Argentina: Críticas desde la burguesía a la economía bajo el kirchnerismo

Esteban Mercatante

16/08/2015

A punto de concluir el segundo mandato de Cristina Fernández, se puso a funcionar a pleno la producción editorial de balances de estos doce años de gobiernos kirchneristas. Acá, dos miradas contrapuestas –ambas críticas–, la de los nostálgicos de la economía aperturista de 1976-2002, y la de los desencantados del “modelo” que acompañó los años más prósperos del kirchnerismo, nos permiten discutir los rasgos centrales que moldearon la economía política del período.

Ese monstruo llamado estatismo

El libro Los platos rotos, de Diego Cabot y Francisco Olivera, ofrece un balance del kirchnerismo que compendia todos los horrores que cometió el kirchnerismo desde el punto de vista del (neo)liberal promedio. Sin pretensiones conceptuales, el libro reafirma el sentido común de estos sectores ante lo que presentan como un desenfrenado avance del Estado: “Siempre que pudo, el Estado entró, reguló y se enquistó”, evalúan (p. 23) [1]. Este crecimiento es acompañado de otro dato que los autores consideran inquietante: desde el 25 de mayo de 2003 hasta diciembre de 2014, empezaron a cobrar un sueldo del Estado casi un millón y medio de personas (p. 108). Si el Estado pudo hacer esto fue porque el kirchnerismo “nació, creció y se reprodujo durante una de las etapas económicas más auspiciosas de la historia nacional”. Considerando los altos precios de los granos que el país exporta y las bajísimas tasas de interés internacionales, “puede concluirse que estuvimos frente al ciclo económico más favorable en al menos cuarenta años” (p. 375). El “modelo” kirchnerista consistiría en un aprovechamiento de estas condiciones de prosperidad, a las que nada habría aportado la política económica. Para que no queden dudas, Cabot y Olivera citan aprobatoriamente un informe de IDESA que sostiene: “Las bonanzas económicas están más asociadas a condiciones externas excepcionalmente favorables que a la orientación ideológica de quien ejerce el poder en cada momento”. En la visión que presenta este libro, al mismo tiempo que no pueden encontrarse méritos particulares en la política oficial, sí hubo en cambio decisiones que afectaron severamente sectores críticos de la economía. Allí donde el Estado intervino generó despilfarro, se apropió de fondos para utilizar discrecionalmente y, a consecuencia de eso, disuadió la producción y la inversión. Esto tendría sus peores efectos en la infraestructura de transporte y energía. En este último terreno, una “concatenación de torpezas que bastaron para despedazar un sistema que, después de la privatización de 1992, llegó a ser considerado uno de los más modernos del mundo y, aunque ahora suena extraño, modelo de gerenciamiento”.

Acá, de más está decirlo, los autores se agarran de lo que es a las claras el más evidente –y persistente– fallo de la gestión kirchnerista. El esquema establecido por el gobierno para el sector energético lo dejó, a nuestro entender, en el peor de los mundos: (des)manejo de la administración privada, sentada sobre las concesiones sin invertir en un negocio que había dejado de ser rentable, acompañada de un creciente involucramiento estatal para solventar la importación de gas y gasoil que sostienen la matriz energética. Una virtual estatización pero que se hizo dejando a los privados en su lugar. Con el agregado de que los combustibles que se importan se podrían haber producido acá, pero no ocurrió porque el precio que el Estado estaba dispuesto a pagar afuera era superior al que aceptaba acá. La desinversión era entonces el resultado más esperable, con la consecuente caída de la producción de gas y petróleo, y de generación de electricidad, que deja como resultado una seguidilla de cortes durante los picos de calor o de frío, como volvimos a vivir en las últimas semanas. Pero la lección que Cabot y Olivera proponen sacar de esto es que el Estado no debería haberse entrometido. El gobierno no debería haber hecho otra cosa que cumplir los contratos, aquellos que obligaban a mantener las tarifas dolarizadas, aceptando que estas subieran sideralmente de la mano de la devaluación y se ajustaran regularmente de la mano de la inflación, y lo mismo para los combustibles.

Como si con eso se hubiera podido evitar la desinversión y la crisis energética. Una mirada al resto de la economía, sugiere más bien lo contrario [1]. Consideramos que la respuesta no estaba en garantizar los mecanismos de mercado, ni –obviamente– en la pseudoestatización llevada a cabo por el kirchnerismo, que tomó lo peor de la desidia empresaria y del desmanejo de la burocracia estatal. Una estatización de conjunto, dando lugar a la participación activa en la gestión a los trabajadores del sector, era la única alternativa seria al descalabro energético que generó el kirchnerismo y al zarpazo tarifario de la solución empresarial.

