hacia su territorio: a) las exportaciones netas mundiales, y b) el grueso de un capital mundial procedente de los beneficios dimanantes de la exportación a los EEUU –o a otros países— posibilitada por la demanda agregada que los propios EEUU estimulaban globalmente con su déficit comercial. Fue ese asombroso mecanismo de reciclaje global lo que suministró a la señora Thatcher la tabla a que agarrarse para poder poner fin a la industria británica. [1]

Pues, en efecto, cuando la señora Thatcher residía en el número 10 de Downing Street empezaba a abatirse sobre Wall Street un verdadero tsunami de capital procedente de Japón, Alemania, Holanda, Francia, los países productores de petróleo o (luego) China: eso cerraba el circuito de reciclaje y financiaba los déficits norteamericanos. Ni un segundo tardaron los banqueros de la City de Londres y sus amigos políticos conservadores en elaborar un nuevo modelo de negocio para el Reino Unido: convertir la City financiera de Londres en una estación de paso capaz de mediar entre Wall Street y las naciones exportadoras netas del mundo. Y deshacerse así de la propia industria (infestada de sindicalistas).

Años después, en 2008, las pirámides de dinero privado construidas por la City de Londres y Wall Street sobre la peana de ese tsunami constante de capital se desplomaron y ardieron. Al comienzo, los europeos dibujaron una sonrisa. Fue el momento del: “ya os lo avisamos”, espetado a unos anglosajones que se habían pasado una o dos décadas cachondeándose del terco y anticuado empeño del Continente en la producción industrial. Pero ese momento, ¡ah!, duró muy poco. No tardaron en darse cuenta de que sus propios bancos estaban rebosantes de activos tóxicos y de que habían permitido a sus banqueros incurrir en deudas (o “apalancamientos”) el doble de grandes que los de los banqueros de la esfera anglosajona. Dicho simplemente: la burbuja de la señora Thatcher había sido subrepticiamente exportada a Francfort, París, Roma, Madrid, Bruselas, etc. Lo mismo que el “modelo” de construir una competitividad fundada en una contracción salarial, que puso a las economías locales –encandiladas y eclipsadas por las ostentosas urbanizaciones y el brillo glamoroso de la jet set globalizada— en un permanente estado de lenta combustión recesiva.

Luego de 2008, mientras los EEUU y la Gran Bretaña buscaban el rescate de los banqueros con una combinación de dinero del contribuyente y políticas monetarias de flexibilización cuantitativa –con el evidente propósito de reinflar agresivamente los activos tóxicos pinchados—, Europa se hacía un lío con ese mismo proyecto. Habiéndose deshecho de sus propios bancos centrales, los políticos de la Eurozona hicieron todo lo que estuvo en su mano para cargar el peso de los activos de los bancos en apuros sobre las espaldas de los contribuyentes más débiles, lo que no pudo menos de causar una terrible recesión y poner a la Unión Europea en rumbo de desintegración segura. Sin embargo, a pesar de las diferencias significativas entre Gran Bretaña y la Eurozona, la imagen general es la misma: el establishment respondió a la crisis financiera hinchando unos activos bancarios e inmobiliarios que habría sido mejor abandonar a su suerte, y acorralando al grueso de la población con una austeridad que hacía mella en sus bolsillos, no menos que en su moral. En pocas palabras: el modelo Thatcher potenciado con esteroides.

La deuda histórica da la izquierda

Cuando la señora Thatcher tuvo que librar una guerra de clases sin cuartel por encargo de la clase dominante, no tuvo reparos en destruir capital a fin “cargarse” al trabajo y a su expresión organizada. La izquierda no se percató de eso a su debido tiempo, y el resultado es la actual crisis sin fin. En el mundo posterior a 2008, el capital está todavía menos interesado en la creación de valor que entre 1970 y el momento Lehman Brothers. En el momento de escribir estas líneas, asistimos a un fenómeno notable: mientras los Estados andan rebañando en el fondo del barril para cuadrar las cuentas (es decir, para financiar al sector público y refinanciar la deuda pública), cerca de 2 billones de dólares de ahorro empresarial ocioso andan brujuleando por el Reino Unido y Europa, demasiado amedrentados por la baja demanda como para decidirse a inversiones en actividades y procesos productivos. En vez de invertir en máquinas y trabajo calificado, las grandes empresas de toda Europa usan su efectivo para recomprar sus propias acciones en una apuesta para levantar el precio a corto plazo de esas acciones y el monto de los bonos de sus ejecutivos, ligado al precio de las acciones de las empresas. Eso, unido a la terrible arquitectura institucional de la Eurozona –que tiene atadas a dieciocho naciones  al grillete de una permanente deflación por deuda—, hace que el trabajo y la sociedad en Europa agonicen y se hallen a merced de los cantos de sirena de la extrema derecha.

