¿Izquierda buena, izquierda mala?

César A. Rodríguez Garavito

23/07/2005

Los comentaristas políticos latinoamericanos parecen estar viendo demasiada televisión. Sólo así se explica que estén convirtiendo uno de los fenómenos políticos más importantes de los últimos años, el resurgimiento de la izquierda en toda la región, en una floja telenovela de buenos y malos.

El protagonista del lado de los buenos generalmente es Lula (“el villano arrepentido”), apoyado en los papeles de reparto por Ricardo Lagos (“el hijo modelo”) y, como invitado especial, el belicoso Tony Blair, padre fundador de esta izquierda “moderna y pragmática”. A la cabeza del elenco de los malos está Hugo Chávez (“el negro”), compartiendo créditos con Evo Morales (“el indio”) y las masas radicales de los movimientos sociales --generalmente en el papel de los extras que hacen bulto en las escenas de exteriores--, desde los piqueteros argentinos hasta los zapatistas mexicanos, y los indígenas y campesinos ecuatorianos y bolivianos. En el medio de este guión novelesco se encuentran los personajes infaltables que se debaten entre el bien y el mal, encarnados, entre otros, por Néstor Kirchner, Tabaré Vázquez y Lucho Garzón, quienes oscilan entre escuchar la voz del ángel de la izquierda “pragmática” o la voz del diablillo de la izquierda “populista”.

La distorsión del cliché televisivo se ha regado como pólvora en los análisis hechos tanto por los críticos como por los defensores de la izquierda. La versión extrema entre los primeros es la de Carlos Alberto Montaner, para quien “la izquierda bananera”, la de los villanos de la historia, “es marxista, antioccidental, autoritaria, vociferante, irresponsablemente populista, camorrista, histriónica, dirigista, enemiga del mercado, y se dedica apostólicamente a hacer una revolución fantasmal rescatada de los escombros de la Guerra Fría” --escombros de los que, sobra decirlo, sale el lenguaje apocalíptico de Montaner--. Andrés Oppenheimer insiste en idéntico punto en sus columnas, donde se niega a aceptar como izquierda genuina cualquier partido o movimiento que no siga de cerca la “tercera vía” de Blair y Lagos. Y Mario Vargas Llosa pasa de la novela a la telenovela al añadir la última pieza del guión: el rechazo a pie juntillas de los movimientos indígenas, por encarnar, según él, una lucha “tonta, casi cómica”, basada en un elemental “espíritu de la tribu”.

La misma simplificación es promovida por comentaristas históricamente cercanos a la izquierda. Jorge Castañeda, antes analista y biógrafo de la izquierda y ahora candidato a la presidencia de México, abandona la minuciosidad de su oficio anterior para postular la existencia de “dos izquierdas latinoamericanas”. Como era de esperarse, en esta versión el propio Castañeda aparece del lado de los buenos, mientras que López Obrador, su rival electoral, personifica todos los vicios de la izquierda populista. Finalmente, Joaquín Villalobos, ex jefe guerrillero salvadoreño, se une al coro al distinguir sin más entre una “izquierda realista, pragmática” y otra “izquierda religiosa, conservadora”.

Pero como pasa con todas las películas de buenos y malos, esta clasificación no convence. No hace falta ser experto para sospechar que, en la vida real, los buenos siempre tienen algo de malo, y los malos algo de bueno. Ni para intuir que semejante división maniquea queda sin piso apenas se analiza con rigor lo que hacen en la práctica los nuevos gobiernos, partidos y movimientos de izquierda, que son a la vez mucho más diversos y más unificados que lo que sugiere la novela de las dos izquierdas. En últimas, lo que ésta hace es desviar la atención hacia las preguntas secundarias y fáciles --¿cuántas izquierdas hay?, ¿quién está con Chávez y quién con Lula?-- y sacarle el cuerpo a las preguntas relevantes y difíciles: ¿La izquierda es buena para protestar pero mala para gobernar?, ¿qué propuesta tiene sobre la democracia y la economía?, ¿cuáles son las relaciones entre los partidos y los movimientos sociales?, ¿por qué unos y otros resurgieron en los últimos años? Son éstos y no aquéllos los interrogantes que arrojan luces sobre la saludable resurrección del debate democrático entre las ideologías de izquierda y de derecha.

