La Biblia contra el mono

Nirlando Beirão

14/06/2015

 

Hacen 90 años comenzaba el tribunal de la intolerancia, con Darwin en el banco de los reos. ¿En Estados Unidos, cambió alguna cosa?

Dayton, Tennessee,  90 años atrás era un pueblo de 1.800  almas fervorosamente asistidas por nueve iglesias y un puñado de iracundos predicadores, dispuestos a irrigar su rebaño con la creencia de una superioridad moral basaba en la adhesión incondicional a la Palabra de Dios.

Desperezándose “en un valle sonriente”, como señaló H. L. Mencken, Dayton ofrecía ese encanto rural, apacible, que disfrazaba  un invernadero de supersticiones, preconceptos e hipocresía capaz de explotar en odio contra quien quisiera rechazar la autoridad literal de la Biblia y sus portavoces. Una villa, observó Mencken, en la que no había una sala de baile ni de juego y donde el deporte más practicado era rezar.  “La oración tiene el poder de realizar muchas cosas”, ironizó Mencken. “Puede curar la diabetes, encontrar billeteras perdidas y proteger las esposas agredidas por sus maridos”.

El proceso instaurado el 25 de mayo de 1925 contra un profesor de Ciencias de 24 años de la Rhea County High School, que tendía peligrosamente a desacreditar la narrativa del Génesis y a refutar que la tierra era plana e infestada de espíritus del mal, habría pasado desapercibido como uno de aquellos episodios típicos de una Norteamérica puritana, racista, ignorante, si no fuese por el simbolismo que el juicio ganó y por la concentración de celebridades que de repente Dayton, casta y pura, recibió.

Para pontificar en defensa de John T. Scopes, cuyos anteojos de aros académicos preanunciaban a un siniestro liberal, acudió Clarence Darrow, el carismático criminalista identificado con las causas progresistas y humanitarias, que tenía en su currículum la defensa de negros, sindicalistas y homosexuales, o sea, en la versión de la feligresía local: Belcebú en persona.

Para exacerbar la acusación se reclutó a otro figurón de prestigio, William Jennings Bryan, que después tres intentos frustrados de llegar a la Presidencia de los Estados Unidos por un Partido Demócrata todavía muy distante del compromiso social de Franklin Delano Roosevelt, se había convertido al más descabellado fundamentalismo religioso, insuflando a una multitud de crédulos por todo el país, con timbre catastrófico de profeta del Apocalipsis. Para Bryan, sería un ajuste de cuentas con Darrow – “ese ateo y agnóstico”- que vivía  ridiculizando su fanatismo.

Una avalancha de periodistas también inundó Dayton con su elenco de estrellas, comenzando con H. l. Mencken, que puso al servicio del Baltimore Evening Sun su verba empapada de sarcasmo, pero que al final de 11 días de sudorosa batalla forense - en un ambiente que recordaba propiamente a la caldera del infierno – donde se permitió brindar a Bryan ya no el artificio del libertinaje y sí con la santa indignación de quien presenció en el acusador un desfile de “imbecilidades peculiares” y de “insensatez teológica”. “Llegó héroe y salió bufón”, apostrofó el periodista.

Fue Mencken, además, quien bautizó aquella “orgía religiosa” como The Monkey Trial (El juicio del mono) – una vez que fue obvio que allí no se trataba de juzgar a un novato profesor de un curso del secundario y sí, de condenar a Charles Darwin in absentia, la Teoría de la Evolución, El origen de las especies, 65 años después de su publicación – en la concepción primaria y abyecta de los fundamentalistas, penalizar en la figura de un maestro de escuela, aquella idea de que “el hombre viene del mono”, que no fue esculpido en el barro, 6 mil años atrás, por la mano de una divinidad barbuda y casi siempre vengativa.

En ese contexto, el infiel Scopes salió del foco del debate y de las cámaras, así como el propio juez John T. Raulston, un magistrado mediocre que se unió sin desagrado al coro de Hosanna de los acusadores, cercenando la defensa y dejando claro que la sentencia estaba decretada antes del juicio mismo. El título mediático The Monkey Trial (El juicio del mono), en realidad, estaba en la coreográfica esgrima entre Darrow y Bryan, dos astros de los tribunales. Bryan empeñado en denunciar el bellaco ataque de los enemigos de la fe, Darrow previamente convencido de que las perlas de su reconocida elocuencia serían recibidas por aquella platea de pueblerinos como si él destapara – comparó Mencken – los caños de las cloacas de Afganistán.  Pero Darrow tenía una causa que defender y aún frente a su previsible derrota en la guarida provinciana, pondría en cruel ridículo a la intolerancia y al fundamentalismo.

El golpe de efecto del “viejo diablo” – old devil, tal como Darrow pasó a la posteridad – ocurrió en la tarde del 20 de junio, que precedía a la sentencia ya sabida. “La defensa desea llamar al señor Bryan como testigo”. La frase sonó como un petardo en la sala. Perplejidad del juez, la defensa acojonada. William Jennings Bryan, el Savonarola de Dayton se resigna a subir a la tribuna. Clarence Darrow se acerca. – “El señor tiene un considerable conocimiento sobre la Biblia, ¿lo tiene Mr. Bryan?”. Bryan vaciló: “Sí, lo he probado”. –“No tengo dudas a ese respecto”, respondió Darrow. “Cincuenta años, yo creo”, dice Bryan.

La masacre iba a durar dos horas. ¿El señor cree que Jonás fue comido por una ballena? Si así fue ¿cuánto tiempo permaneció en la barriga de ella? ¿El señor cree que Josué hizo parar el sol en el cielo? Si lo hizo, ¿no hubiese pasado alguna cosa en la Tierra? ¿Cuál es la edad de la tierra, señor  Bryan? ¿El Señor cree que el mundo fue creado en seis días? – y así el sulfuroso  Darrow siguió picoteando a un confuso Bryan cuya única respuesta fue un irritado y genérico “yo creo en la Biblia, Mr. Darrow”. Los enviados de la prensa  reían a carcajadas.

Los vencedores terminaron quedando como la mona. La repercusión mundial del juicio inhibió la ofensiva creacionista que desde Tennessee amenazaba propagarse por el Sur Profundo – Georgia, Alabama, Mississippi. John T. Scopes fue condenado por la herejía de predicar la ciencia, no el dogma, pero ahora un avergonzado juez Raulston redujo la multa a 100 dólares, que organizaciones de derechos civiles trataron de pagar.  Scopes se mudó a Chicago, donde ganó una beca para estudiar Geología. Recién en 1967 la Suprema Corte de Tennessee derogó la ley anti evolución. William Bryan no tuvo cómo saborear el dudoso triunfo: murió seis días después de la sentencia, de un ataque cardíaco.

Noventa años después, los Estados Unidos del Tea Party, de Sarah Palin, los evangelistas caretas de la Fox News y la infinidad de sectas de los cristianos nacidos nuevos, que, así como aquellos maniáticos de Dayton, viven el dilema Biblia vs. Mono. Con una ciega adhesión a la Biblia.

Nirlando Beirão es columnista de la revista Carta Capital.

Traducción para www.sinpermiso.info: Carlos A. Súarez

Fuente:
Carta Capital, 7 de julio de 2015

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