Gran Bretaña, en particular, bien podría calificarse como la Nación de la Recompra, porque, además de las recompras de acciones empresariales, el Banco de Inglaterra no dejado de recomprar deuda pública y privada a los bancos en un intento de reinflar la doble burbuja de la señora Thatcher. Tomados de consuno, los esquemas de recompra del Banco de Inglaterra y de las empresas privadas representan una buena parte del ingreso nacional. ¿Y para qué? Para hinchar los precios inmobiliarios en el sur (sobre todo en Londres) y causar una nueva oleada de consumo inducido por la deuda que está llevando a Gran Bretaña directamente al regazo de la próxima catástrofe financiera, económica y social. Entretanto, miesntras el el señor Osborne celebra su sombría “recuperación”, la industria sigue en pelota, y la inversión en bienes de capital está en sus mínimos históricos.

Dicho en pocas palabras: a menos que la izquierda intervenga con éxito, las sociedades europeas no se recuperarán. En 1979, la señora Thatcher alcanzó la victoria a lomos de la brillante consigna de Saatchi and Saatchi: ‘Labour isn’t working’ [en el doble sentido de “el trabajo no funciona” y “el Partido Laborista no funciona”; T.]. En 2014 tenemos que ser capaces de darle la vuelta a esa consigna conservadora (tanto en GranBretaña como en la Unión Europea) con esta otra, que no es sino la simple verdad: “el capital ya no es capaz de crear valor, ni está interesado en hacerlo”. De manera, pues, que el deber histórico del trabajo es llenar ese vacío; intervenir políticamente para hacer que la creación de valor sea de bueno posible y esté al orden del día.

Hacia un New Deal verde europeo

El crecimiento no es el asunto. La izquierda comprende que hay muchas cosas, cuyo crecimiento debe ser sofocado: los desperdicios tóxicos, los derivados tóxicos, las finanzas Ponzi, la producción de carbón, el consumo que deja insatisfecho al consumidor y daña al planeta, etc. No; el asunto es un crecimiento ecléctico en las tecnologías y en los bienes que contribuyen a una vida más plena en un planeta sostenible. La izquierda siempre ha sabido que los mercados son horribles a la hora de proporcionar sosteniblemente esas tecnologías y esos bienes, es decir, de manera tal, que fije los precios al nivel que reflejan su valor para la humanidad. En lo que la izquierda nunca ha sido demasiado buena es en la conversión de ese buen sentimiento en una política factible que puedan respaldar sus beneficiarios, que son la inmensa mayoría.

Para volver a ser relevante políticamente en un momento en que las elites europeas andan sonámbulas camino de la próxima crisis, la izquierda tiene que admitir que no está todavía en condiciones de llenar el vacío que abriría ante nosotros el colapso total del capitalismo europeo con sistema socialista capaz de funcionar: un sistema capaz, esto es, de generar una prosperidad compartida para la multitud. Lo cierto es que la crisis que empezó en 2008 y que está metamorfoseándose en nuevas tensiones socioeconómicas por toda Europa a lo que apunta, ahora mismo, no es robustecer el poder de la izquierda, sino a ofrecérselo en bandeja a la extrema derecha. Exactamente igual que ocurrió durante la Gra Depresión. Nuestra tarea debería ser doble: ofrecer a quienes no quieren entenderse a sí mismos como gentes de izquierda un análisis lúcido de la situación presente, acompañando ese análisis razonable con propuestas estabilizadoras de Europa, tendentes, esto es, a poner fin a una espiral bajista que, a fin de cuentas, no hace sino reforzar a los fanáticos reaccionarios e incubar el huevo de la serpiente.

