El síndrome de la negación histórica en la izquierda del siglo XXI

Francisco Díaz González

09/08/2015

 

Una característica cada vez más común en las izquierdas que emergen en la actualidad,  es que se constituyen sobre el supuesto de que dado que la izquierda del siglo XX fue históricamente derrotada, nada de su experiencia teórica y práctica es significativa de ser rescatada para la izquierda del siglo XXI. Se trata de una perspectiva que se presenta a sí misma como innovadora, rupturista respecto al siglo XX, y consciente de la necesidad de construir un socialismo efectivamente democrático, pero que al carecer de continuidad con la tradición socialista, termina negando su historia en vez de encargarse de su pasado. En el mejor de los casos se debe a mera ignorancia o desinformación histórica. En el peor, se debe a la adopción –consciente o no– de una matriz categorial de tradición liberal en el despliegue de su pensamiento y praxis políticas.

Esta última situación se verifica no necesariamente en la existencia de argumentos o contenidos liberales en su discurso político, sino en la existencia de una perspectiva que abandona el análisis de clase para hacer política, de modo que se reemplaza la concepción crítica y transformadora del materialismo histórico por una que en sus efectos es legitimatoria de las condiciones actuales. La cuestión, entonces, es sobre la negación que hacen de aquellas categorías que no sólo le han otorgado identidad teórica a la izquierda, sino que permiten que en la praxis sea funcional a su horizonte estratégico: construir una sociedad sin clases. Lo problemático surge cuando esas izquierdas ni siquiera tienen consciencia del liberalismo con el que cargan y que, sumidas en los estrechos límites que su matriz categorial les permite, terminan tropezando una y otra vez en falsas dicotomías, desplegando tácticas incoherentes y desgastantes, y guiando su praxis irremediablemente hacia objetivos que lo alejan del horizonte por el que lucha.

Dos de las categorías fundamentales del discurso de la izquierda cuyo significado ha sido ampliamente liberalizado son las de lo político y lo social. Desde la perspectiva liberal, lo político remite al Estado y lo social a la sociedad civil en abstracto. A partir de esta concepción se asume que no hay otra forma exitosa de apropiarse de la política sino es entrando directamente en el único espacio donde creen que reside lo político, el Estado, pues fuera de él, en el espacio de la sociedad civil, sólo hay desagregación de demandas, cuya expresión colectiva pero fragmentada se comprueba en la existencia de múltiples movimientos sociales de diversa índole: feministas, indígenas, pobladores, estudiantiles, sindicales, etc. Se trata, por tanto, de que los distintos movimientos (parciales) de la sociedad civil ingresen agregados mediante representación al espacio de deliberación y decisión que permite el Estado, y en su interior se logre democratizar la sociedad a través de, por ejemplo, la protección efectiva de los derechos sociales de la ciudadanía.

Se busca, por tanto, hacer retroceder el carácter neoliberal del Estado desde adentro, para luego profundizar la democratización social hacia afuera, sostenido sobre un breve proceso anterior de politización social de baja intensidad que se limita a lo cívico-electoral y a la alianza instrumental con otros partidos afines. Por consiguiente, su centralidad, sea como sea que la declaren, termina en la práctica amarrada a la concepción fetichizada del Estado, y en vez de desplegar una política guiada por la dinámica de la lucha de clases, lo hacen supeditados al ritmo de las disputas electorales, optando para su éxito por abarcar la mayor cantidad de la población electoral a disposición, preocupados de conformar una mayoría políticamente artificial y supeditados inevitablemente al confuso sentido común del centro.

