La Ley de seguridad ciudadana: hacerse temer, hacerse odiar

Gerardo Pisarello

14/12/2014

 

                                                                                

Parecía inconcebible que se atrevieran a seguir adelante con él. Por su irracionalidad, por su carácter abiertamente antigarantista, por el alud de críticas que había recibido de organizaciones de derechos humanos de todo tipo. Sin embargo, el Partido Popular ha decidido apretar el acelerador e imponer en el Congreso de los Diputados su proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana. Lo ha hecho para lanzar a la oposición política y social un rugido  de dureza. Para emular a Fraga y anunciar que la calle es suya y que no permitirá que nadie se la dispute. Hace unos años, el gesto podría haber resultado eficaz. Ahora no. Con la corrupción carcomiendo sus estructuras, con el aumento de la precarización social, con el desafío que suponen el proceso soberanista catalán y el imparable auge de Podemos, la decisión del Gobierno aparece como un signo de debilidad que, tarde o temprano, puede acabar volviéndose en su contra.

Ciertamente, este empeño represivo no es nuevo. En los últimos años, cada medida privatizadora, cada despojo de los bienes públicos, comunes, ha venido acompañado de alguna iniciativa dirigida a criminalizar la protesta. Esta estrategia tiene su lógica: avasallar los derechos sociales y laborales básicos exige mantener a raya las libertades civiles, políticas y sindicales que permiten reclamarlos. La propuesta de endurecimiento del Código Penal impulsada por Ruiz Gallardón fue una primera señal en esta dirección. Y la Ley de Seguridad Ciudadana se convirtió muy pronto en su complemento más idóneo.

Ya en su momento, de hecho, el Partido Popular intentó llevar a los juzgados diferentes formas protestas que se estaban gestando a rebufo de la crisis. Desde las manifestaciones frente al Congreso hasta los “escraches” organizados por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). La mayoría de estos intentos fracasaron. Muchos jueces entendieron que podía discutirse si estos hechos estaban amparados o no por la libertad de expresión e ideológica. Pero dejaron claro que era un despropósito tratarlos como delitos penales. Fue en este contexto que se gestó la idea de reformar la Ley de Seguridad Ciudadana. Si el ámbito penal resultaba demasiado garantista, si los jueces eran demasiado quisquillosos, lo que se imponía era evitarlos. Y para ello, nada mejor que potenciar la vía administrativa.

El Gobierno, en realidad, ya lo venía haciendo. Desde la aparición del 15-M, infracciones leves, como negarse a facilitar el DNI, desobedecer ciertos mandatos de la autoridad u originar desórdenes en los espacios públicos acarrearon multas administrativas de hasta 300 euros. Estas sanciones afectaron a todo tipo de colectivos: desde el Sindicato Andaluz de Trabajadores hasta la PAH, desde los Afectados por las Preferentes hasta empleados públicos, ocupantes de centros sanitarios, activistas ecologistas y vecinales y trabajadores en general.  A diferencia de lo que ocurre con las sanciones penales, las multas administrativas pueden ser interpuestas directamente por las Delegaciones de Gobierno, sin control judicial previo. Son menos aparatosas que la represión física directa y suponen una lenta pero eficaz asfixia económica. Además, recurrir judicialmente estas multas puede llegar a costar unos 2.750 euros, algo que  queda fuera del alcance de cualquier manifestante medio.

Con esta idea en mente, el ministro Fernández Díaz anunció en noviembre de 2013 la intención de reforma la Ley de Seguridad Ciudadana de 1992. En términos garantistas y democráticos, el anteproyecto presentado era un conjunto de despropósitos. Convertía en sancionables hechos indeterminados, descritos con una preocupante vaguedad. Preveía multas desorbitadas, de hasta 600.000 euros, para los supuestos de protesta más disímiles. Y otorgaba, además, amplios poderes de intervención a la policía. Lo que era considerado una falta y tenía que resolverse judicialmente con las garantías de un proceso penal, pasaba a convertirse en un ilícito administrativo, caracterizado por una regulación mucho menos garantista que incluía la presunción de veracidad del testimonio de los funcionarios policiales.

