La austeridad no funciona

Luiz Gonzaga Belluzzo

Gabriel Galípolo

19/03/2016

Decía el Barão de Itararé: de donde menos te lo esperas, no sale nada bueno. En la edición del día 19 de febrero de 2016 la revista The Economist decide,  sin embargo, contrariar la máxima del Barón.

Los artículos titulados “Sin munición” y “Extraños caminos hacia adelante” corroboran el fracaso del quantitative easingem (expansión cuantitativa – QE) para reanimar las economías desarrolladas.  A raíz de los estudios del Banco de Pagos Internacionales y la Reserva Federal, ya mencionados en un anterior artículo, la casi bicentenaria y conservadora revista constata lo que los conservadores nativos no  perciben.

La expansión de la liquidez financia la adquisición de activos ya existentes, reales o financieros, como la recompra de las propias acciones o el aumento de los recursos líquidos a fin de acumular activos financieros y reforzar balances, en lugar de financiar la adquisición de bienes y servicios. Nuevas burbujas de activos.

The Economist  llama la atención del lector sobre los miedos que acosan a los inversores: la economía internacional se estaría hundiendo en una nueva recesión.

Ante la imposibilidad de manejar las tasas de interés, ya negativas o próximas a cero en la mayoría de las economías desarrolladas, los policymakers  están desarmados para enfrentar la recesión.

En lugar de repetir el mantra de los medios brasileños, de que sólo el ahorro salarial, la precarización de la salud y las tácticas de exterminio de los viejos pueden salvarnos, The Economist sugiere  pasos para sacudir la economía de su crecimiento letárgico.

La revista maltrata, de forma tan sorprendente como bienvenida, a los gobiernos que adoptan la austeridad y trabajan contra los estímulos fiscales.

Es particularmente heterodoxa  la exhortación a los políticos junto a los bancos centrales para el combate contra la crisis. Aquí la bomba de los herederos de Walter Bagehot: “Pasar por encima de los bancos y de los mercados financieros y poner dinero fresco directamente en los bolsillos de la gente (...) Alentando a gastar y no ahorrar” o “aumentar los salarios para generar una espiral salarios-precios”.

La revista sugiere también el manejo de “herramientas menos arriesgadas”.  Propone desvergonzadamente el empleo de la política fiscal para estimular el crecimiento, una herejía capaz de provocar estremecimientos y silbidos en la opinión pública nativa.

“Los mercados de activos (mercados de bonos) y las agencias de calificación van a mirar más amablemente el aumento de la deuda pública si existen activos frescos y productivos del otro lado de los balances. Sobre todo, este tipo de activos deberían incluir infraestructura (...) Sería sabio que los gobiernos  trabajaran  más en la mejora de la infraestructura pública (...) Programas más grandes y de larga duración de gastos de capital  público darían  a  las empresas privadas una mayor confianza sobre la demanda futura y harían más probable una recuperación sostenida”.

Cualquier parecido con las ideas formuladas en La Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero, de John Maynard Keynes, la más importante contribución del siglo XX al pensamiento económico, no es mera coincidencia. La Teoría General cumple 80 años en las noches de 2016.

El lector no debe dejarse engañar y pensar que artículos como los de The Economist o películas como La Gran Apuesta se refieren a cuestiones y problemas exclusivos de las economías desarrolladas.

Las exóticas operaciones financieras que precedieron a la crisis de 2008 en el mercado hipotecario estadounidense, los más de 500 mil millones de reales en intereses, que hunden la economía brasileña en la depresión y destruyen los balances  privados o a la exposición en derivativos al Deutsche Bank, equivalente a 20 veces el PBI alemán, son similares al mismo fenómeno, el fetiche de la liquidez.

Los altos intereses de aquí y los tipos negativos de allá, son la cara y el revés de lo mismo: expresan el colapso de las expectativas de largo plazo acerca de los rendimientos de los activos reproductivos y la corrida hacia los títulos de los gobiernos.  Unos porque la inflación es muy baja, otros porque la proyectan muy alta después de un insensato shock de precios administrados.

