La Cuba de anoche

Julio César Guanche

29/11/2020

Ayer, 27 de noviembre, fue un día normal y una noche larga.

Todos los días son más o menos iguales para mí. O trabajo, o trabajo. Empezó a las 7 am con un evento a través  de zoom, VPN mediante, con el Max Planck Institute alemán, con esa mala costumbre que tiene la gente de no hablar todo el tiempo en español. Después una reunión online kilométrica. Después, más trabajo. Después, la cola de una tienda a la que me había comprometido con mi madre. Mientras tanto, no dejé de mirar el teléfono con lo que ocurría en 2, entre 11 y 13. Fui dejando crecer dentro de mí con calma la necesidad de ir. Camino y hablo rápido, pero prefiero pensar despacio.

La noche sería otra cosa. Cogí unos panes y dos pomos de agua para ofrecer y salí para el Ministerio de Cultura. Cuando llegué, no sentí nada diferente a lo que siento cuando voy a un concierto. Conoces a cuatro de cada cinco personas, sea corpórea o virtualmente (La Habana siempre me ha parecido una ciudad tan hermosa como pequeña). Hablé con un montón de amigos de las mismas cosas de siempre. Unos se reían del último post, los “viejos” nos preguntábamos por los hijos, después nos encontrábamos allí a los hijos, y a los amigos de los hijos, otro se aplicaban gel de manos y ofrecía el pomito,  otro ofrecía café incluso con vasitos plásticos, me reía leyendo a Dimitri Prieto diciendo que estábamos allí siguiendo la tesis oncena de Marx sobre Feuerbach, y así. Todo tranquilo.

Mientras tanto, 32 personas estaban dentro del MINCULT reunidas con el viceministro Fernando Rojas Gutiérrez, en uno de esos encuentros que ya se citarán para siempre. Una reunión así, en una institución oficial, frente a sus autoridades, con personas de tamaña diversidad, no ha tenido lugar en Cuba desde los primeros años 60.

Foto: Gabriel Guerra Bianchini

***

Miraba el teléfono con la obsesión de ahorrar batería.  Amigos mandando mensajes, ofreciendo recargas. Cirenaica Moreira, mi fotógrafa preferida, la más grande de Cuba en mi modesto entender, me celebró mis fotos, y tuve el descaro de pedirle unas palabras para una futura hipotética exposición. Todo el mundo hablaba de la cosa, de la caída de facebook del día anterior. Otra amiga me mandó, por sus propias ganas, una traducción al inglés del post que escribí antes de salir para el Ministerio. Todo normal. Muchos mensajes me decían “cuídate”, pero a estos no les di, la verdad, mucha importancia.

Para ese momento, aquello era literalmente ya un concierto. Fito del Río, un trovador amigo de mis hijos, cantaba sus propias canciones. Un poeta que conocí hace unos días en una presentación de El Caimán Barbudoperformóallí los mismos versos que le escuché entonces.

El tiempo iba pasando. Luego, las canciones pasaron a ser las canciones mías de toda la vida. Santiago Feliú, Frank Delgado, Carlos Varela, X Alfonso, Teresita Fernández y, obvio, Silvio y Pablo. Pero se fue la luz.

Foto: Gabriel Guerra Bianchini

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Ahí empezó “Cuando se vaya la luz mi negra”. Me transporté a la azotea de Habana Blues y a ese grupo de cubanos inderrotables que tan bien dibuja la película de Benito Zambrano. Yailene Sierra poco antes me había escrito al Facebook para saber si se podía entrar a la zona del Ministerio. Yailene, como Broselianda o como Laura de la Uz, es de esas actrices de las que lo recuerdas todo. Recordé la mirada de Yailene dirigida al medio cabrón de su expareja — hay gente que se esfuerza, pero no termina de ser un completo cabrón— en la azotea de esa película mientras cantan a coro Cuando se vaya la luz mi negra.