Esas propuestas deberían concretarse en un New Deal europeo verde. Como el viejo New Deal propuesto por Franklin Roosevelt en 1933, nuestro New Deal europeo debería incluir un plan creíble de: 1) inversión en infraestructuras; 2) la noción de una red (paneuropea) de bienestar transfronterizo; 3) instrumentos de deuda pública común; y finalmente, pero no, desde luego, menos importante, lanzar 4) una contundente proclama amenazando a los banqueros con severísimas correcciones. A diferencia, en cambio, del viejo New Deal, el New Deal verde europeo debería también: a) ser capaz de combinar la financiación centralizada de proyectos de investigación energética a gran escala con la asistencia descentralizada a pequeñas unidades y cooperativas que pueden crear desarrollo local sostenible en las ciudades y en las zonas rurales; b) operar a nivel paneuropeo sin desbaratar la soberanía nacional; y c) pasar buena parte del coste de realización y financiación al Banco Europeo de Inversiones y al Fondo Europeo de Inversiones, respaldados ambos en esa tarea por el Banco Central Europeo y el Banco de Inglaterra.

Rehabilitar al Estado

Uno de los éxitos más singulares de la señora Thatcher  fue la propagación de la creencia de que nada bueno puede esperarse de las entidades públicas democráticamente controladas (o, más en general, del Estado), mientras que, en cambio, no habría límites a los milagros que puede hacer el sector privado. Fue un logro más que notable en el dominio de la propaganda manipulatoria en un mundo como el nuestro, en el que los computadores, los transistores, los viajes espaciales, el Internet, el Wifi, el GPS, las pantallas táctiles de los teléfonos inteligentes y el 75% de los nuevos fármacos más importantes son precisamente el resultado de… ¡la financiación pública en investigación y desarrollo!

Los Apps y los medios sociales pueden ser inventados rápida y eficientemente por el sector privado sólo porque el sector público ha hecho previamente el trabajo duro de invertir durante décadas en innovación a largo plazo que precisa de una financiación firme, fiel y continuada que el sector privado es absolutamente incapaz de suministrar. Como ha expuesto brillantemente Mariana Mazzucatio en su libro The Entrepreneurial State [El Estado emprendedor] [2],  el capital de riesgo privado se mantiene a verlas venir mientras el sector público financia la investigación básica, y sólo entra en acción cuando se han producido los avances decisivos, limitándose entonces a cosechar oportunistamente los frutos y a patrocinar cínicos ataques políticos contra la “incapacidad del Estado” para innovar, o contra los “efectos de expulsión” de la inversión privada que supuestamente tendría la actividad pública, etc.

Dos son los cargos presentados contra el estado: su deuda, que supuestamente lastra al sector privado; y su incapacidad para innovar. Ambos cargos son fraudulentos e interesados. Gran Bretaña y la Eurozona tienen una deuda pública aplastante sólo porque los Estados tuvieron que poner orden tras el caótico desplome de las finanzas privadas. Y si los logros del Estado en materia de innovación se ha reducido y se han espaciado es porque llevamos treinta años despotricando del Estado, estrangulando la financiación pública de la investigación y de las instituciones y pasando una bola de demolición thatcheriana por los departamentos e institutos que podrían haber mantenido la capacidad europea de innovación.

La peor y más costosa de las manipulaciones de nuestro tiempo es la que presenta a la innovación como una función inversa de la fiscalidad, de los salarios y del compromiso público. Aunque es verdad que, ceteris paribus, los inversores prefieren impuestos más bajos, salarios más bajos y menos administración pública, las otras cosas nunca permanecen igual, e impuestos más bajos, salarios más bajos e inversión pública más baja están fuertemente correlacionados con trabajadores desmotivados y descalificados y con un empobrecimiento del ecosistema I+D, que es el único capaz de nutrir una inversión seriamente volcada a las actividades productivas. La izquierda debe, así pues, volver a pensar el papel que el Estado ha de desempeñar en la financiación de las tecnologías del futuro. En esa revisión intelectual es resulta central nuestra actitud ante la banca y las finanzas.

