Salvar al soldado Iván

Mike Davis

03/08/2005

Recordemos a los héroes de Normandía, pero también al Ejército Rojo, que desempeñó un papel decisivo en la derrota de la Alemania nazi. La batalla decisiva de la liberación de Europa comenzó un mes de junio, hace 60 años, cuando un ejército de guerrilleros soviéticos salió de entre los bosques y las ciénagas de Bielorrusia para lanzar un audaz ataque sorpresa contra la poderosa retaguardia de la Wehrmacht.

Las brigadas de partisanos, que incluían a muchos combatientes judíos y fugitivos de los campos de concentración, colocaron 40.000 cargas de demolición. Así, devastaron las importantes líneas ferroviarias que unían el Grupo de Ejércitos Centro de Alemania con sus bases de Polonia y Prusia Oriental.

Tres días más tardé, el 22 de junio de 1944, en el tercer aniversario de la invasión de la Unión Soviética lanzada por Hitler, el mariscal Zhukov ordenó el ataque principal contra las líneas alemanas.

El fuego de 26.000 armas pesadas pulverizó las posiciones más avanzadas de los alemanes. Al silbido de los cohetes katyusha siguieron el estruendo de 4.000 tanques y los gritos de batalla (en más de 40 idiomas) de 1,6 millones de soldados soviéticos. De esta manera comenzó la Operación Bagration, una ofensiva sobre un frente de 500 millas de extensión.

Este «gran terremoto militar», como lo llamó el historiador John Erickson, se detuvo finalmente al llegar a los barrios periféricos de Varsovia, pues Hitler se había apresurado a enviar reservas de elite desde Europa Occidental para contener la marea roja en el Este. Por consiguiente, las tropas norteamericanas y británicas que luchaban en Normandía no tuvieron que enfrentarse a las divisiones Panzer, mejor equipadas.

¿Pero qué estadounidense ha oído hablar alguna vez de la Operación Bragation? Junio de 1944 significa el desembarco en la playa de Omaha, no el cruce del río Dvina. Sin embargo, la ofensiva soviética fue varias veces más grande que la Operación Overlord (la invasión de Normandía), tanto en lo que respecta al número de fuerzas involucradas como al coste directo que supuso` para los alemanes.

A finales del verano, el Ejército Rojo había llegado a las puertas de Varsovia, así como a los puertos de los Cárpatos, desde donde se dominaba la entrada a Europa Central. Los tanques soviéticos habían efectuado un movimiento de pinza contra el Grupo de Ejércitos del Centro y lo había destruido. Tan sólo en Bielorrusia, los alemanes habrían de perder unos 300.000 hombres. Otro enorme ejército había quedado rodeado y sería aniquilado a lo largo de la costa del Báltico. El camino a Berlín quedaba despejado.

Gracias a Iván. No es hacer un desprecio a los valientes que murieron en el desierto del Norte de Africa o en los fríos bosques de los alrededores de Bastogne recordar que el 70% de la Wehrmacht no está enterrado en los campos franceses, sino en las estepas rusas. En la lucha contra el nazismo murieron aproximadamente 40 Ivanes por cada soldado Ryan. Hoy en día los estudiosos creen que unos 27 millones de soldados y ciudadanos soviéticos perecieron en la II Guerra Mundial.

Sin embargo, el soldado soviético de a pie, el mecánico detractores de Samara, el actor de Orel, el minero del Donetsk, o la estudiante de instituto de Leningrado, no están presentes en la actual celebración y mitificación de la «mejor generación» (del siglo pasado).

Es como si el nuevo siglo americano no pudiera nacer del todo sin borrar el papel fundamental desempeñado por los soviéticos durante el siglo pasado en la histórica victoria contra el fascismo. De hecho, es increíble que la mayoría de los estadounidenses no tengan ni idea del reparto de la carga de combates y muertos en la II Guerra Mundial. E incluso la minoría que entiende algo del enorme sacrificio soviético, tiende a verlo con burdos estereotipos del Ejército Rojo: una horda de bárbaros empujados por salvajes deseos de venganza y un primitivo nacionalismo ruso. Sólo GI Joe y Tommy lucharon realmente por los ideales civilizados de la libertad y la democracia.

Por consiguiente, es más importante recordar que -a pesar de Stalin, del NKVD (policía secreta) y de la masacre de una generación de dirigentes bolcheviques-, el Ejército Rojo conservó poderosos elementos de fraternidad revolucionaria. Para sus integrantes, y para los esclavos que liberó del yugo de Hitler, era el más grande Ejército de liberación de la Historia.

Además, el Ejército Rojo de 1944 era todavía un ejército soviético. Entre los generales que dirigieron el avance sobre el río Dvina, había un judío (Chernyakovski), un armenio (Bagramyan) y un polaco (Rokossovskii). A diferencia de las fuerzas estadounidenses y británicas, marcadas por la división de clases y la segregación racial, la cadena de mando del Ejército Rojo era un camino de oportunidades abierto, si bien despiadado.

Cualquiera que dude del ímpetu revolucionario y del sentido de humanidad básico del Ejército Rojo debería consultar las extraordinarias memorias de Primo Levi (La Tregua) y de K. S. Karol (Between Two Worlds). Ambos odiaban el estalinismo, pero amaban al soldado soviético de a pie y veían en él, o ella, la semilla de la renovación del socialismo.

De modo que, después de la reciente degradación de la memoria del Día-D por parte de Bush al pedir apoyo para los crímenes de guerra que ha cometido en Irak y Afganistán, decidí celebrar mi propio acto de conmemoración particular.

Voy a recordar, en primer lugar, a mi tío Bill, vencedor de Columbus, aunque resulte difícil imaginarse a este hombre apacible como un soldado adolescente corriendo como alma que lleva el diablo por Normandía. En segundo lugar – estoy seguro de que mi tío Bill habría deseado hacer lo mismo-, voy a recordar a su camarada Iván.

El Iván que llevó su tanque a través de las puertas de Auschwitz y se abrió paso luchando hasta el búnker de Hitler. El Iván que con coraje y tenacidad venció a la Wehrmacht, a pesar de los mortales errores y crímenes cometidos por Stalin durante la guerra.

Dos héroes normales y corrientes: Bill e Iván. Es un escándalo festejar al primero sin recordar al segundo.

Mike Davis es profesor de Historia en la Universidad de California, en Irvine. Miembro del Consejo Editorial de la revista SIN PERMISO, su último libro es Dead Cities (The New Press, Nueva York, 2002).

Fuente:
El Mundo, 12 junio 2004

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