Pero seguíamos sin luz en una noche cerrada, en una calle con árboles frondosos. A más de unos metros no veía nada. En eso, vemos que avanzan hacia nosotros una pila de luces. Fue, sinceramente, medio tremebundo. Yo había visto al llegar muchos policías y militares vestidos de civil, y muchos civiles organizados, con sus guaguas y sus pullovers, y circulaban noticias sobre nuevos arribos de nuevos grupos de ese perfil a las inmediaciones.

Por unos segundos, mientras las luces avanzaban hacia nosotros, pasaron por mi mente muy rápido algunas posibilidades. Entre ellas pensé que venían a cargar contra nosotros como en la tángana del 30 —recordé de un flechazo que Enrique José Varona vivía también en el Vedado— hecho que me sé de memoria por las crónicas de Raúl Roa y Pablo de la Torriente. Fue raro, porque sabía que eso no iba a ocurrir, sin embargo, fue lo que más tiempo ocupó mi cabeza en esos breves segundos. Me dio por ponerme de pie y de frente a las luces, que resultaron ser de celulares.

 Eran jóvenes, que en número de unos 50, habían roto, con las manos en alto según contaron luego, el cordón policial que impedía en ese momento el acceso al Ministerio. Cuando vimos que eran esos jóvenes, todo el mundo aplaudió. Vi, casi literalmente, descender una de las capas de presión que flotaba en el ambiente.

(Por si acaso, debí aclarar desde antes que estoy contando solo lo que vi. No estoy completando mis recuerdos con lo que otros me dijeron o con lo que leí en Facebook. Puedo equivocarme en la cronología de los hechos, cosa que además me pasa a menudo, pero no en los hechos que vi.)

A poco, un joven grita “Que conste, éramos cincuenta jóvenes indefensos y nos echaron gases lacrimógenos”. En ese instante, ni le entendí ni le creí. Pensé que era un provocador. He estado, fuera de Cuba, en varias manifestaciones y mi idea de “gases lacrimógenos” son vehículos esparciendo gases y ver gente sin poder literalmente respirar. Luego, otro muchacho, visiblemente alterado, y creo que llorando, grita: “nos echaron gases lacrimógenos”.

Las ciencias sociales lo repiten hasta el infinito, pero ver en acción la sabiduría que desarrolla la acción colectiva en pocos segundos y en escenarios a los que no está acostumbrada es extraordinario. Todos los intentos de provocación, o de insistir sobre cuestiones que eran ciertas pero “halar de su hilo” podían complicar toda la presencia allí, recibían respuestas  inmediatas por parte de cualquier participante.

Por ejemplo, era cierto que en uno, o más momentos, no estaban dejando entrar a personas que querían llegar al Ministerio. Varios empezaron a gritar “que los dejen entrar”. Quizás no era provocación ——ni siquiera vi a quien lo gritó— pero podía conducir a ello. En un  segundo, una crítica  de arte, que usa refinadamente el castellano cuando escribe, soltó en un español cubano espeso: “pues no pasa nada, que se sienten allí y ya está”. Fue aclamada.

Esa sabiduría funcionó por igual cuando ese segundo muchacho tan afectado gritó que le habían arrojado el gas. Otros se le acercaron, le conversaron de cerca, le ofrecieron asiento en el suelo. No creció ese hilo, ni escaló respuesta alguna a ese hecho. Allí no se gritó nada. Ni una consigna. Nada. Música y aplausos, cosa que parece el nombre de un programa ridículo de TV, fue lo único que escuché allí.

