Multiplicar las fronteras, externalizar el control

Marco Aparicio

Gerardo Pisarello

14/01/2007

 

En su Preámbulo, el Tratado constitucional europeo se vanagloriaba de que “Europa brinda las mejores posibilidades de proseguir (…) la gran aventura que hace de ella un espacio privilegiado para la esperanza humana”. La Unión Europea (UE) realmente existente, no obstante, ha venido construyendo un escenario muy alejado de tan confiadas perspectivas. El número de víctimas humanas tanto en el camino como en el interior de lo que, no sin eufemismos, suele describirse como un “espacio de justicia, libertad y seguridad”, crece sin freno. Sólo entre enero y julio de 2006, la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía cifraba en más de 3.000 las personas muertas en el trayecto marítimo hacia Canarias. La Media Luna Roja ha elevado esa cifra a unas 25.000, considerando que a las costas españolas no llegan más del 40% de las personas que se lanzan al mar. A dichas muertes habría que sumar las del mediterráneo y todas las del trayecto terrestre hasta las costas africanas y las fronteras orientales de la UE.

Este panorama se explica por un sinnúmero de razones estructurales. Pero todas ellas resultan difícilmente escindibles de unas políticas europeas y estatales basadas en la asfixia de la entrada legal, en el menosprecio de las solicitudes de asilo, en el control de las zonas de tránsito por medio de sistemas militarizados, en la construcción de vallas y muros cada vez más altos y sofisticados, en las devoluciones masivas, o en crecientes retornos en frontera.

Por otro lado, en los 25 Estados miembros de la UE existen al menos 178 centros de detención temporal para extranjeros. Las condiciones de dichos centros, como ha sido denunciado en reiteradas ocasiones, pueden llegar a ser más degradantes que las de los centros penitenciarios. Las personas detenidas en ellos no han cometido ningún delito. Una simple falta administrativa –carecer de papeles– los condena a una sanción que resultaría inadmisible tratándose de ciudadanos comunitarios.

A pesar de sus pomposos gestos de superioridad civilizatoria, la UE no ha hecho nada para revertir esta situación. No sólo no se ha planteado la necesidad de un control garantista de estos centros, por no decir su lisa y llana eliminación. Ha lanzado, por medio de la Comisión, una regresiva propuesta de Directiva que pretende situar el tiempo máximo de detención “temporal” en 6 meses, un período muy por encima, por ejemplo, de los 40 días que prevé la legislación española vigente.

A estos centros de detención reconocidos por los Estados en el interior del territorio de la UE hay que sumar los informales, así como todas aquellas zonas, centros y campos situados en los márgenes, más allá de las fronteras. Se trata de realidades heterogéneas, de regulación jurídica opaca y en ocasiones inexistente: centros de detención y de internamiento, centros de “tránsito” y de “espera”; centros abiertos, semi-abiertos y  cerrados; centros formales e informales, etcétera.

En este contexto, el establecimiento de centros de detención en terceros países fuera de la UE no constituye una novedad. Es el corolario de una política migratoria utilitarista y punitiva basada en principios aparentemente contradictorios pero de una eficacia, al menos a corto plazo, apabullante. Utilitarista, porque la fuerza de trabajo migrante se concibe como una variable necesaria para apuntalar un modelo económico productivista y neoliberal que el proyecto de integración ha hecho suyo al menos desde el Acta Única de 1986 y, de manera abierta, con el Tratado de Maastricht de 1992. Punitiva, porque la única forma de contar con una mano de obra –con y sin papeles– en permanente situación de vulnerabilidad, es imponiendo un complejo sistema de fronteras y controles capaz de mantenerla a raya.

Que las clases dirigentes de la UE sostengan, al mismo tiempo, que los inmigrantes “son necesarios” y que es preciso “blindarse” frente a ellos, sólo se explica si se atiende a la dinámica de exclusión selectiva y de inclusión subordinada generada por su modelo de desarrollo económico. Más que de “blindar” las fronteras, de lo que se trata es de establecer un sistema de esclusas que permita rechazar a algunos, ilegalizar a otros y atemorizar al resto, incluidos los autóctonos y los ya regulares, para convertirlos en mano de obra barata y disciplinada. De ese modo, las fronteras operan no sólo como un instrumento de control frente al que pretende inmigrar, sino también frente a los que consiguen atravesarlas y frente a los nacionales del Estado en cuestión.

En el marco de tal proyecto, hace su aparición en escena la idea de la externalización del control de la migración y del asilo, con el objeto de responsabilizar a terceros países en las acciones que los Estados miembros y la UE han venido desarrollando en su propio territorio, dentro de sus propias fronteras.