La versión original de la reforma recibió críticas demoledoras desde los ámbitos más diversos. Caracterizada como “Ley mordaza” o “Ley de la patada en la boca”, generó la oposición abierta de asociaciones de jueces y movimientos sociales de todo tipo. Diarios como The Guardian o Die Tageszeitung la calificaron como una “amenaza a la democracia” y como un “camino a la dictadura”. Incluso desde los propios sindicatos policiales se la acusó de querer “criminalizar cualquier acto de protesta […] para proteger a la casta política”.

Desde aquel anuncio de noviembre de 2013 hasta hoy ha pasado un año. En ese tiempo, las políticas de despojo del Gobierno han seguido su marcha implacable. Lo que ocurre es que también la crisis de Régimen se ha acelerado de manera notable, tanto por razones económicas como políticas. El estallido de los casos Bárcenas y Gürtel, la operación Púnica, el escándalo de las tarjetas opacas de Caja Madrid y el papel de Rodrigo Rato, mano derecha de José María Aznar, en la estafa de Bankia, están minando de manera creciente las bases de un Partido Popular que podría perder en poco tiempo espacios institucionales clave.

Acosado por este escenario, el Gobierno ha entrado en una fase de desconcierto en la que parece dispuesto a morir matando antes que a rectificar. Sólo así se explica la insistencia en un proyecto de ley que solo se ha podido justificar falseando sin pudor los datos sobre disturbios violentos producidos en los últimos tres años. Según el documento interno utilizado por los miembros del Partido Popular para defender la nueva normativa, desde enero de 2012 a septiembre de 2014 se habrían producido 1.000 conflictos de este tipo. Estos conflictos habrían costado alrededor de 47,5 millones de euros y habrían dejado un saldo de 865 ciudadanos y 618 agentes de la policía y de la guardia civil heridos. Lo que pasa es que ninguno de estos datos coincide con los proporcionados por el propio Ministerio del Interior, que reconoce que las protestas violentas han sido un 0,08% de las más de 90.000 que se han convocado.   

Esta disposición al falseamiento de los datos viene complementada por el empeño en mantener sin rubor la filosofía de fondo del anteproyecto inicial. Ciertamente, las presiones internacionales y las de órganos como el Consejo General del Poder Judicial o el Consejo General de la Abogacía han obligado al Gobierno a modificar o a eliminar 33 infracciones contenidas en el proyecto original. Pero ninguna de estas enmiendas ha permitido atemperar el espíritu represivo que contenía la versión primigenia. Es más, en una práctica irregular que ha acabado por normalizarse, el Gobierno aprovechó la tramitación de la Ley de Seguridad Ciudadana para asestar un golpe artero al derecho de asilo: modificó la Ley de Extranjería y otorgó cobertura legal a las “devoluciones en caliente” de las personas migrantes que pasen a territorio español.

En la propuesta gubernamental, el espacio público deja de ser un espacio de participación política, para convertirse un ámbito regimentado y expurgado de toda connotación conflictiva. El grueso de las objeciones jurídicas, de hecho, que podían plantearse a la primera versión de la propuesta gubernamental mantiene plena validez. Se siguen contemplando, de manera vaga y claramente reñida con el principio de legalidad, numerosos ilícitos que suponen una restricción absolutamente desproporcionada de la libertad de expresión y del derecho de reunión y de manifestación.

