La apropiación populista del trabajo: un escrito en dos actos

Joaquín Pérez Rey

13/04/2019

Introducción: carnaval de la vida mexicana

En las paredes del Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, un edificio cuyo interior responde a una estética art decó, se puede encontrar una muestra significativa de la conocida e impactante muralística del país norteamericano.

«Carnaval de la vida mexicana» de Diego Rivera es una de las obras expuestas. Se compone de 4 paneles y se abre con el titulado «La dictadura». En él destaca el rostro de Plutarco Elías Calles, el «jefe máximo de la Revolución», compuesto a base de los rasgos de Hitler, Mussolini, Roosevelt e Hirohito. Una referencia al fascismo que se propaga por todo el mural en el que hombres con máscaras cargan contra espantapájaros. Entre los que cargan una enigmática figura ataviada con sombrero, máscara de animal (¿un perro?), blandiendo dos huesos, provisto de un utensilio para limpiar zapatos y un micrófono; de su mandil cuelga una leyenda: «ley del trabajo».

Se trata, permítaseme aventurar una interpretación, de un mercenario del periodismo, un mero instrumento de manipulación, un limpiabotas del poder, que entretiene o desinforma con reclamos a la población. Y la ley del trabajo es un de esos espejuelos.

Podría pensarse, por quien firma el panel, en la clásica invectiva izquierdista contra los intentos reformadores, una crítica revolucionaria a la legislación laboral por asumir el trabajo asalariado en lugar de abolirlo. No obstante, dado el contexto, creo que se trata de un mensaje diferente. Quizá la ley de trabajo que exhibe el siniestro reportero sea una referencia más del mural al fascismo, que siempre ha hablado y mucho de trabajo. La apropiación de la legislación laboral por los regímenes dictatoriales ha respondido siempre a parámetros similares: una mueca de paternalismo en la protección individual de los trabajadores nacionales combinada con la destrucción o desnaturalización de los derechos sindicales. Según nos explica Néstor de Buen estas características estaban presentes en la Ley federal del trabajo mexicana de 1931, quizá a la que aludía el disfraz de perro en el mural pintado en 1936 para el Hotel Reforma y que nunca lució en las paredes del establecimiento, hoy abandonado, por su alto contenido político. Para el ilustre jurista mexicano la ley, probablemente imitando a la Italia fascista, colocó a los sindicatos en una situación de absoluta dependencia del Estado, generando convenios colectivos que funcionaron como instrumento de protección patronal y un derecho de huelga encorsetado y sometido a la verificación de su «existencia».

No pretendo con estas líneas aplacar la llamada de una vocación frustrada como crítico de arte, sino interrogarme acerca de un paralelismo ¿cuelga hoy de la solapa de los dirigentes populistas de derechas la ley del trabajo? Veámoslo con algo de sosiego en dos actos.

Primer acto. Tragedia

Lo hemos dicho, se ha dicho muchas veces: el Derecho del trabajo, una disciplina modesta y a menudo minusvalorada en los esquemas clásicos de los juristas, es, sin embargo, responsable de una de las grandes conquistas civilizatorias del siglo anterior. En su haber está nada menos que haber otorgado la condición de ciudadanos a los trabajadores y no vea aquí el lector un uso genérico del masculino. Con limitaciones, y la de género es una de las importantes que todavía hoy arrastramos, la norma laboral logró parcialmente descosificar a los trabajadores y empezar a considerarlos como sujetos de derechos. No me resisto a traer aquí lo que hace unos meses le escuchaba a Umberto Romagnoli, uno de los maestros del derecho del trabajo europeo:

«En la maleta con la que el Derecho del trabajo se ha presentado en la aduana del tercer milenio estaba la conciencia de haber transformado a los trabajadores súbditos de un estado monoclase en ciudadanos de un estado pluriclase. Por esta razón, la democracia le debe mucho al derecho del trabajo, como le debe mucho al conflicto colectivo que constituye la única garantía real de progreso».

