Después de la Diada catalana y el referéndum escocés

Antoni Domènech

Daniel Raventós

G. Buster

21/09/2014

Es posible que cuando se publiquen estas líneas el juego del ratón y el gato entre el Presidente de la Generalitat catalana, Artur Mas, y el Presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, haya terminado con un zarpazo: la declaración de inconstitucionalidad y la prohibición de la convocatoria de la consulta catalana del 9-N.

Pero tampoco es imposible que continúe. Que Rajoy haya iniciado su anhelada visita a la República Popular China, aplazada hasta el desmantelamiento jurídico del ejercicio de la jurisdicción universal por unos tribunales españoles que se habían atrevido a imputar a los actuales dirigentes chinos por crímenes contra la humanidad. Y que Mas, en una finta más, pueda disfrutar de unas horas para hacer campaña institucional legal a favor de la consulta, antes de someterse a un “imperio de la ley” del que el gobierno español ha exonerado a los dirigentes chinos.

En cualquier caso, más allá de este ridículo vodevil institucional –doblemente ridículo tras la autoconfesión de fraude fiscal del expresidente Pujol y del ejercicio consensuado del derecho de autodeterminación en Escocia— lo importante es el surgimiento de una doble legalidad/legitimidad en competencia en Cataluña: una, que refleja la decisión muy mayoritaria del Parlament de Catalunya de apoyar la consulta y darle un marco legal propio, legitimada por el ejercicio de soberanía in actu de la amplísima y persistente movilización popular a favor del derecho a decidir; otra, apoyada en la legalidad de una más y más deslegitimada Segunda Restauración Borbónica en pleno proceso de involución destituyente.

Este pulso de legitimidades no es inteligible ni tiene salida como el mero choque de nacionalismos y soberanías excluyentes, según vienen planteándolo las derechas a una y otra ribera del Ebro. Esa ha sido nuestra posición reiterada en varias ocasiones en los dos últimos años. Ahora, reforzada por las lecciones del referéndum escocés.

Las lecciones del referéndum escocés

Los lectores podrán sacar su propio balance del referéndum de autodeterminación escocés a partir de los varios artículos publicados en SinPermiso a lo largo de las últimas semanas. Pero nos parece importante subrayar los siguientes elementos:

·       La persistente existencia de un mapa político distinto en Escocia y en el Reino Unido. Con una mayoría permanente –primero laborista, y luego, tras la deriva neoliberal del New Labour, de los nacionalistas escoceses (otrora conocidos como Tories in kilts) progresivamente escotados a posiciones de centroizquierda— que cuestionaba sistemáticamente en Escocia los recortes neoliberales del gobierno del Parlamento londinense de Westminster. Esa persistente diferencia terminó por vaciar de funcionalidad el ejercicio de la democracia en Escocia, por mucho alarde que pueda hacerse de su impecable funcionamiento formal. Cuando se impuso la evidencia de esta situación, el gobierno conservador británico se vio forzado a aceptar la propuesta de referéndum de un gobierno nacionalista escocés elegido con ese mandato expreso.

·       La creciente desigualdad producida por las políticas neoliberales impuestas desde Londres, también la gestión de bienes comunes como el petróleo del mar del Norte, han erosionado el consenso constitucional, incluido el régimen “autonómico” escocés,  obligando al gobierno nacionalista escocés a un enfrentamiento de legitimidades para conservar un apoyo popular que se desplazaba del “unionismo” laborista a una crítica global del régimen británico, confluyendo las reivindicaciones sociales con las del auto-gobierno: “el futuro de Escocia tiene que decidirse en Escocia”.

·       Las hipotecas y límites de la dirección nacionalista escocesa de este proceso soberanista, evidentes en su Manifiesto (mantenimiento de la monarquía, utilización de la Libra como divisa, readmisión en la UE sin poner condiciones al acervo comunitario y previa negociación pactada de la separación y la deuda con el Reino Unido), así como en el encajonamiento institucional del movimiento a favor del Si (desbordado puntualmente por las campañas populares de las izquierdas por el Si).

·       La división de la clase obrera escocesa, que no le ha permitido, por un lado, disputar la hegemonía del proceso al nacionalismo escocés, ni imponer condiciones, por otro, a las políticas neoliberales, a pesar de que el Partido Laborista escocés dirigía localmente una campaña por el No, cuya orientación estratégica decidía el Partido Conservador desde Londres. En los cuatro distritos más pobres de Escocia, incluido el principal centro urbano industrial, Glasgow, ha ganado el Si, pero ha perdido en el corazón de la industria petrolera, Aberdeen. Dos sindicatos, el RMT (trabajadores del ferrocarril, marítimos y del transporte) y el de los trabajadores postales de Edimburgo, han poyado el Si, pero el resto, en nombre de la “neutralidad”, han acabado apoyando al Partido Laborista y su campaña por el No.