Aquellos que tuvieran la oportunidad de asistir a la hazaña cinematográfica de Adam McKay, La gran apuesta (The Big Short), tendrán la oportunidad de comprender cómo el fetiche de la liquidez transformó el mercado financiero en una pirámide de apuestas simultáneas en la valorización y devaluación de la riqueza ficticia.

En el final de la carrera de los tontos, no solamente los inversores a contra corriente tiraron las fichas en la quiebra de los Collateralized Debt Obligation (CDOs), y de otros activos respaldados por hipotecas.

También los “muy grandes para quebrar” jugaron con las propias redes: en cuanto vendían a sus clientes la basura tóxica, apostaban a la desvalorización de los papeles, comprando seguros de crédito. El “short” fue más “big” de lo que sugiere el libro de  Michael Lewis que inspiró el film. En el episodio, el gol en contra jugó a favor.

El antes citado Keynes tenía familiaridad con los mercados financieros.  Fue un trader  bien exitoso, con algunas derrotas.  El saldo, sin embargo, fue bastante positivo. Murió rico. Rico, pero no hipócrita.

Escribió en la Teoría General: “Éste es el resultado inevitable de los mercados financieros organizados en torno a la llamada ´liquidez´. Entre las máximas de la finanza ortodoxa, ninguna, seguramente, es más antisocial que el fetiche de la liquidez, la doctrina según la cual es una virtud positiva de las instituciones de inversión concentrar sus recursos en la posesión de valores “líquidos”. Olvida que las inversiones no pueden ser líquidas para la comunidad como un todo. La finalidad social de la inversión realizada con conocimiento de causa debería ser el dominio de las fuerzas negativas del tiempo y la ignorancia que rodean nuestro futuro. El objeto real y particular de la mayor parte de las inversiones de los expertos, hoy día, es “ganar la delantera” (to beat the genie), como dicen los norteamericanos; ser más listo que el vulgo, y encajar la moneda falsa o que se está depreciando a otra persona”.

Prosigue el rico e irreverente: “Esta batalla de viveza para prever las bases de la valoración convencional con unos cuantos meses de antelación, más bien que el rendimiento probable de un a inversión durante años, ni siquiera necesita corderos entre el público para saciar las fauces de los lobos profesionales: estos últimos pueden jugar entre sí. Ni tampoco se requiere que alguien conserve su fe ingenua en que las bases convencionales de la valoración tengan alguna validez genuina a largo plazo; porque es, por decirlo así, el juego del anillo de la solterona o de las sillas musicales —un pasatiempo en que el vencedor es quien pasa a su vecino el anillo ni demasiado pronto, ni demasiado tarde, antes que termine el juego, y es el que consigue una silla al cesar la música—. Estos entretenimientos pueden jugarse con diversión y deleite, aunque todos los jugadores sepan que lo que está circulando es el anillo o que cuando la música deje de tocar, algunos de ellos no encontrarán asiento”. (Keynes, Teoria General, p.142, 1936).

En los capítulos finales de su Teoría General, Keynes concluye que con seguridad no se puede abandonar a la iniciativa privada el cuidado de regular el volumen correcto de las inversiones y propone la eutanasia del rentista y, consecuentemente, del poder opresor acumulativo del capitalista para explorar el valor de la escasez de capital.

En número de libros, textos, artículos periodísticos y películas críticas del mercado financiero, producidos después de la crisis de 2008, muestra la ampliación de conciencias más alertas para las consecuencias sobre nuestras vidas de las apuestas y el juego de los hombres de las finanzas. En el Brasil de los tipos de interés más altos del mundo, llama la atención el desprecio por lo obvio. Demasiada estupidez es astucia.

profesor del Instituto de Economía da Unicamp
profesor del departamento de economía de la PUC- San Pablo.
Fuente:
Carta capital, 14 de marzo 2016
Traducción:
Carlos Abel Suárez

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