Ahí es nada, pero no se trata de una transición perfecta.

a) Un siniestro paréntesis

Primero porque ha sufrido siniestros paréntesis. El derecho del trabajo balbuceante y recién estrenado del período de entreguerras, que por otro lado es en buena parte de los países europeos el momento fundante de la disciplina, tiene un trágico destino. La experiencia seguramente más inquietante es la de Weimar y la destrucción nazi de un ordenamiento laboral que ha sido inspirador para el planeta entero. Una destrucción que no se hizo sacando el trabajo del debate, sino reapropiándose de él en claves no democráticas y nacionalistas. En verdad, el fascismo incrementa la centralidad del trabajo, cuyo sistema de explotación naturaliza al considerar la desigualdad como una característica estructural, privando así a las clases de su potencial subversivo (Neumann). Se trata, a diferencia de la ficción de los contratantes iguales propia del liberalismo, de hacer explícita la jerarquía estableciendo un principio de sometimiento al jefe (führerprinzip) y un escenario productivista que condena a la desaparición al que no esté en condiciones de participar en él, de modo que el trabajo determina el lugar que se ocupa en la comunidad nacional y se hace pasar por acto de patriotismo (Andreassi Cieri). Todo ello sin entrar en la ignominia del trabajo forzado y de las fábricas concentracionarias.

También sucedió con el franquismo. Responsable de dar muerte al derecho republicano del trabajo, una obra de gran envergadura y precisión técnica, para sustituirlo por las soflamas fascistas de Fuero del Trabajo y la aniquilación, también física, de cualquier rastro de derecho sindical.

Fórmulas que no constituyeron una alternativa al capitalismo, sino que lo defendieron, no obstante su retórica antiliberal. Pura fachada para mantener de forma autoritaria el status quo socio económico, adoptando una retórica «productivista» implacable con cualquier rastro de indisciplina fabril e incorporando al círculo de los productores a los propios empresarios que no hacían más que ocupar la posición que les pertenecía en la jerarquía social. Como virtuosamente relata El orden del día de Éric Vuillard todo empieza con la alianza entre la industria y el fascismo.

Es desde luego un período negro, pero si se echa la vista atrás, como parece hacer el Angelus Novus de Paul Klee, y se hace desde la perspectiva del derecho del trabajo en crisis de la actualidad, quizá quepa decir con Walter Benjamin, al que el dibujo acompañó durante buena parte de su vida, que el Ángel de la Historia con su mirada vuelta hacia el pasado «donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies». No, por tanto, paréntesis sino una sola desgracia que lleva contra las cuerdas a ese derecho del trabajo civilizatorio que hoy miramos con envidia, pero que quizá siempre ha contenido en sus intersticios su propia destrucción. La conquista civilizatoria tenía un peaje, el de apuntalar el capitalismo. Se trata de la consabida ambivalencia de un derecho que a la vez que protege a la parte más débil de la relación consiente esa misma relación de desigualdad, como si para salvar alguien del ahogamiento primero lo tiráramos al océano.

Y los acontecimientos posteriores, tras el esplendor inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial, confirman esta catástrofe única. Aunque esto nos lleva a la segunda de las limitaciones que nos interesa señalar respecto de la conquista civilizatoria procurada por el derecho del trabajo.