Ante los desequilibrios que afronta la economía con la desaparición de los superávits gemelos, la inflación, el cepo cambiario y la infraestructura en crisis, Cabot y Olivera se sienten habilitados para narrar una fábula en la que todos los problemas se explican por este avance del Estado: “Se dejó de invertir y en los últimos cinco años se fugaron más de 80.000 millones de dólares, casi tres veces las reservas del Banco Central, en parte porque la sociedad dejó de confiar al ver que se avasallaban instituciones y se cambiaba hasta la carta orgánica de ese ente monetario” (p. 375). El remedio, ante esto, es una y otra vez dar lugar al mercado.

Los rasgos que adquirió la intervención estatal durante la última década no pueden explicarse sin más por una vocación del kirchnerismo. Vino sobre todo dictada por los efectos que dejó el hundimiento de la convertibilidad y todas las políticas estrechamente ligadas a esta. La apertura de la economía, la flexibilización laboral, las privatizaciones, la espiral de endeudamiento y de ajuste para afrontarlo y todo el conjunto de iniciativas favorables al capital, presentadas como necesarias para la modernización, la mentada llegada “al primer mundo”, quedaron indisolublemente asociadas a la hecatombe de 2001. Y aunque no todas estas políticas puedan vincularse de forma directa a las causas de la crisis o a su profundidad, sí fueron parte del hondo cambio en la geografía social del período, ampliando la desigualdad de riqueza e ingreso y ahondando el deterioro de los trabajadores y los sectores de menores recursos, al mismo tiempo que creando un desguace de la infraestructura social en beneficio de los negocios privados. Todas las medidas que se implementaron a sangre y fuego durante una década, y que lograron sostener un consenso apoyado en derrotas pero también en las promesas de bienestar que vendría como saldo de estos ajustes, condujeron por el contrario a la crisis no solo temporalmente más extendida, sino de efectos más devastadores para las clases subalternas. Por eso, la furia social que estalló en 2001 no solo expresaba su impugnación contra las políticas más directamente ligadas a la crisis, como el ajuste fiscal, el endeudamiento público y la banca con sus negociados; se extendía al conjunto de los pilares más visibles del Consenso de Washington.

Esto tuvo efectos de largo alcance. El columnista de La Nación, Carlos Pagni, recogía en agosto de 2014 los resultados de una encuesta de Management & Fit que expresaba en vastos sectores de la opinión pública una honda desconfianza hacia el empresariado y en favor de la idea de que debe haber un Estado presente, regulando y controlando férreamente a las fuerzas del mercado. Fue bajo el impulso de este clima de época que se desplegó el andamiaje de políticas que los autores lamentan.

La radiografía que brindan Cabot y Olivera concluye con un diagnóstico catastrófico, que magnifica –como si esto fuera posible– los problemas de gestión de la década kirchnerista en trasporte, energía, obra pública, mostrando un festín de corrupción rapaz. La conclusión no es ninguna sorpresa: el kirchnerismo produjo una hipertrofia del Estado que dilapidó una coyuntura internacional extremandamente favorable en aras de la distribución y en desmedro de la producción. Ahora lo único “razonable” será sanear el Estado, es decir achicarlo. Pagar los platos rotos por el camino que nunca se debió haber tomado.

Estuvimos bien pero vamos mal

Bien distinta es la visión que ofrecen Mario Damill y Roberto Frenkel en ¿Década ganada? Los autores, enrolados en lo que se conoce como neoestructuralismo, defienden la necesidad de un tipo de cambio competitivo. Es decir, un peso nacional depreciado frente al dólar, y por extensión frente a las monedas de otros países. Por eso, al contrario del planteo precedente, no solo el viento de cola explica el ciclo de crecimiento kirchnerista. De hecho, los autores argumentan que la interrupción de la tendencia contractiva que se prolongó entre 1998 y 2002 “y su posterior reversión antecedieron al cambio favorable en las condiciones externas, especialmente de los precios de exportación” (p. 120) [3]. Más aún, “al iniciarse la recuperación, los precios medios de exportación se encontraban en un mínimo local comparable al menor nivel de los años noventa”.

Desde esta perspectiva, los autores consideran que el lustro 2002-2007 “redondearía un muy buen desempeño macroeconómico, con un crecimiento promedio del PIB próximo al 9 %” (p. 128).