En cualquier caso, la victoria del No en el referéndum escocés, lejos de mitigar  o poner fin a la crisis constitucional del estado británico, la sitúa en una nueva fase. El compromiso político de los tres partidos dinásticos británicos –conservadores y liberal-demócratas, actualmente en un gobierno de coalición, y el laborista, en la oposición— durante la fase final de la campaña, cuando el Si se situó momentáneamente por delante en las encuestas, de ofrecer in extremis la transferencia de nuevas competencias al parlamento escocés aumenta el desequilibrio asimétrico constitucional británico. El partido anti-UE, UKIP, y la extrema derecha británica ya han cuestionado que los diputados laboristas o nacionalistas escoceses participen en la decisión de aquellos asuntos ingleses, y parcialmente galeses o norirlandeses, sobre los que los votantes de estas otras nacionalidades no pueden opinar en Escocia.

Esa asimetría de derechos institucionales apuntaría a una solución confederal, con devolución de poderes a los parlamentos de cada una de estas nacionalidades integrantes del Reino Unido, incluyendo la creación de un parlamento inglés. Es decir: apuntaría a una solución republicana confederal. Pero no existiendo movimientos populares importantes republicanos o soberanistas más allá de Escocia e Irlanda del Norte, la presión operará en sentido contrario. En el sentido de desdecirse de sus compromisos a los tres partidos dinásticos y a aplazar indefinidamente una crisis constitucional que viene ya de muy antiguo: de la victoria parcial del movimiento republicano irlandés en 1922, de la victoria electoral del Partido Laborista en 1945, de la descolonización del Imperio británico después de la II Guerra Mundial, del conflicto de Irlanda del norte de 1969-1998 y los Acuerdos de Viernes Santo, de la demolición del estado de bienestar por Margaret Thatcher, de los referéndums de devolución de poderes en Escocia de 1979 y 1998 y de la Ley de devolución de poderes a Gales de 2006.

Esa presión en sentido contrario discurrirá a favor de la corriente de rechazo a la UE revelada por el ascenso de UKIP en las recientes elecciones europeas y por el robustecimiento de la corriente euroescéptica en el Partido Conservador, con el horizonte de otro referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la UE en 2017, en caso de una nueva victoria conservadora en 2015. Una corriente indiciaria de la misma crisis de un estado británico, cuya integración en la Unión Europea ha supuesto un importante proceso de transferencia de competencias, aunque menor que el resto de los estados miembros que, además, participan de la unión monetaria.

No es que el arcaico “sistema constitucional” británico se haya adaptado mejor o peor que los regímenes constitucionales escritos del resto de Europa: es que todos han asistido a una espectacular erosión de su legitimidad democrática. Hoy el “gobierno del pueblo y para el pueblo” en toda la Unión Europea es un Banco Central Europeo “independiente” y un intrincado mecanismo de “gobernanza” en cuya cúspide se sitúan acuerdos diplomáticos, reglamentos y un acervo comunitario que los parlamentos nacionales electos se ven obligados a transferir a su régimen jurídico interno, en una larga cadena de subsidiaridades que llega hasta los ayuntamientos y en la que la capacidad de iniciativa política de los pretendidos ciudadanos es, en el mejor de los casos, residual.  

En este escenario de degradación sustancial de la correlación de fuerzas entre las clases y fuerzas sociales  principales, de pérdida de importantes conquistas sociales y políticas de la resistencia antifascista a golpe de contrarreformas neoliberales desde la década de los años 80, los distintos movimientos a favor del “derecho a decidir” y de la recuperación del autogobierno popular no pueden entenderse, ni menos tener horizonte de salida política, en términos “nacionalistas”, por mucho que este tipo de ideologías romántico-reaccionarias parezcan a veces inspirar y guiar a una parte mayoritaria de los partidos de centro-derecha o centro-izquierda que han tenido hasta ahora la hegemonía de los movimientos soberanistas. Sus limitaciones son bien patentes en el caso de Escocia y Cataluña, porque sus intereses arraigan y están profundamente integrados en los procesos descontituyentes neoliberales en curso en la Europa de las dos últimas décadas.

Cataluña después de la Diada

No es posible construir una “unidad popular” lo suficientemente fuerte como para que tengan éxito los movimientos soberanistas sin una reconstrucción de la unidad de las clases trabajadoras, una unidad desbaratada por las consecuencias de las políticas neoliberales y de la crisis. No es posible, sin un proyecto económico democrático alternativo, con horizonte socialista, a las catastróficamente fracasadas políticas neoliberales. No es posible, sin un proyecto de recuperación republicana de los derechos políticos de los ciudadanos y de los pueblos. Y no es posible sin una comprensión mínimamente realista del contexto internacional en el que se libran las batallas “soberanistas”. Ya tuvimos ocasión de criticar hace cerca de dos meses las ilusiones de buena parte de los dirigentes catalanes de CDC, que:

“… se lanzaron a la batalla transportados por la fantástica idea, según la cual la lucha por el derecho de autodeterminación del pueblo de Cataluña podía terminar siendo un proceso versallescamente negociado con el gobierno de la monarquía española en el agradable entorno de una UE apacible, democrática y complaciente, felizmente inserta en un mundo venturosamente ‘globalizado’ en el que las ‘soberanías’ habrían perdido importancia. Porque el fondo del fondo del insensato cuento neoliberal de la lechera que ha querido darse a entender esta patulea de millors i més assenyats era ése, y no era otro que ése.”

