¿Europeización desde abajo? Respuestas populares a la crisis y construcción de soberanía popular en una Europa incierta

David Casassas

11/05/2014


 

Reproducimos a continuación las notas de una conferencia pronunciada en el Goethe Institut de Barcelona en el marco del ciclo “Europa y la crisis: ¿una crisis de Europa?”. Una versión reducida de dicha intervención ha sido publicada recientemente en el Magazín Alemania y España [1].

No son pocas las ocasiones en las que se nos invita a reflexionar sobre lo que podrían llegar a constituir procesos de “europeización desde abajo”. En efecto, en un intento de reivindicar la posible presencia de un espacio público europeo efectivo, se nos empuja a menudo a pensar –y, a la postre, a intervenir– en formas de participación ciudadana para la articulación y reproducción de tal espacio político común. No obstante, sin negar la importancia de dicho cometido, conviene ante todo proceder con las mayores cautelas conceptuales y políticas. Al fin y al cabo, lo que está en juego es el principio de soberanía popular en el continente, y a estas alturas es bien sabido que construir –y practicar– soberanía popular es algo que exige condiciones. Veámoslo con algo de detalle, para después poder pensar bajo qué circunstancias, quizás hoy bloqueadas, tendría sentido concebir verdaderos procesos de europeización “desde abajo”.

1. Europa, “desde abajo” y “desde arriba”

Empecemos, pues, descomponiendo la expresión “europeización desde abajo” en sus dos partes constitutivas: “europeización” y “desde abajo”.

¿“Europeización”? Y más aún: ¿“Europa”? En cualquier debate serio sobre los procesos de “europeización”, ha de poder plantearse sin tapujos la siguiente pregunta: ¿es necesaria tal europeización? Aun concediendo que en principio sí debería serlo –y eludo aquí varias cuestiones de fondo que también se podrían discutir–, resulta de crucial importancia evitar cualquier tendencia a la “fetichización” de Europa. En efecto, Europa es interesante si sirve para fines interesantes, fundamentalmente la profundización de la soberanía popular en el continente y en los territorios relacionados con el mismo. En este sentido, conviene deshacerse del acrítico papanatismo pro-europeísta tan habitual en parte del debate público sobre Europa que se ha mantenido en el Reino de España, por lo menos hasta el momento del estallido de la crisis económica y financiera de 2008 y de su gestión en clave abiertamente neoliberal. Sin ir más lejos, en 2005 el referéndum sobre el Tratado Constitucional europeo sirvió para que Francia, y no sólo Francia, diera una verdadera lección de madurez política; no por el resultado final de la consulta, sino por la calidad del debate público sobre la cuestión. En el Reino de España, dicho debate fue burdamente apologético: con valiosas excepciones que permitieron matizar posiciones y, también, subrayar importantes tensiones internas del proyecto dicho “europeísta”, nos encontramos con la manida e incesante cantinela según la cual un “no” podía significar perder el último tren hacia la modernidad, un aislamiento fatal que nos apeara de la Historia, etc. Pues bien, sabemos que Europa ha significado y puede significar barbarie (Mazower, 2008), del mismo modo que sabemos, hoy más que nunca, que la constitución tecnocrático-oligárquica de Europa tiende a conducir al vaciado de su posible contenido emancipador. Hay que proceder, pues, con sumo cuidado.

Pasemos ahora a la segunda parte de la fórmula “europeización desde abajo”. Las preguntas obligadas aquí son evidentes.  ¿Por “debajo” de qué? Y todavía más: ¿qué es “el abajo” en cuestión? En el análisis de la articulación de formas de vida “desde abajo”, muy a menudo funcionamos con presupuestos de partida demasiado vagos sobre la naturaleza del espacio social en el que operan quienes actúan “(desde) abajo”, esto es, el grueso de la población de nuestras sociedades. ¿A qué poderes, normalmente procedentes “de arriba”, se enfrentan tales actores? ¿Qué recursos pueden movilizar? ¿De qué tipo de entramado institucional se sirven o pueden aspirar a servirse?