Así, es jurídicamente inaceptable que se sancione “la ocupación de cualquier inmueble, vivienda, o de la vía pública […] o la permanencia en ellos contra la voluntad de su propietario, arrendatario o titular de otro derecho sobre el mismo” (artículo 37.7 del Proyecto), con independencia, por ejemplo, de que se produzca de manera pacífica o con violencia e intimidación. También resulta desproporcionado que se mantengan las sanciones por la celebración de “manifestaciones frente a las sedes del Congreso de los Diputados, el Senado, y las asambleas legislativas de las comunidades autónomas aunque no estuvieran reunidas” (artículo 36.2), un precepto que simplemente tiende a evitar que la ciudadanía pueda reunirse simbólicamente ante estas instituciones para  trasladar un mensaje que no puede expresarse simplemente a través del voto.

Diferentes preceptos del Proyecto, de hecho, insisten en someter el derecho de reunión a una suerte de autorización previa (así, los artículos 35.1 y 37.1). Esta exigencia incumple el artículo 21 de la Constitución española y los principales estándares internacionales en la materia e ignora un principio elemental: que los poderes públicos deben interpretar de manera expansiva, y no restrictiva, el alcance del derecho de manifestación, incluso cuando se trate de concentraciones espontáneas, sobre todo  si estas son pacíficas y no han sido  comunicadas previamente por falta de tiempo o por ausencia de un organizador concreto.

Si la nueva ley se aprobara, en definitiva, impedir un desahucio, no identificarse ante un agente de policía, o difundir imágenes de antidisturbios, incluso golpeando a manifestantes, podría suponer multas de 600 a 30.000 euros. La policía, igualmente, dispondría de un margen de actuación mucho más laxo para realizar registros e identificaciones, valiéndose para ello de criterios discriminatorios, prohibidos por el derecho internacional, como el perfil étnico de las personas. En la línea apuntada anteriormente, la versión de los hechos consignada por la policía en las actas respectivas, gozaría de presunción de veracidad, salvo prueba en contrario, (artículo 19.2). Esta disposición se convertiría en una espada de Damocles sobre la presunción de inocencia, agravada por la ausencia de cualquier mecanismo independiente de supervisión de estas actuaciones.

Como se planteó ya cuando el primer anteproyecto de la ley vio la luz, un dispositivo normativo de este tipo supone una regresión a la Ley de vagos y maleantes aprobada en los años treinta del siglo pasado y ampliadas durante el franquismo. Nada indica que en su paso por el Senado la Ley mordaza vaya a ser depurada de sus aristas represivas. Con todo, tampoco parece que pueda ser aceptada y aplicada con facilidad, mucho menos en un momento en el que la situación de emergencia social es más acuciante que nunca.

Por lo pronto, el conjunto del arco parlamentario, con la significativa excepción de CiU, se ha comprometido a derogar la norma en caso de contar con la mayoría para hacerlo. Esta protesta ha llegado a la Unión Europea, donde los diputados de Podemos y de Izquierda Unida exigieron al Consejo Europeo que se pronunciara sobre una iniciativa que, entre otros extremos, vulnera también los artículos 11 y 12 de la propia Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea.  

Que Fernández Díaz, como Fraga, querría que la calle fuera suya, parece evidente. No obstante, el Ministro haría bien en recordar la advertencia lanzada por Montesquieu hace algunos siglos: cuando se busca con tanto afán hacerse temer, es muy probable que se acabe consiguiendo antes hacerse odiar. En la sesión de aprobación del proyecto de este jueves, un grupo de activistas del 15-M recibió la propuesta del Partido Popular con los compases de “La canción del pueblo”, incluida en “Los miserables”, para recordar que este no está dispuesto “a dejarse someter”. Fueron desalojados del recinto, sí. Pero lanzaron un mensaje que no desaparecerá fácilmente y que supone un problema serio para un Gobierno que si recurre de manera tan burda a la vía represiva es porque hace tiempo que ha dejado de convencer.

Gerardo Pisarello es miembro del Consejo de Redacción de Sin Permiso. Es autor, junto a Jaume Asens, del libro, La Bestia sin bozal. En defensa del derecho a la protesta, Catarata, Madrid, 2014.

Fuente:
www.sinpermiso.info, 14 de diciembre de 2014

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