La prohibición de la consulta catalana –no vinculante- por el Gobierno Rajoy, tras la más que probable paralización de la misma por el Tribunal Constitucional, generará verosímilmente una nueva ola de indignación en Cataluña. La imponente capacidad de movilización popular por el derecho a decidir, puesta de manifiesto una vez más en la pasada Diada del 11 de septiembre permite augurar una jornada del 9 de noviembre de desobediencia cívica y represión institucional, en un nuevo bucle de la espiral iniciada con el recurso constitucional presentado por el Partido Popular contra la reforma del Estatuto aprobado por el Parlament autonómico y las Cortes Generales y refrendado por el pueblo de Cataluña en 2006.  

A diferencia de Escocia, la movilización popular, articulada con todas sus contradicciones por la Asamblea Nacional de Cataluña (ANC), Diada tras Diada, ha sido la que ha determinado el impulso político institucional del Parlament y la Generalitat, y no al revés, a pesar de que el proceso ha seguido encabezado, cada vez con más dificultades, por CDC y Artur Mas. Ese carácter popular de la movilización es el que ha permitido al movimiento por el derecho a decidir sobrevivir al “affaire Pujol”, un verdadero torpedo en la línea de flotación de Mas y CDC.

Sin embargo, esa hegemonía del centro-derecha, que articula el frente mayoritario de las fuerzas políticas catalanas por el derecho a decidir, se está erosionando de manera doble: un sector del empresariado catalán, que forman parte esencial de la base social de CDC, no quieren ir más allá ni atravesar la frontera de la legalidad del régimen de la segunda restauración borbónica; y la autoconfesión de Pujol ha comenzado a disipar la neblina nacionalista que ocultaba a las clases populares trabajadoras las relaciones directas de complicidad de las clases dominantes catalanas con las políticas neoliberales de ese mismo régimen.

No se puede descartar, sobre todo a la luz de las encuestas de opinión que señalan el ascenso de ERC y el declive de CDC, que la actual unión del centro-derecha y el centro-izquierda soberanistas se rompa en los próximo días en el pulso entre la convocatoria de la consulta por la Generalitat, su prohibición por el gobierno Rajoy y el acatamiento-imposición del “imperio de la ley”.

En cualquier caso, por su propia naturaleza jurídica, la consulta, de producirse, podría aumentar la legitimidad, pero no ser la base fundacional de un proceso constituyente del pueblo de Cataluña: para eso se necesitaría la participación de los partidarios del No-No o del Si-No. Pero la salida política prevista en caso de suspensión de la consulta el 9N –la convocatoria anticipada de elecciones autonómicas— no sería, entonces, sino un paso más en ese proceso de acumulación de legitimidad constituyente que tendrá lugar aún en el marco del régimen de la Segunda Restauración borbónica. Otro segundo paso importante, y acaso más decisivo, será la elección de ayuntamientos con mayoría soberanista capaces de institucionalizar localmente la nueva correlación de fuerzas en la disputa entre legitimidades. Recuérdese que la Asociación de Municipios por la Independencia agrupa a 700 municipios de un total de algo menos de 1.000.

En ese marco, una declaración unilateral de independencia del Parlament catalán supondría el inició formal de un proceso constituyente que tendría que ser ratificado por el pueblo de Cataluña, no ya en una consulta, sino en un verdadero referéndum de autodeterminación, como el que ha tenido lugar en Escocia.

Y ahí está una diferencia esencial entre los procesos escocés y catalán. El primero, a duras penas, pero había sido consensuado e integrado en el régimen constitucional del Reino Unido, sin cuestionar la hegemonía de sus clases dominantes. El segundo, en cambio, téngase claro, implica una ruptura con el régimen de 1978 y pone en cuestión la hegemonía de las clases rectoras de la Segunda Restauración borbónica. Esperar que éstas no respondan con todos los instrumentos legales de que disponen para mantener su “imperio de la ley”, es una ilusión peligrosa, como ha señalado, desde la experiencia histórica, Josep Fontana.

El ejercicio del derecho a decidir en Cataluña es incompatible con el régimen del 78. Un régimen en abierta crisis. Exige un desplazamiento de la hegemonía en el movimiento popular soberanista hacia las fuerzas políticas que puedan articular, desde la izquierda social y política, una alternativa republicana de ruptura. Precisa de coordinación y solidaridad con las izquierdas rupturistas del resto del Reino de España. Y presupone, no solo una respuesta acordada entre iguales a la forma actual de estado, sino también un análisis, la voluntad de resistir y elementos de propuesta alternativa a las políticas neoliberales y la falta de democracia de la Unión Europea.

Este es el verdadero desafío después de la Diada, tras el referéndum escocés y más allá del 9 de noviembre en Cataluña.

 

Antoni Domenech es el editor de SinPermiso. Gustavo Buster y Daniel Raventós son miembros del Comité de Redacción de SinPermiso.

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