b) Un derecho nacional asediado

Y es que, en segundo lugar, el tránsito del trabajo a la ciudadanía se hizo, pese a los antecedentes y las ideologías, con los recursos del estado nación. Fue el derecho del trabajo alemán, español, italiano o el belga el que emprendió la tarea. El ordenamiento laboral acabó encerrado en las fronteras nacionales cargándose de peculiaridades. Si bien respecto del contrato de trabajo el lenguaje fue a grandes rasgos compartido, el derecho sindical se convirtió en una extensión de la idiosincrasia nacional, dando lugar a técnicas bien diversas en materia de autonomía colectiva, dificultando el lenguaje común y, sobre todo, propiciando que los espacios sindicales de las confederaciones fueran fundamentalmente nacionales, postergando en la práctica la creación de sujetos sindicales que actuaran de forma contrahegemónica en el espacio transnacional o supranacional sin más. Cierto que en los albores del derecho del trabajo este ámbito estaba todavía por construir, al menos con la intensidad de la actualidad, pero quizá podríamos aventurar la hipótesis de que la falta de sujetos colectivos organizados en el espacio que desborda el espacio nación ha entregado el ámbito de lo transnacional (y no en menor medida el supranacional) a la lex mercatoria. Se trata de un espacio sin otras reglas que la impuestas unilateralmente por las grandes corporaciones donde, como se sabe, la conquista de lugares democráticos es especialmente compleja y avanza a base de mucho tesón (los acuerdos multilaterales, por ejemplo) o, lo que es peor, a lomos de tragedias medioambientales y humanas (aquí los ejemplos son inagotables), si es que cabe distinguir entre ambas.

La apropiación neoliberal de los espacios internacionales, resumamos así para no distinguir entre sus diversos ámbitos, representa además otro papel capital para la evolución del derecho de la ciudadanía laboriosa. Es en este ámbito desde el que comienza una fuerte deslegitimación del aparato protector propio de los ordenamientos laborales nacionales. La falsa ecuación no deja de repetirse impenitentemente: acabar con el desempleo exige acabar con los derechos de los trabajadores, primero excepcionalmente y más tarde, en la era de las reformas estructurales, de forma definitiva. El ordenamiento laboral entero convertido en un útil de la política de empleo lo que no era más que un antecedente necesario de lo que acabaría por llegar en tiempos más recientes: la norma laboral como instrumento de gestión de la empresa, una herramienta más a su servicio como las formulas societarias o la ingeniería fiscal.

Pero antes de entrar brevemente en estos contenidos conviene alertar sobre sus procedimientos. Buena parte de estas reformas han sido sugeridas, valga el eufemismo, por los organismos financieros internacionales que han hecho depender el acceso al crédito por parte de los países a que estos procedan a una serie de reformas estructurales de su legislación interna, entre ellas, y principalmente, la reforma de la legislación laboral.

Esta condicionalidad ha afectado gravemente a los procesos de decisión interna que, con mucha frecuencia y sabedores que las medidas estaban tomadas, han articulado las reformas laborales orillando el debate parlamentario. Normas de urgencia por doquier han sido la clave de estos cambios que incluso, el ejemplo de Brasil es sobresaliente, no han dudado en dar lugar a grandes turbulencias (anti) democráticas para articular reformas regresivas de los derechos de los trabajadores.

Se ha originado así una especie de «reforma laboral global» explícita que comparte rasgos comunes. Hay desde luego variantes nacionales, pero una serie de líneas de tendencia pueden ser señaladas: la precariedad de las relaciones de trabajo con la aparición de moldes contractuales que priman la inserción laboral a costa de la rebaja de los derechos laborales; la banalización del despido que abandona su consideración como medida de ultima ratio para intentar convertirse en un modo de gestión cotidiano, la descentralización productiva como tendencia imparable y global..., y en un lugar destacado la instrumentalización de la autonomía colectiva.

Se percibe así una suerte de «chilenización» de la negociación colectiva, esto es, una descentralización forzada del convenio colectivo que se pretende quede anclado en la empresa desplazando la negociación sectorial. La empresa como centro de regulación, una especie de autarquía normativa que estimula la competencia en condiciones de trabajo, naturalmente a la baja.

Tampoco puede dejar de mencionarse otra tendencia, a veces explícita, en ocasiones implícita. Se trata de la extensión del modelo del contrato «cero horas». Una forma de empleo basada sobre la disponibilidad no remunerada del trabajador que presta sus servicios solo a requerimiento del empresario. Un tipo de relación espoleada por las nuevas tecnologías y que a veces pugna por considerar obsoletos los indicios de subordinación abrazando el trabajo autónomo y la retórica del emprendimiento. Expulsión hacía una supuesta auto-organización del trabajo que como recientemente y con fina ironía advertía un juez británico supone ser libre para pasar frío o tener accidentes y no resultar protegidos.