Devolver a la botella el Genio de la banca: estrategias para yugular la financiación de las apuestas de casino y para financiar la inversión

Un fantasma recorre Europa. Es el fantasma de la bancarrota. Un curioso régimen del imperio de los bancos en bancarrota. Un notable arreglo político, por el cual el mayor poder extractivo (de los ingresos y los logros de otros) está en las manos de los banqueros que controlan las instituciones financieras con mayores “agujeros negros” en sus carteras de activos. Es un régimen que lleva a marchas forzadas a la mayoría de inocentes a la trampa de los apuros inducidos por una austeridad que sólo beneficia al puñado de culpables capaces de mantener bajo chantaje al Parlamento y a la sociedad civil. Mucho se habló en 2008 de introducir  “criterios regulatorios” más estrictos: ahora sabemos que nada substancial se ha hecho para reformar las finanzas.

Los gobiernos del Reuni Unido y de los países europeos están imbuidos de la falsa idea, según la cual la recuperación se producirá a través de una flexibilización cuantitativa monetaria capaz de reinflar el valor de los activos dudosos (incluidos los precios inmobiliarios antisociales) y de llenar las arcas de los bancos en la esperanza desesperada de que, entonces, los banquerios prestarán dinero a las empresas innovadoras. En pocas palabras, la estrategia de la señora Thatcher en 1980:  contraer el trabajo y apostar al ladrillo, a la hipoteca y a la City financiera; una y otra vez. Lo que la izquierda necesita hacer es desafiar esa doblemente necia fantasía de dos maneras: con un nuevo sistema fiscal y regulatorio parta la banca y con un énfasis renovado en la banca pública de inversión.

La fiscalidad y la regulación bancarias

El actual sistema regulatorio y fiscal en materia bancaria es absurdamente contradictorio. El Estado impone unas tasas mínimas de capitalización y patrimonio propio. Y sin embargo, al propio tiempo, se ofrece a los bancos desgravaciones fiscales por tomar prestado dinero para apostar. Ese absurdo resulta de gravar fiscalmente los “beneficios” de los bancos. Pero cuando un banco toma prestado dinero para comprar derivados, los costes de intereses en que incurre se descuenta de sus ingresos fiscalmente gravables. Puesto que la noción de “beneficios bancario” es cuando menos dudosa, la sencilla solución pasa por abolir los impuestos de sociedades para los bancos y substituirlos por un impuesto sobre sus pasivos. Si juntamos eso con una drástica elevación de los mínimos de capitalización requeridos (de un 15%, pongamos por caso, de sus activos), el Genio bancario regresaría a ka botella de la que nunca tendría que haber salido.

Una banca de inversión pública verde

Una adecuada regulación bancaria, cualesquiera que fueren los otros beneficios sociales que reportara, no conseguiría por sí sola revertir la escasez de inversiones en actividades productivas. La experiencia internacional sugiere que para movilizar las montañas de ahorro ocioso existentes, necesitamos bancos públicos de inversión dirigidos por especialistas en los sectores que necesitamos desarrollar.

Un error que la izquierda debe a todo precio evitar esta vez es el de pensar que la solución radica enteramente en el área de los proyectos de infraestructuras. Aunque es verdad que la construcción de sistemas de transporte urbano y la inversión en tecnologías existentes de energía undimotriz, solar y eólica son importantes tanto para el medio ambiente como para laceración de puestos de trabajo a corto plazo, el reto que hay que plantearse debe ser mucho mayor: cómo invertir en tecnologías transformadoras. El recientemente fallecido Tony Benn dijo una vez que ningún general dejaría de hacer un bombardeo porque se hubiera rebasado el presupuesto. Si eso es así, resulta grotesco que nuestras sociedades no puedan reunir los recursos para lanzar un nuevo Proyecto Manhattan que emplee a tantos científicos como sea posible con el encargo de descubrir nuevas formas de energía verde, no sólo de desarrollar las tecnologías primitivamente verdes ya existentes.

La financiación de un Proyecto Manhattan verde de este tipo sólo puede venir de una visión ambiciosa que ponga a trabajar en común al mayor logro europeo, el Banco Europeo de Inversiones (así como su organización hermana, el Fondo Europeo de Inversiones, que ya tiene el encargo de financiar empresas pequeñas y medianas en el área de la renovación urbana, de la tecnología y de la energía verde) y a nuestros bancos centrales (el BCE y el Banco de Inglaterra, los bancos centrales de Suecia, Dinamarca, etc.). En nuestra Modesta proposición para resolver la crisis de la Eurozona, [3] hemos expuesto la vía por la que eso podría hacerse. Resumiendo: ¿por qué la flexibilización cuantitativa tendría que reducirse a la creación de dinero por el banco central con el propósito de hinchar los bonos públicos, los activos inmobiliarios y los derivados tóxicos, y no con el propósito, harto más productivo, de sostener el valor de los bonos del Banco Europeo de Inversiones )BEI) y, potencialmente, de un nuevo banco británico público de inversión que colaborara con el BEI? Esa sería la respuesta europea innovadora al BNDS brasileño (que acab de invertir más de 5 mil millones de dólares en tecnologías limpias) o al plan quinquenal chino (2011-15) de invertir 1,5 billones de dólares (cerca de un 5% del PIB de China) en energía verde, biotecnologíaa y automóviles sin emisiones.