En este punto, conviene evitar ciertos vicios conceptuales y metodológicos heredados, todavía hoy, de la ciencia política pluralista de los Estados Unidos de la segunda posguerra mundial. Pensemos, sin ir más lejos, en la influyente noción de “poliarquía” debida a la escuela de Robert Dahl (1972) y en la descripción del mundo en la que descansa, a saber: los ciudadanos tienen la capacidad de irse organizando para constituir “grupos de interés” que, valga la redundancia, se dedican a defender esos intereses que les son propios, y que lo hacen en un plano de igualdad con respecto a otros “grupos de interés”. Por ejemplo, ciudadanos libremente asociados en grupos razonablemente equipotenciales –tal es el supuesto de partida de la ontología social pluralista– como Siemens, el Manchester City, la Asociación para la Promoción de la Alimentación Vegana en el Valle del Jerte –si no existe, bien podría existir–, Monsanto, la Iglesia Católica, Comisiones Obreras, la barcelonesa Asociación de Vecinos y Vecinas de l’Esquerra de l’Eixample, CaixaBank, la Plataforma de Afectados y Afectadas por la Hipoteca, Abertis Infraestructuras, l@s Iai@flautas, etc. En cierto sentido, todos estos entes operarían “desde abajo”: todos ellos tienen sus particulares visiones del mundo –todas ellas legítimas y harto respetables: el principio de tolerancia debe mantenerse siempre estrictamente a salvo– y, desde los muy diversos rincones de la vida social, van conformando la institucionalidad en un sentido u otro. Huelga decir que constituye ésta una ontología social, una descripción del mundo, ingenua en el mejor de los casos, flagrantemente falsa y, quizás, políticamente malintencionada, pues conduce a la (muy liberal) dejación de funciones por parte de unas instituciones políticas que deberían intervenir para equilibrar el tablero –dicho sea de paso: por una cuestión, precisamente, de elemental tolerancia hacia las diversas concepciones de la buena vida– [2].

Todo esto guarda relación con lo que venimos analizando porque cuando hablamos de hacer política “desde abajo”, a veces nos olvidamos de que, para que el “desde abajo” funcione, “los arribas” también importan. Sin ir más lejos, conviene saber que la “sociedad civil europea”, si es que tal cosa existe, significa el movimiento de los “indignados” de las plazas y barrios del Reino de España, pero también cerca de 20.000 lobbies privados que operan “muy arriba”, en Bruselas, y el 60% de los cuales pertenece a grandes empresas [3]. Asimismo, hemos de saber también que las grandes decisiones que se toman en el día a día de la “Europa unida” vienen influenciadas, en gran medida, por dos grandes organizaciones empresariales europeas: la “European Roundtable of Industrialists” y “Business Europe”. La desproporción no puede ser más evidente.

Por todo ello, cierro este primer epígrafe de cariz conceptual y metodológico, pero también político, afirmando que, visiones románticas del “desde abajo” al margen, el “desde abajo” –por ejemplo, las muchas formas de autogestión nacidas al calor del 15-M– requiere una acción institucional “arriba” que, en primer lugar, ponga bridas y controle la acción, potencialmente liberticida, de los agentes más poderosos, que tienden a tratar de bloquear o guetizar tales formas de autogestión; y, en segundo lugar, que articule un espacio público-común que actúe como facilitador de esa autogestión popular “desde abajo”.

Dicho esto, me apresuro a afirmar que el “desde abajo” es incuestionablemente importante. En primer lugar, por razones instrumentales que tienen que ver con lo anterior: ese “desde arriba” facilitador del “desde abajo” sólo se consigue a través de la lucha popular, ineluctablemente conflictiva, por un “arriba” no oligárquico, sino democratizador de las relaciones sociales todas. En este sentido, nos encontramos ante un posible –si bien dificultoso– “círculo virtuoso” en el que un “desde abajo” movilizado ayudaría a articular una correlación de fuerzas, “abajo” y “arriba”, que podría permitir la constitución, “arriba”, de las instituciones políticas de ese Estado-facilitador. En segundo lugar, el “desde abajo” es incuestionablemente importante también por razones de substancia. Pues un “desde abajo” libre de la interferencia de agentes poderosos puede llegar a significar ejercicio de la soberanía popular, es decir, capacidad de creación de vida en común, capacidad de decidirlo todo: qué somos, qué hacemos, cómo lo hacemos, con quiénes, etc.

En resumen, ¿debemos limitarnos a un canto a la autogestión “desde abajo” sin especificar qué papel –si alguno– le corresponden a las instituciones políticas? Puede afirmarse que una de las principales enseñanzas de los diversos movimientos de indignación que están recorriendo Europa y el mundo tiene que ver con la idea de que el horizonte no puede ser otro que la profundización de la soberanía popular, y de que profundización de la soberanía popular exige no la Europa de los mini-jobs y del workfare –“a usted se le asiste si está dispuesto a ser disciplinado en los bárbaros mercados laborales actuales”–; no la Europa que favorece los intereses de una oligarquía extractiva que se ceba en un precariado cada vez más extendido (Standing, 2011); sino unas instituciones políticas capaces de empoderar al conjunto de la ciudadanía a través de paquetes de medidas de naturaleza universal e incondicional –de ahí la importancia de propuestas como la renta básica, entre otras– que actúen como palanca de activación de las muchas formas comunes, con mayor o menor presencia de instancias públicas, de autogestión de lo colectivo –por ejemplo, y muy señaladamente, otras formas de organizar, “desde abajo”, la producción, el consumo y las finanzas–.

