Bill Moyers
Scott Fogdall
22/10/2006
Se dice que todos los caminos conducen a Roma. Si bien exagerada, la imagen está estampada en nuestra imaginación, recordándonos la implacable ingenuidad de los antiguos romanos y su anhelo de controlar un imperio.
Durante siglos las carreteras romanas unieron provincias remotas mediante una red centralizada de poder. El poder de las legiones imperiales hubiera sido nulo sin los medios para transportarlas. El flujo comercial torrente sanguíneo de la salud imperial también dependía de la integridad de las rutas. Y porque los ciudadanos romanos podían circular por todos lados, más o menos libremente en sus viajes, las ideas y otros elementos culturales circularon con la misma fluidez que el comercio.
Como los romanos, los americanos hemos usado nuestra tecnología para construir una extensa infraestructura de puertos, ferrocarriles y carreteras interestatales, las cuales ayudan a fortalecer nuestra economía y la movilidad de nuestra sociedad. A pesar de lo significativa que ha sido esta infraestructura, queda eclipsada frente a la potencialidad de internet. Muy rápidamente, hizo que el envío y recepción de información sea más fácil que nunca. Ha abierto un novedoso y enorme mercado de ideas y está transformando tanto el comercio como la cultura.
Incluso podría revitalizar la democracia.
Un momento, dices. No puedes comparar internet con el Imperio romano. No hay un César electrónico, ningún centro que controle el uso la Red.
Estás en lo cierto. Internet es revolucionario, porque es el más democrático de los medios de comunicación. Todo lo que necesitas para sumarte a esta revolución es un ordenador y una conexión. No sólo miramos; participamos, colaboramos y creamos. A diferencia de la televisión, la radio y el cable, cuyos interesados productores crean contenidos dirigidos a nosotros por sus propias motivaciones, con internet cada ciudadano es, potencialmente, un productor. El diálogo sobre la democracia nos pertenece a nosotros.
Este acceso abierto es el principio fundamental de internet, pero puede estar escapándosenos de las manos. Qué irónico sería si pasara irremediablemente a la historia ahora, justo cuando acaba de nacer la era de internet.
Internet se ha convertido en el principal espacio de pruebas donde convergen las fuerzas de la innovación, el poder empresarial, el interés público y la regulación pública. Incluso la idea de un terreno de juego llano lo que se llama la neutralidad de la red está asediada por fuerzas poderosas que tratan de inclinar el campo en su provecho. La mayoría de Bush en la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) ha favorecido los intereses de las grandes compañías telefónicas y de cable, que buscan eliminar o deshacer el principio básico de apertura y no discriminación, el ADN de la red. Cuando algunos miembros del Congreso se propusieron restablecer la neutralidad de la red, se han visto frustrados por los bien pagados cabildeadores, esos lobbies o grupos de presión a sueldo de la industria. Esto sucedió según las prácticas habituales de un Congreso a sueldo con poco conocimiento público y escasa atención por parte de la prensa. Hace diez años, hubo una censura similar cuando, en La Ley de Telecomunicaciones de 1996, el Congreso esbozó nuestro paisaje de medios de comunicación. Ellos clavaron un puñal en el corazón de la radio, dispararon una ola de consolidaciones que permitió a las grandes compañías propietarias de medios de comunicación hacerse aún mayores, y entregaron a las ricas corporaciones gratis los derechos de uso de frecuencia de onda que valen miles de millones.
En esta ocasión no han podido mantener en secreto lo que estaban haciendo. Circuló el discurso de que, sin participación pública, esos cambios podían llevar a un fenómeno preocupante: el surgimiento de imperios digitales que limiten, o hasta destruyan, las capacidades de los pequeños usuarios de internet. Las organizaciones que atraviesan todo el espectro político desde la Coalición Cristiana hasta MoveOn.org se han reunido para protestar, inundando el Congreso con más de un millón de cartas y exigencias de restablecer la neutralidad de la red. Los políticos que respondieron, lo hicieron en número suficiente como para mantener las reglas del juego.
En el fondo, esta es una lucha por el papel y las dimensiones de la libertad humana y la libre expresión. Pero también es un conflicto derivado del histórico debate sobre la economía de libre mercado y la regulación estatal, que cuenta con un Adam Smith invocado tanto por quienes abogan por la acción pública para proteger al internauta promedio, como por quienes se oponen a cualquier tipo de regulación.