Epílogo: en campaña por la democracia, estabilizar el capitalismo y reimaginar el socialismo

Si la señora Thatcher tiene una lección que ofrecernos a la izquierda es la de que el radicalismo progresivo es el único antídoto contra el radicalismo regresivo. Durante décadas, hemos permitido que nuestra “razonabilidad” fuera el cómplice pasivo de un asalto total a la racionalidad, al desarrollo y a la propiedad. Durante la Conferencia del Partido Laborista en 1976, Tony Benn había ya advertido: “Estamos pagando un grave precio político por 20 años en los que, como Partido, hemos puesto sordina a nuestra crítica del capitalismo y edulcorado nuestra defensa del socialismo”. Es trágico que en los 20 años que siguieron al lúcido discrso de Benn, los socialistas europeos perdieran la capacidad hasta de distinguir entre el capitalismo y ciertos “sistemas de mercado” supuestamente neutrales. Entretanto, el capitalismo ponía enérgicamente manos a la obra socavándose a sí propio y cimentando el camino hacia su propia implosión en 2008. Ha llegado la hora de que la izquierda reviva su perspectiva crítica sobre el capitalismo y comience a planificar un futuro que vaya más allá.

Eso no quiere decir que estemos cerca de estar en condiciones de reemplazar el capitalismo, El realismo nos obliga a reconocer que quien hoy está plenamente al mando del continente europeo es la Bancarrotocracia, y que las únicas fuerzas en marcha son las de la extrema derecha más obtusamente fanática. La izquierda no puede volver a equivocarse como en los años 30, pensando que la gran crisis llevará de modo natural a algo mejor. Muy bien podría ser que lo que trajera consigo fuera la más abominable distopía. Por eso es esencial estabilizar el capitalismo –a través de la regulación bancaria, de un vínculo entre los bancos centrales y la inversión pública y de una red de seguridad social más amplia—, al tiempo que se lucha por una revitalización de la democracia a todas las escalas: local, nacional y europea.

Nuestro éxito en ese limitado pero crucial empeño es condición necesaria de la forja de un futuro sostenible en donde el grueso de la población pueda trabajar retribuidamente en empresas innovadoras de las que ellos mismos sean los solos accionistas.

NOTAS: [1] Para una explicación completa de este mecanismo de reciclaje global, véase Yanis Varoufakis: El Minotauro global, Madrid, Capitán Swing, 2013.  [2] Mariana Mazzucato (2011). The Entrepreneurial State: Debunking public vs private sector myths, London: Athem Press. [Véase en SinPermiso, 6 de agosto de 2013: Mariana Mazzucato, “El mito puramente ideológico de los “emprendedores” privados tecnológicamente innovadores”.]  [3] Yanis Varoufakis, Stuart Holland James K. Galbraith (2013). “Una modesta proposiciñon para resolver la crisis de la Eurozona, Versión 4.0”, en SinPermiso, 21 julio sw 2013.

Yanis Varoufakis es un reconocido economista greco-australiano de reputación científica internacional. Es profesor de política económica en la Universidad de Atenas y consejero del programa económico del partido griego de la izquierda, Syriza. Actualmente enseña en los EEUU, en la Universidad de Texas. Su último libro, El Minotauro Global, para muchos críticos la mejor explicación teórico-económica de la evolución del capitalismo en las últimas 6 décadas, fue publicado en castellano por la editorial española Capitán Swing, a partir de la 2ª edición inglesa revisada. Una extensa y profunda reseña del Minotauro, en SinPermiso Nº 11, Verano-Otoño 2012.

Traducción para www.sinpermiso.info: Mínima Estrella

Fuente:
http://yanisvaroufakis.eu, 26 marzo 2014

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