2. Los varios desacoplamientos del proyecto europeo y la revuelta ciudadana

¿Es todo ello posible en la Europa actual? No son pocas las razones que nos llevan a pensar que existen varios e importantes desacoplamientos entre el viejo proyecto civilizatorio europeo y las experiencias cotidianas de las mayorías sociales del continente.

De entrada, observamos que existen pocos ejemplos de acción política común “desde abajo” en el seno de la Unión Europea. Sin ir más lejos, cabe preguntarse por qué no ha habido todavía una huelga social/general europea. Cierto es que conviene no menospreciar experiencias como la del 14 de noviembre de 2012, cuando unos 40 sindicatos de 23 países participaron en una “Jornada de acción y solidaridad” a escala continental, o los sugestivos EuroMayDay nacidos al calor de las izquierdas autónomas. Sin embargo, tales acontecimientos no pasan de expresiones todavía embrionarias de lo que podría llegar a ser un verdadero demos europeo articulado políticamente desde abajo. En efecto, parece que falta la consciencia, por parte de las clases populares europeas, de formar un cuerpo político con capacidad –¡y necesidad!– de agencia, y ello es así, en gran medida, porque la construcción europea en clave neoliberal ha supuesto un concienzudo proceso de vaciado de soberanía popular, lo que es percibido y traducido, por parte de esas clases populares, en términos de futilidad de la acción colectiva.

Situémonos en un nivel de análisis algo más “macro”, algo más “desde arriba”. Quizás todo ello tenga en parte que ver con la falta de un espacio político común efectivo, institucionalmente canalizado. Es cierto que contamos con realidades tan disímiles e interesantes como el programa Erasmus, que dista de ser irrelevante en términos de creación de redes de conectividad entre la población europea; o como el Tribunal de Justicia de Estrasburgo, que ha sido sensible en algunas ocasiones a demandas procedentes “de abajo”, como las de la PAH; o como la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo. Todo ello es cierto. Pero los ejemplos de sordera –o/e incapacidad– de las instituciones europeas en punto a canalizar la expresión de la soberanía popular venida “de abajo” son incontables. Me centraré aquí tan sólo en uno: el del intento de tramitar, en 2012, una Iniciativa Ciudadana Europea (ICE) para la implantación de una renta básica en el conjunto de la Unión. En un contexto de fuertes tensiones económicas y sociales que exigen, sin duda, (la potestad de ofrecer) respuestas exhaustivas a las mismas, la Comisión Europea se limitó a responder, simple y llanamente, que carecía de competencias en materia de política social, a lo que añadió la sugerencia de transformar la ICE por una renta básica en una ICE por un informe no vinculante, que redactaría ella misma, sobre la viabilidad o no de tal medida –por lo visto, la Comisión sí se halla plenamente facultada para elaborar todo tipo de informes– [4]. No es arbitrario afirmar que casos como el mencionado ponen de manifiesto la ausencia de un espacio público europeo real en el que la ciudadanía toda pueda ejercer niveles relevantes de soberanía popular. ¿Qué hacer al respecto?

Todo ello nos sitúa en el centro del gran debate –y del gran conflicto– de fondo: ¿a qué Europa tiene sentido aspirar? Y también: ¿qué tipo de conflicto –y qué dosis del mismo– conllevan las posibles respuestas a esta pregunta? No resulta demasiado simplificador identificar dos grandes alternativas.