En La riqueza de las naciones, Smith sostenía que sólo el trato libre entre comerciantes y clientes podría asegurar la prosperidad económica. Pero también advertía contra la formación de monopolios, poderosos gigantes que se enfrentan a poca o ninguna competencia. Nuestra historia está teñida de este legado. Pensemos en la explosión de la industria y el dominio de los magnates ladrones (ronner barons) durante la primera Edad de Oro en las últimas décadas del siglo XIX. Poblados y ciudades comenzaron a llenar el continente, ayudados por un avance tecnológico decisivo: el tren. Mientras las compañías ferroviarias florecían, se fusionaron en monopolios. A menudo los comerciantes y granjeros tenían que pagar fletes exorbitantes hasta la década de 1870, cuando las Leyes de granjeros y otras formas de regulación pública ofrecieron alguna protección a los consumidores.
Sobre la misma época, el químico Samuel Andrews inventor de un novedoso método para transformar petróleo en keroseno se asoció con John D. Rockefeller para crear la Standard Oil Company. Hacia finales del siglo, la Standard Oil había creado un monopolio, controlando una red de oleoductos y ferrocarriles que abarcaba todo el país. La competencia se volvió prácticamente imposible, ya que esta gigantesca compañía manipulaba los precios y aplastaba a un rival tras otro. Sólo después de la aprobación de la Ley Antimonopólica de Sherman en 1890 (Anti-Trust Act), pudo el público empezar a tener la esperanza de resguardarse frente a la sobrecogedora supremacía de semejante concentración de poder político y económico. Pero menos de cien años después, un puñado de grandes compañías podía montar monopolios sobre la teledifusión, la prensa impresa, la televisión y aun sobre el sistema operativo de los ordenadores, y su dominio persistiría sin ser desafiado por el gobierno norteamericano.
Actualmente tenemos una infraestructura de internet que está evolucionando rápidamente, en más de una dirección. Como a menudo ocurría en los antiguos caminos romanos, los usuarios de la red pronto podrán encontrarse en la situación de tener que pagar para poder navegar libremente. Nuestros nuevos monopolistas digitales quieren usar su nuevo poder para revertir la manera en que la red funciona para nosotros: permitiendo a quienes tienen una abultada cuenta bancaria dirigir sus contenidos por vías rápidas, mientras coloca a otros en una calle estrecha. Si tienen éxito en hacerse con un medio que tiene una naturaleza esencialmente democrática y monetarizan cada aspecto de él, América se dividirá aún más entre ricos y pobres, y entre quienes tienen acceso al conocimiento y quienes no.
Las compañías señalan que hubo pocas violaciones a la neutralidad de internet. No se metan con algo que ha estado funcionando para todo el mundo, dicen; no pidan garantías cuando ninguno las ha necesitado. Pero la generación emergente, que heredará los resultados de esta batalla de Washington, lo entiende. Dariush Nothaft, estudiante de bachillerato, luego de escuchar discusiones sobre este asunto, escribió este argumento en el The Yale Daily News:
De todos modos, el poder de internet como fuerza social contrarresta estos argumentos Un internet no neutral desanimaría la competencia, provocando costos monetarios para los consumidores y disminuyendo los beneficios de un precio bajo para el acceso a internet. Pero más importante aún, las personas hoy pagan por el acceso a internet con el conocimiento de que están accediendo a un enorme número de páginas guiados sólo por sus preferencias. La no neutralidad cambia la verdadera esencia de internet, haciendo que el producto ofrecido a los usuarios sea menos valioso.
En su asombrosa evolución, internet se está acercando a una encrucijada. ¿La transformaremos para extender la democracia en la era digital? ¿Nos aseguraremos de que el comercio no sea su única contribución a la experiencia americana?
Los monopolistas nos dicen que no nos preocupemos: que ellos nos cuidarán, y que velarán para que el interés público sea honrado, y para que la democracia servida por ésta, la más extraordinaria de las tecnologías.
Dijeron lo mismo sobre la radio.
Y sobre la televisión.
Y sobre el cable.
¿Hablarán los historiadores del mañana de una Edad de Oro del Internet que terminó al comenzar el siglo XXI?
Bill Moyers es el presentador de La red en riesgo, un especial que saldrá al aire el miércoles 18 de octubre a las 21 hs en la PBS. Scott Fogdall es miembro de Films Media Group. Visite www.pbs.org/moyers
Traducción para www.sinpermiso.info: Camila Vollenweider
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