Estas reformas de influjo internacional generan enormes paradojas, pero hay una que destaca con luz propia. En muchas ocasiones el acatamiento nacional de las directrices laborales de los organismos internacionales, que se verifica como estamos viendo en reformas laborales regresivas, implica que estos mismo Estados incumplan los compromisos internacionales que en materia de derechos sociales tienen asumidos. Sirva solo como muestra el incumplimiento de la Carta Social Europea por países como España o Grecia.

Algo que demuestra la necesidad de informes de impacto en derechos humanos cuando se establecen los condicionantes de la ayuda financiera o medidas similares, pero sobre todo demuestra que la gobernanza de las relaciones laborales exige transcender el ámbito nacional que, en buena medida, se encuentra a la intemperie frente los mecanismos de retorsión de los derechos laborales que proceden de los distintos órganos internacionales, entre los que cabe incluir a la propia UE. Respecto de esta hace unos días un grupo de prestigiosos intelectuales europeos afirmaba que «la corrosión de los sistemas de solidaridad, ya sean los servicios públicos, el derecho del trabajo o de la seguridad social, es uno de los efectos más visibles de la integración europea, y el primer factor de su desintegración»1.

Un derecho nacional, por tanto, sometido a las presiones del exterior que en su actual configuración a duras penas cumple con el cometido civilizatorio con el que abríamos estas líneas. Y un derecho que se ocupa de un trabajo que ha perdido su centralidad para todos, excepto para los trabajadores que se empecinan en seguir considerándolo su principal preocupación.

Este es el contexto en el que se mueve el trabajo y su derecho la primera década del siglo XXI hasta que, de la mano de políticas populistas de ultraderecha, vuelve a cargarse de protagonismo.

Segundo acto. Farsa

«From the People proceeds the power of the State
-But where does it proceed to?
Yes, where is it proceeding to?»
(Bertolt Brecht, Article One of the Weimar Constitution)

«We assembled here today are issuing a new decree to be heard in every city, in every foreign capital, and in every hall of power.
From this day forward, a new vision will govern our land.
From this moment on, it’s going to be America First.

Every decision on trade, on taxes, on immigration, on foreign affairs, will be made to benefit American workers and American families. We must protect our borders from the ravages of other countries making our products, stealing our companies, and destroying our jobs. Protection will lead to great prosperity and strength.

[...]
We will bring back our jobs. We will bring back our borders. We will bring back our wealth. And we will bring back our dreams».
(Donald Trump, discurso inaugural de su presidencia)

Qué duda cabe que el futuro del trabajo y de su regulación, ahora que el debate recorre el mundo de la mano del centenario de la OIT, pasa por la búsqueda de una normatividad internacional que evite precisamente la debilidad que los estados han mostrado en la defensa del Estado Social. La noción de trabajo decente, la aparición de una rica dogmática sobre los derechos humanos laborales o el diálogo multinivel entre jurisdicciones son elementos de una nueva normatividad que transciende lo nacional y busca espacios de civilización que se incorporan a los países a través de la pasarela de las constituciones internas o de la creación de un ius cogens internacional que llega incluso a prescindir del dato formal de ratificación o no de los tratados (piénsese por ejemplo en las normas consideradas fundamentales por la OIT o las influencias de unos instrumentos derechos sociales sobre otros).

Si bien la acción estatal sigue siendo decisiva para la adecuada garantía de los derechos laborales lo cierto es que el nuevo reparto mundial del trabajo y los avances tecnológicos hacen indispensable una nueva gobernanza global de las relaciones laborales que debería tener un pilar básico en la autonomía colectiva transnacional.