            La primera de ellas es la de la llamada “Europa del capital”, que es algo que va mucho más allá de la categoría de simple lema propagandístico o simpáticamente “anti-globalización”. En efecto, la “Europa del capital” significa, en primer lugar, una Unión Europea resuelta a laminar el llamado “modelo social europeo” a través de reglamentos y directivas que a menudo pasan desapercibidos a ojos de la ciudadanía y a través de tratados tramposos como el de Lisboa, que supuso un verdadero golpe de estado contra la soberanía de unos pueblos europeos que estaban mostrándose abiertamente disconformes con el Tratado Constitucional –dicho sea de paso: hallamos otras formas de golpes de estado encubiertos en iniciativas como la aprobación del Tratado de Maastricht a principios de la década de 1990 o, por poner un ejemplo más cercano, en la reforma constitucional española del verano de 2012 sobre los límites del gasto social en presencia de ciertos niveles de déficit público–. La “Europa del capital” significa, en segundo lugar, una Unión Europea decidida a abrazar fielmente el programa neoliberal de corte anglosajón, esto es: caída de las redes de protección social vinculadas a los regímenes de bienestar –en la actual arquitectura institucional europea, “lo social” pasa a regularse a través de normas vagas meramente orientativas– y desregulación financiera. La “Europa del capital” significa, en tercer lugar, una Unión Europea incapaz de hacer frente a los problemas generados por una moneda única sin política fiscal común –o con una política fiscal común abiertamente diseñada para favorecer los intereses de los pocos–, sin política social coordinada y sin un Banco Central que actúe como prestamista de último recurso (Moreno, 2012). La “Europa del capital” significa, en definitiva, una Unión Europea en pleno proceso de disolución de la democracia parlamentaria, con un Parlamento Europeo que se desdibuja en la lejanía institucional y política y unos parlamentos estatales que van perdiendo soberanía para decidir sobre presupuestos, límites del déficit y usos de los superávits. Esta es, pues, una alternativa –o, mejor dicho, una realidad palmaria–.

La segunda alternativa es la de la “Europa de la soberanía popular”, que bebe o podría beber del gran proyecto civilizatorio de la vieja economía política, esto es, la que va de Adam Smith a John Maynard Keynes, pasando por Karl Marx y Thorstein Veblen: una Europa construida contra la explotación de los muchos por parte de los pocos y contra la especulación rentista –ya basta de cotos vedados para los pelotazos de casino de las oligarquías económicas–; una Europa que ponga freno a la polarización social y a la consiguiente mutilación de proyectos de vida –a ello conducen los elevados índices de pobreza, que cercenan la libertad de la mayoría, y las barreras de entrada a la esfera económica, que impiden la participación popular en una vida productiva libre–; una Europa, en definitiva, que persiga la activación ciudadana, que nos empodere incondicionalmente a través de bienes materiales e inmateriales protegidos por derechos inalienables de ciudadanía: pues todos los proyectos de vida han de poder inundar el espacio económico y social que nos rodea. De hecho, todo ello tiene un nombre, y bien conocido: democracia, o, si se prefiere, democracia económica. Conviene, pues, crear las condiciones necesarias para su despliegue.

Obviamente, nada de ello es posible sin rebelión ciudadana, una rebelión ciudadana que aspire al “rescate de las personas” a través de derechos económicos y sociales que favorezcan la autonomía personal y colectiva. De ahí la importancia –nuevamente– de un “desde abajo” entendido como un frente amplio que conecte la acción política del conjunto del precariado europeo: pensemos en las nuevas formas de hacer política del proletariado altamente cualificado, en el mundo sindical, en organizaciones de parados y paradas, de población inmigrada, de población estafada por el sector financiero, etc. Los actores están ahí. Varios indicios de que las cosas empiezan a moverse, siquiera lentamente, también.

3. Sobre las fronteras de una Europa democrática

No quisiera terminar sin vincular estos elementos con la cuestión de las fronteras europeas. Puesto que si de lo que se trata es de construir no una Europa-fortaleza, sino una Europa que favorezca mayores niveles de soberanía popular para Europa y para el mundo, conviene replantear los límites geográficos del proyecto europeo, para alinearlos no con los centros donde las grandes oligarquías toman sus decisiones, sino con aquellos espacios y grupos que deberían ser los verdaderos depositarios de la soberanía política, a saber: el conjunto del demos, tanto el sito en el continente como el afectado por el mismo.

Empecemos por el demos sito en el continente. Hay razones para preguntarse si profundizar la soberanía popular puede significar acercar los espacios para la toma de decisiones a lo más inmediato. En este sentido, no son pocos quienes sugieren que esa rebelión popular ha de tener, de entrada, un marco estatal, que, como nos recuerda Rafael Poch (2012), “no es sustituto ni alternativa a lo internacional, sino más bien su condición primera”, pues sabemos que la federación sólo es posible sobre la base de contratos bilaterales entre iguales. ¿Puede ser que los Estados constituyan todavía instrumentos capaces de dotar de contenido democrático y democratizador, “desde abajo”, a un eventual proyecto europeo? Conviene no olvidar en este punto el valor del principio de subsidiariedad hacia los niveles de gobernanza más próximos, siempre en aras de una mayor legitimidad gracias a la posibilidad del control y de la rendición de cuentas (Moreno, 2012).