Durante estos cinco años “se mantuvieron los superávits fiscal y externo, los salarios reales y la ocupación subieron marcadamente” (p. 129), estos últimos –agregamos nosotros– desde los niveles extremos de deterioro que alcanzaron en 2002. Remarcan que “el notable desempeño macroeconómico de 2005-2006 habla muy a favor del esquema macroeconómico establecido a la salida de la crisis, con eje en un tipo de cambio real competitivo y relativamente estable” (p. 131).

Pero en el marco de esta performance asomaban “algunos problemas de los que la gestión política debía tomar nota” (p. 132). El “más notorio” era la inflación, que en 2006 llegó a los dos dígitos anuales. Para Damill y Frenkel, “la inflación y la forma en que se la encaró fueron determinantes de que el esquema macroeconómico comenzara a perder coherencia y a cambiar de rumbo progresivamente”, aunque se mantuviera una retórica del “modelo” cuyos “contenidos se iban desdibujando en la práctica”. Para los autores, se podría haber cambiado el desarrollo posterior mediante una “redefinición del esquema de política macroeconómica”. En primer lugar, conteniendo el aumento del gasto público que “había comenzado a crecer más rápidamente que los ingresos del sector estatal” (p. 133). Junto a esto, una “redefinición de las políticas de ingresos”, es decir, el no va más del aumento del salario real cuando el salario medio todavía pugnaba por recuperar el nivel que tenía en 2001, antes de que la devaluación de 2002 generara un deterioro del 30 % en el poder adquisitivo. Aunque en este último punto el gobierno dio una respuesta parcial, impulsando a través de su alianza con Hugo Moyano techos implícitos para la negociación salarial de paritarias, en el resto de los aspectos las medidas gubernamentales se alejaron de las decisiones que para Damill y Frenkel habrían sido necesarias. No solo no hubo plan antiinflacionario, sino que se intervino el Indec, pasando a “‘controlar’ el indicador en lugar de la inflación en sí misma” (p. 134). Sin reformulación consistente, concluyen, “el esquema de políticas empieza a perder coherencia” (p. 135). Y las respuestas que se dan crean nuevos problemas.

Esto es lo que explica todo lo que ocurrió desde entonces. La explosión del déficit fiscal, la pérdida de competitividad cambiaria como resultado de la inflación (como la inflación fue mayor que lo que se ajustó el valor del peso en relación al dólar, los precios en dólares subieron) y, finalmente, la reaparición de la llamada restricción externa. O sea, el atoramiento de las posibilidades de crecimiento por la falta de dólares.

La amarga conclusión es que con la disolución del esquema de política macroeconómica vigente durante el quinquenio 2003-2007 se perdió “una oportunidad extraordinaria de colocar la economía del país en un sendero sostenible de crecimiento inclusivo” (p. 152).

No se puede perder lo que no se tuvo

En la mirada de Damill y Frenkel, entonces, el fracaso se explica por la equivocación del camino. Pone el acento sobre los desmadres macroeconómicos, pero haciendo abstracción de las contradicciones de las que estos surgen.

En primer lugar, del atraso y la dependencia. Para los autores, este atraso solo existe como dimensión para prescribir un tipo de cambio “competitivo” que compense la baja productividad de la economía –que significa mayores costos locales vis a vis los internacionales [4]–. Pero este se manifiesta también en la desarticulación industrial, que convierte a las ramas más importantes de la manufactura local en uno de los mayores demandantes de divisas [5]; en el peso que tienen los compromisos en moneda extranjera, que después de la renegociación de 2005 volvieron a acrecentar su peso en el presupuesto [6]; y en el peso que adquiere el giro de utilidades de las empresas extranjeras, que junto con la fuga de capitales distraen recursos de la inversión y golpean sobre la disponibilidad de reservas.

El kirchnerismo pretendió que era posible, gracias a la prosperidad basada en la soja y la elevada rentabilidad capitalista, convivir alegremente con todas estas contradicciones solo porque gracias a estas condiciones favorables se manifestaban de forma atenuada. Fue pagador “serial” de la deuda (como lo dijo la presidenta) y permitió que decenas de miles de millones de dólares gangrenaran todos los años la economía, mientras los dólares de la soja fueron suficientes para pagar la cuenta. Pero el cambio en las condiciones internacionales favorables y el peso de los problemas que desarrolló la economía argentina refutarían duramente esta pretensión. Por si quedaban dudas de la inexistente vocación de atacar las raíces de la dependencia, en pos de la “soberanía energética” el gobierno se abrazó a Chevron.