Al examinar estas preguntas con base en la evidencia empírica antes que en la imaginación novelesca, lo que sale a la superficie es nada menos que una profunda reconfiguración de los sistemas políticos y las sociedades latinoamericanas. A vuelo de pájaro, el ascenso de la izquierda ha ido de la mano de la crisis de los sistemas partidistas que dominaron la vida política de la región durante el siglo xx, como el unipartidismo del pri en México, o el bipartidismo de colorados y blancos en Uruguay, de liberales y conservadores en Colombia, y de adecos y copeyanos en Venezuela. Al mismo tiempo, con la llegada de la izquierda a la presidencia en Brasil, Uruguay, Venezuela y Argentina, y a las alcaldías de Bogotá, San Pablo, Ciudad de México y otras megalópolis, y con el levantamiento campesino, obrero e indígena contra las políticas de ajuste estructural, hizo agua el consenso neoliberal que parecía intocable en los ochenta y los noventa. El ascenso de la izquierda ha estado asociado también con la crisis de legitimidad de la democracia representativa y la revitalización de la democracia participativa, como lo muestran los programas de presupuesto participativo implementados por el pt brasileño en las ciudades que gobierna. En fin, la trascendencia política y social de estas y otras tendencias supera de lejos la de la estrecha clasificación en dos izquierdas.

Pero, entonces, ¿cuántas “nuevas izquierdas” hay en América Latina? A riesgo de decepcionar a quienes esperan una respuesta categórica, el análisis empírico de las formaciones de izquierda que han surgido o ganado fuerza durante la última década muestra que existen, al mismo tiempo, una y muchas izquierdas (véase C Rodríguez, P Barrett y D Chávez, La nueva izquierda en América Latina, Norma, 2005). Existe una en la medida en que son reconocibles rasgos comunes a la gran mayoría de los sectores que la integran. El énfasis en la democracia participativa, la concentración en formas de lucha política no violenta, y el impulso a las políticas sociales, por ejemplo, son compartidos por movimientos y partidos que suelen ser ubicados en bandos opuestos de la división entre buenos y malos, tales como el pt, los piqueteros, el Polo Democrático y Alternativa Democrática en Colombia, y los movimientos indígenas ecuatoriano y boliviano. Igualmente, la frontera entre el bien y el mal no se sostiene cuando se examina la creciente alianza entre gobiernos nacionales de izquierda --incluyendo los de Lula, Chávez, Kirchner, Tabaré Vázquez, e incluso Lagos-- alrededor de una política internacional que fortalezca la integración regional y disminuya la injerencia de Estados Unidos.

Sin embargo, al mismo tiempo existen muchas izquierdas, porque detrás de estos objetivos compartidos se ocultan diferencias, discrepancias y contradicciones profundas, de cuyo desenlace puede depender la consolidación o el declive de este sector político. Por ejemplo, son evidentes las fisuras entre los movimientos sociales y los partidos, como lo ilustra la distancia entre los zapatistas y la izquierda electoral mexicana, entre Kirchner y un sector piquetero, o entre Lula y los sin tierra. Son patentes también las diferencias entre los partidos jerárquicos como el sandinista de Ortega en Nicaragua y los partidos organizados democráticamente como el Frente Amplio uruguayo o el pt. Y son bien conocidas las tensiones entre la izquierda tradicional y los movimientos indígenas (algunos de los cuales incluso rechazan que los afilien con la izquierda), en buena parte debido a la incapacidad secular de la primera de incorporar a su agenda la defensa de la diversidad cultural.

Cualquiera que sea la posición que se tenga sobre la izquierda, una cosa es clara: sólo si se la toma en serio, y no como guión de telenovela, se la puede analizar o criticar mediante una discusión democrática y abierta. Si los latinoamericanos repetimos el error histórico de cerrar el espacio intelectual e institucional para la confrontación ideológica entre izquierda y derecha, ella tendría lugar en todo caso, pero en una situación de creciente polarización e inestabilidad social. Y con ello podríamos pasar de la novela a la tragedia.

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* César A. Rodríguez Garavito es Profesor de la Universidad de Los Andes (Colombia). Investigador en derecho, justicia y sociedad y coautor de La nueva izquierda en América Latina, Norma, 2005.
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Fuente:
Brecha, 23 julio 2005

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