En esta línea, antes que transformar la sociedad a través del avance de un movimiento popular, su énfasis está puesto en la toma de la dirección del Estado. En vez de insistir en la ruptura a través de un frente de clase que debilite el origen de la dominación, buscan avanzar abarcando distintos sectores sociales a través de la suma y coordinación de cargos y autoridades de representación pública en todos los niveles. Las categorías de lo social y lo político así entendidas devienen –aunque su discurso sea altisonante y radical– en una política de izquierda liberal, es decir, progresista. El resultado, como se advierte, es la transformación progresiva de esta izquierda en un cuerpo de funcionarios renovados, pero que, desentendidos del anclaje de clase como garantía democrática y revolucionaria, se convierten a la postre en un esqueleto sin musculatura, en mera burocracia.

La anterior es una perspectiva que no supera sino que niega la concepción de izquierda de lo político y lo social. Una concepción coherente a la tradición materialista del socialismo, en cambio, entiende lo político como el grado de asociación en la acción de los sectores sociales por la lucha del poder, y se expresa para el caso de las clases populares en la construcción de largo aliento de un movimiento popular. Este último entendido como el movimiento unitario que el Pueblo, en tanto clase dominada autoconsciente, materializa bajo el más agudo grado de asociación entre las clases subalternas y, por tanto, de disociación y autonomía respecto a la elite, con el fin de transformar las estructuras que le dominan. Asimismo, para esta concepción, lo social debe comprenderse como el grado de desigualdad en la estructura social de un contexto específico y, por consiguiente, como la forma de dominación basada en la apropiación del valor de una clase sobre otra, desplegándose en la práctica a través de la lucha de clases.

Así, lo político no se cree que reside exclusivamente en el Estado, sino que aparece en todo espacio donde las clases populares desarrollan a través de sus organizaciones una acción asociativa y unitaria entre ellas y en antagonismo a la clase dominante (y no sólo dirigente), con el fin de hacer posible un proyecto de sociedad alternativo donde el poder y el valor estén radicalmente democratizados. Lo anterior, como se deduce, no implica que la política de izquierda no se desarrolle también al interior del Estado, pero lo hace consciente de que su centralidad está amarrada siempre a la configuración histórica de lo social, es decir, a la dinámica mediante la cual la clase dominante articula en el Estado su poder para desarticular a la clase trabajadora. Con esto, la izquierda actual evita estar expuesta a caer forzosamente en la falsa dicotomía liberal de decidirse o por la vía insurreccional (armas) o la vía institucional (votos) en la que muchas veces cayó durante el siglo XX, y así poner su esfuerzo en romper las relaciones sociales de producción del capitalismo donde sea que se desplieguen –desmantelando, por ejemplo, el Estado subsidiario– para reemplazarlas por otras que permitan la realización de los dominados.

Por eso, lo que define a la izquierda es que postula que entre lo político y lo social existe una inextricable relación de codeterminación, pues si deliberadamente se aislaran –como lo hizo en Chile el pacto de la transición–, entonces se disolvería progresivamente su identidad de izquierda. Para la izquierda, entonces, la tarea no consiste en hacer agregación de los movimientos sociales a través de la representación electoral, dándole satisfacción a cada demanda particular en los límites del espacio institucional del Estado, sino que su misión consiste en articularlos en base a un movimiento popular que los supera en tanto combate universalmente la causa central de la dominación: el capitalismo.

La izquierda del siglo XXI, en definitiva, debe autocomprenderse no solo como productor sino también como producto histórico. Por ello, haciendo análisis y síntesis de las manifestaciones espectrales de la dominación capitalista, debe poner su énfasis en la toma del poder, pero, a diferencia de la perspectiva progresista, ya no reducida a la coyuntura táctica que representa la toma de la dirección del Estado, sino como el resultado de un largo proceso de politización de alta intensidad de las clases populares, que asumen por horizonte el retroceso progresivo de la lógica mercantil del capitalismo y, por ende, el avance de la lógica democrática del socialismo.

Francisco Díaz González es Licenciado en Historia de la Universidad de Chile; Profesor de Historia de la UDP; y actualmente estudiante de doctorado en Historia Latinoamericana, Universidad Libre de Berlín.

Fuente:
http://www.redseca.cl/?p=5613

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