Sin embargo, lejos de asistir a una reconfiguración de los lazos de solidaridad que eviten la competencia a la baja y universalicen la noción de trabajo decente más allá de la ciudadanía, venimos asistiendo a la aparición de estrategias populistas de derechas que han gozado del apoyo ciudadano en partes importantes del globo. Estrategias que rompen con el confinamiento del trabajo y su regulación a un lugar secundario y lo reintroducen en el centro del debate desde una óptica nacionalista y xenófoba. El mensaje no es tanto una recuperación de los derechos laborales perdidos, sino una recuperación del empleo con la fórmula demagógica de protección de los mercados nacionales, expulsión de los inmigrantes y cierre de las fronteras. Pero, como demuestra el denominado decreto dignidad en Italia /2, no es ni si quiera descartable que en el marco de esta reapropiación populista del discurso laboral se produzcan tímidas recuperaciones de derechos que, combinadas con el discurso implacable frente a la inmigración, lancen la idea de un Derecho del trabajo de los italianos o de los húngaros, un derecho excluyente del extranjero al que se responsabiliza de la decadencia del trabajo con derechos. Una estrategia cuyos réditos electorales no hay que minusvalorar.

No es previsible, con todo, que estas versiones demagógicas de la recuperación de los derechos de los trabajadores procuren ninguna suerte de rehabilitación de los ordenamientos laborales. Antes al contrario, cabe esperar un deterioro de las relaciones colectivas y un intento de marginación de las organizaciones sindicales, cuando no una identificación entre patriotismo y degradación de la relación de trabajo3. Sin embargo, el hecho de que el debate del trabajo haya recibido nuevos bríos de la mano de estas propuestas insolidarias y alejadas de los derechos humanos, propuestas carnavalescas por terminar por donde empezamos, demuestra las carencias del discurso progresista, especialmente en su versión socialdemócrata. Que la socialdemocracia ha colaborado activamente con la pérdida de centralidad del trabajo y su reducción a mero coste, asumiendo buena parte del discurso neoliberal, no creo que pueda ponerse en duda. Serán unas u otras las razones de este proceder, algunas de ellas, como ya hemos señalado, explicables como un mero sucumbir a las imposiciones de los órganos supranacionales, pero sean cuales sean, demuestran que el trabajo con derechos debe incorporarse a la agenda inmediata de la izquierda, que tiene el reto de demostrar que se pueden construir espacios de bienestar basados en la solidaridad y que no es posible elegir entre el respeto a los derechos humanos de las personas y la garantía de los derechos laborales y de protección social de los nacionales. Esta odiosa y falaz disyuntiva que, a lomos de las fake news y la manipulación masiva que propician las redes sociales, gana adeptos debe combatirse activamente devolviendo al trabajo de las personas sus derechos, sorteando las limitaciones del pasado reciente y universalizando la noción de trabajo decente. Reconquistar en definitiva la ciudadanía a través del trabajo que ya no puede ser más una ciudadanía estatal, sino global y enmarcada en los valores de la fraternidad.

Esta reconquista arroja sobre las fuerzas de la izquierda una responsabilidad de gran envergadura, la de desmostar la vigencia de estos valores, lo que será imposible si sigue concediendo crédito al discurso de los mercados. Si no se rompe esta dinámica se dará alas a la mascarada de la ultraderecha y serán las libertades las que perezcan. Una amenaza cada día menos alarmista y más alarmante.

Notas:

1/ CASAS, M. E., y SUPIOT, A., «Sobre la democracia en Europa», El País, 14-11-2018. 4

2/ Que ha dado lugar a un insólito, por inesperado, debate en nuestro país, vid. el inicio del mismo en el artículo de Anguita, Monereo e Hillueca: https://www.cuartopoder.es/ideas/2018/09/05/fascismo-en-italia- decreto-dignidad/

3/ Así por ejemplo la carta de trabajo verde y amarilla, los colores nacionales, que propone Bolsonaro para Brasil y que supone la pérdida de derechos laborales y de seguridad social frente a la tradicional carta azul, vid. https://www.cut.org.br/noticias/bolsonaro-cria-carteira-de-trabalho-verd... 96d0

 

Profesor titular de Derecho del Trabajo de la UCLM.
Fuente:
http://www.1mayo.ccoo.es//a0755fcf5edb4acf2a877ae960dfa43e000001.pdf

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