Pero hablemos también del demos afectado por el continente y, por tanto, tan europeo como el sito en Europa. La historia de Europa es también una historia colonial e imperialista. Y hoy, los estados europeos se unen, en parte, para dar continuidad a esa brutal historia: pensemos, sin ir más lejos, en el expolio manu militari de recursos naturales que sigue dándose por parte de la “Europa unida”. Por otro lado, el continente europeo no funcionaría sin el trabajo, a menudo cuasi-esclavo, de personas venidas de antiguas colonias o de territorios históricamente intervenidos –e históricamente lacerados–.

En este sentido, resulta de crucial importancia que las luchas populares “desde abajo” sean también las luchas de quienes vienen de fuera de Europa –en el sentido puramente administrativo del término “fuera”–. Pensemos en la lucha contra los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIEs), en el trabajo de organizaciones como “Sindihogar” –un sindicato del Reino de España formado por trabajadoras del hogar y del ámbito del cuidado, muchas de ellas inmigradas en situación administrativa irregular–, en los movimientos de solidaridad con y de la población inmigrada que habita y da vida a espacios que creíamos desaparecidos como las naves abandonadas, y recuperadas por población de origen subsahariano, del barcelonés barrio del Poblenou, etc. Todas estas luchas permiten estrechar lazos entre la población “nativa” y la población “inmigrada”, lo que puede ayudar a resolver en clave democrática, también en y desde Europa, el conflicto “centro-periferia”, que para nada es cosa del pasado.

Así las cosas, quizás seamos capaces de aprovechar la circunstancia, señalada por Achille Mbembe (2013: 9), de que “Europa ya no constituye el centro de gravedad del mundo”, para desconectarla de los centros de poder imperiales, tan viejos y sin embargo tan nuevos, y alinearla con quienes aspiran seriamente a construir verdaderos espacios de soberanía popular, aquí y en todos los rincones del planeta.

Notas:

[1] Véase http://www.goethe.de/ins/es/lp/kul/mag/eur/es12622842.htm

[2] Nótese la proximidad de esta perspectiva pluralista a la ontología social propia de la economía neoclásica, en la que se presuponen individuos con dotaciones iniciales similares y con relaciones meramente psicológicas entre sí. En efecto, en la economía llamada “estándar” no se observan jerarquías materiales y sociales entre los individuos y no se descubre capacidad de coerción de unos por parte de otros. Se hace, pues, abstracción de las relaciones de poder, lo que llevó al economista Abba Lerner, teórico del socialismo de mercado, a afirmar que, según la economía neoclásica, “una transacción económica es un problema político resuelto. La economía se ha ganado el título de reina de las ciencias sociales por haber escogido problemas políticos resueltos” (Lerner, 1972: 259).

[3] Gerardo Pisarello así nos lo recordaba en una intervención pública reciente. Véase http://www.youtube.com/watch?v=3SUB7rAQozA.

[4] Conviene añadir a renglón seguido que el núcleo promotor de la ICE por una renta básica europea recogió el guante echado por la Comisión y decidió emprender el laborioso proceso de reunir (por lo menos) un millón de firmas en (por lo menos) siete estados miembros. Y conviene subrayar que lo hizo no ya para lograr la implantación de la renta básica en la Unión –la Comisión se había desentendido explícitamente de tal demanda y, además, el grupo promotor era plenamente consciente de la enorme dificultad que supone el mero intento de hacerse con un millón de firmas en favor de un simple informe no vinculante–, sino con el objetivo, acaso más modesto pero preñado de potencialidades, de contribuir a robustecer cualquier expresión de un posible movimiento europeo para la garantía pública de niveles relevantes de seguridad material para el conjunto de la población. Véase http://basicincome2013.eu/.

Referencias bibliográficas

Dahl, R. (1972): Polyarchy: Participation and Opposition, New Haven: Yale University Press.

 

Lerner, A.P. (1972): “The Economics and Politics of Consumer Sovereignty”, American Economic Review, 62 (1/2), pp. 258-266.

 

Mazower, M. (2008): Hitler's Empire: Nazi Rule in Occupied Europe, Londres: Allen Lane.

 

Mbembe, A. (2013): Critique de la raison nègre, París: La Découverte.

Moreno, L. (2012): La Europa asocial: Crisis y Estado del bienestar, Barcelona: Península.

 

Poch, R. (2012): “La Europa inservible”, disponible en http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=5521

 

Standing, G. (2011): The Precariat: The New Dangerous Class, Londres: Bloomsbury.

 

David Casassas es miembro del Comité de Redacción de SinPermiso.

Fuente:
www.sinpermiso.info, 11 de mayo de 2014

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