En segundo lugar, el lamento de Damill y Frenkel se abstrae de las aspiraciones encontradas que debió administrar el kirchnerismo, soportando para eso el deterioro del equilibrio macroeconómico que los autores tanto valoran. Desde sus comienzos el kirchnerismo buscó alimentar la idea de que mantener la rentabilidad corporativa y la mejora paulatina de los salarios (partiendo del bajo piso de 2002) no era incompatible, mas allá de un plazo corto o mediano. Esta pretensión –dictada por la necesidad de reforzar la legitimidad social después del 2001– ante las primeras muestras de que no era tan sencillo conciliar las aspiraciones contradictorias, empujó a tomar medidas de contención. Para esto el gobierno puso en juego la carta fuerte con la que por entonces contaba: los recursos fiscales holgados. Estos se usaron desde 2007 con el objetivo de atenuar las dificultades a través de subsidios que solventaban una parte de la masa total de ganancias del capital con el fin –no conseguido– de atenuar la presión alcista de los precios. Al mismo tiempo comenzaron, como ya mencionamos, los esfuerzos por imponer techos a los aumentos de salarios. Con los subsidios el gobierno “internalizó” una presión imparable al aumento del gasto público. En vez de contener las contradicciones, estas se derivaron en una sangría de recursos. En 2007 los subsidios fueron de $ 14.600 millones, en 2015 superarán los $ 230.000 millones. Junto con la deuda pública, esto ayuda a entender por qué el superávit fiscal se transformó en déficit creciente. De más está decir que no alcanzó para frenar a los precios, que siguieron su vía alcista, aunque hubieran subido más sin ellos.

Se creó un dispositivo de desmonte cada vez más difícil. Es que si bien fracasó como contención general de precios, el sistema de subsidios frenó algunas tarifas que si se remueven podrían dispararse, creando además un efecto cascada en otros sectores. Por eso, una vez iniciada esta orientación –que era la más coherente con la ilusión reformista que el gobierno requería alimentar– se impuso el conjunto de medidas que condujo cada vez más lejos del añorado “modelo” de 2002-2007.

Bajo el clima político y la relación de fuerza entre las clases establecida pos 2001, empujado por la necesidad de mostrar una respuesta a las aspiraciones de los sectores populares a los que buscaba reconciliar con la dominación burguesa, se impuso para el kirchnerismo utilizar los recursos logrados durante los años de mayor prosperidad para favorecer la idea del Estado árbitro, como actor para permitir la distensión de las relaciones entre las clases, conteniendo las aspiraciones populares pero permitiendo algunas concesiones.

Las contradicciones desarrolladas por el “modelo”, el peso de los compromisos externos que el gobierno renegoció en 2005, y los lastres del atraso y la dependencia –que ni el kirchnerismo ni los críticos que reseñamos consideran un problema de primer orden– pusieron en evidencia la imposibilidad de este proyecto una vez agotadas las condiciones extraordinarias de la pos convertibilidad. La conciliación de clases se muestra otra vez como un proyecto de alcance limitado. Y con los programas económicos que preparan tanto el oficialismo como la oposición para el próximo mandato se proponen para que una vez más, los platos rotos, los pague el pueblo trabajador.

Notas

[1] En este apartado todas las referencias entre paréntesis corresponden a Los platos rotos. Memoria y balance del Estado kirchnerista, Bs. As., Sudamericana, 2015.

[2] Sobre la recuperación limitada de la inversión y una indagación de los motivos de la misma ver Esteban Mercatante, “La Argentina, a 10 años de la salida de la convertibilidad: contradicciones recurrentes para la continuidad de la acumulación capitalista. Una mirada desde la teoría marxista”, en Blog del IPS (www.ips.org.ar), agosto de 2012.

[3] En este apartado todas las referencias entre paréntesis corresponden a Carlos Gervasoni y Enrique Peruzzotti (ed.), ¿Década ganada? Evaluando el legado del kirchnerismo, Bs. As., Debate, 2015.

[4] Ver al respecto Esteban Mercatante, “Argentina devaluada”, IdZ 7, marzo de 2014.

[5] Ver Guadalupe Bravo, Lucía Ortega y Esteban Mercatante, “Automotrices: del auge al frenazo”, IdZ 12, agosto de 2014.

[6] Pablo Anino y Esteban Mercatante, “Pagarás y te sacarán los ojos”, IdZ 11, julio de 2014.

Esteban Mercatante es economistas del Instituto del Pensamiento Socialista -IPS Karl Marx y miembro del comité de redacción del periódico La Verdad Obrera

Fuente:
Ideas de Izquierda N° 21, Buenos Aires, julio 2015

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