Así, por ejemplo, la UE ha puesto en marcha la llamada “Política Europea de Vecindad” (PEV), mediante la cual se pretende acordar un sistema conjunto de vigilancia y control de las fronteras marítimas y terrestres, el intercambio de información, la identificación de la nacionalidad de los inmigrantes y la formación de funcionarios de frontera, entre otros extremos. Con este objetivo en 2004 se creó la Agencia Europea para la Gestión de Fronteras (FRONTEX), uno de los escasos temas en los que los 25 han podido ofrecer una imagen de unidad.

Igualmente, los ministros de Justicia e Interior acordaron estudiar la creación de cinco “centros de tránsito” en Mauritania, Marruecos, Túnez, Libia y Argelia. La idea era que los extranjeros permanecieran en ellos hasta que se determinara su estatus específico. Las dudas acerca del tipo de trato que estos países podían dispensar a los migrantes han llevado, sin embargo, a aparcar el proyecto.

El gobierno español se ha adaptado sin mayores sobresaltos a este escenario neocolonial y de excepcionalidad. Tras las muertes en las sirgas de Ceuta y Melilla, en el verano de 2005, el presidente del gobierno J. L. Rodríguez Zapatero optó por “europeizar” la crisis e intentar convencer a los jefes de Estado y de Gobierno de que era necesario adoptar medidas urgentes en los países de tránsito y de origen de la emigración, en especial los de África septentrional y subsahariana.

Sin embargo, no parece que las razones humanitarias hayan servido de inspiración a la aportación española. Uno de los objetivos declarados del llamado Plan África para el período 2006-2008 consiste en: “el fomento de las inversiones, sin olvidar la creciente importancia estratégica de la región subsahariana, y en particular del Golfo de Guinea, para nuestra seguridad energética y las oportunidades de negocio en el sector de hidrocarburos para las empresas españolas”. El principal instrumento de cooperación previsto, por su parte, siguen siendo los Fondos de Ayuda al Desarrollo (FAD), criticados, precisamente, porque se trata de ayudas que generan más endeudamiento y que se encuentran condicionados a la aceptación de inversiones españolas en la zona.

La ausencia de políticas genuinas de solidaridad, en realidad, contrasta con la prolija batería de medidas policiales y coercitivas adoptadas en el último año y medio. Desde el mes de mayo de 2006, por ejemplo, cuatro patrulleros de la Armada y tres aviones del Ejército de Aire participan en una operación cuyo nombre pretende hacer honor al “talante” desplegado por el gobierno en la materia: “Noble Centinela”.

En definitiva, más allá de las diferencias que, al menos en términos pedagógicos, puedan establecerse entre el gobierno del PSOE y los exponentes más rabiosos de la derecha en otros países del continente, es posible constatar la acelerada convergencia de una agenda europea en materia de control de fronteras. Los desacuerdos existentes, como revela el tratamiento dado a la cuestión energética en el Consejo europeo de Lahti, responden más a intereses geoestratégicos y mercantiles que a consideraciones “humanitarias” o diferentes maneras de concebir la “alianza entre civilizaciones”.

Existen, sin duda, muchas estrategias de corto y mediano plazo para resistir a esta ofensiva punitiva y neocolonial. Todas ellas, sin embargo, reconducen en último término a la necesidad de actualizar el derecho a la libertad de circulación en sus diferentes dimensiones. Primero, como derecho a quedarse, es decir, a no verse obligado a abandonar la propia tierra por razones políticas, culturales o económicas. Segundo, como derecho a emigrar, una expectativa reconocida en el artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos que la externalización del control de fronteras está vaciando de contenido. Tercero, como derecho a inmigrar, esto es, a establecerse en otro país y a acceder a una ciudadanía de residencia basada en el irrenunciable principio de que, en materia de derechos civiles, sociales y políticos básicos, “los que están en un lugar, son de ese lugar”.

El éxito, en cualquier caso, de toda política dirigida a la progresiva apertura de fronteras está ligado a la simultánea subversión de las actuales relaciones Norte-Sur y a la lucha por un horizonte en el que la emigración no venga forzada por el hambre y la opresión y la inmigración deje de ser juzgada según su utilidad para un modelo productivista, depredador y, en definitiva, insostenible.

(Una versión más larga de este artículo fue publicada en Viento Sur núm. 89).

Gerardo Pisarello y Marco Aparicio son profesores de derecho constitucional en las universidades de Barcelona y Girona, respectivamente

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Fuente:
www.sinpermiso.info, 14 enero 2007

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