Entretanto, vi directamente el miedo. Una muchacha miraba alrededor con un temblor y decía, “me escriben que están entrando militares vestidos de civil”. En ese momento, yo estaba al lado de Mario Castillo, un viejo amigo, anarquista de la estirpe de Alfredo López, que tiene la calma de los chinos que tan bien ha estudiado. Le dijo, “tranquila, que están aquí desde el principio, no pasa nada, es su trabajo: el de la inseguridad del estado”. Al rato, dijo también: “miren qué hermosa luna”.1

Por si no lo han notado, soy intelectualmente bastante nerd. No hay frase que escuche que no asocie con otra. Recordé al poeta y profesor Guillermo Rodríguez Rivera diciendo que el “Caso Padilla” era un problema de la “inseguridad del estado”. También, en algún momento del apagón, caí en la cuenta de que era 27 de noviembre y me puse pensar ——eso sucede en una ráfaga de segundos— en Mateo Orozco, el héroe cubano, completamente desconocido, que dio muerte a Gonzalo Castañón, para convertirse en el inicio de la saga que llevó al fusilamiento de los ocho estudiantes de medicina en 1871.

No era fortuita la asociación, Mario me había contado poco antes que habían estado en la mañana rindiéndoles homenaje a los estudiantes, a los negros abakuás asesinados en esos días en defensa de los estudiantes, y a Tato Quiñones.

“Absorto en tan profundos pensamientos”, viene hacia mi Royma Cañas, amiga y editora, con la que trabajé varios años en la Editorial Ciencias Sociales. Me dice “Guanche: me echaron gas”.2 Al lado, escucho a otras personas hablando de lo mismo. Uno muestra sus ojos, bien rojos. Le pido a Royma que me explique. Ella es delgada y menuda, pesa menos de la mitad de mi peso. Tenía en su voz una rara mezcla de calma con furia. Ella y otros habían salido a buscar algo fuera de la manzana que ocupa el Ministerio. Al regreso, le impedían volver a entrar.

En ello, preguntaron por qué y le responden “son órdenes que tenemos”. En su caso, un par de policías se ponen de espaldas a Royma y a otro par de amigos suyos, con el tubo de spray en su espalda apuntando hacia ellos —no soy experto en materia policial alguna, supongo que ese spray es alguna variante de gas pimienta—.  Uno de ellos, echa el gas en dirección al suelo. Otro le grita, según me cuenta ella mientras los otros asienten, “echálo a la cara”.

Ese mismo cuento lo estaban haciendo otros que habían pasado por lo mismo. Todo esto ocurre en medio del apagón. Vi a personas alrededor con la traza visible del miedo en el rostro. Escuché a algunas personas decirle a otro “tengo miedo”. Vi irse a alguno, y no vi a nadie reclamarle por hacerlo.

Pero estaban las canciones. Es algo que nunca había sentido en mi vida. Mientras se cantara, todo estaba bien. Cuando llegaba un silencio, sin canciones, la noche cobraba una dura espesura. No creo que fuera miedo lo que sentí, pero no era una sensación agradable. Luego venía otra canción, yo tarareaba y todo entraba en orden cósmico. Después, otro silencio. Silencio. De pronto, escucho que dicen a mi lado: «caballero sin lío, para la próxima traemos vinagre, eso corta el efecto del gas”. Vi a alguien que estaba enfrente asentir, pero como si hubiera dicho, “traeremos agua”. Estaba pensando en otra cosa.

***

 Una frase que escuché más de una vez fue “no podía perderme esto”. No es esta crónica un espacio para análisis políticos profundos sobre lo sucedido. Algo breve escribí ya, y quizás abunde más adelante sobre ello. Me remito aquí solo a la experiencia, que también importa.

En las casi siete horas que pasé allí lo que vi fue un microcosmos cubano. Gente de todo tipo, amigos, hermanos, conocidos, desconocidos, hijos de amigos entrañables, ellos mismos entrañables, gente diferente; gente que no se saluda, pero se conoce. Lo normal.

No vi que se separaran en grupos: los revolucionarios de este lado, los contrarrevolucionarios del otro. Eso, es obvio, no cancela las pertenencias políticas con que llegamos y salimos de allí, y con las que seguiremos.

Lo que digo es que tenemos la obligación moral y política de entender la Cuba de anoche como algo que en ningún caso se trata de “una pandilla de contrarrevolucionarios haciendo causa común con terroristas”. El que sostenga y aliente esa narrativa tiene que saber que es culpable de proponer el escenario de futuro más horrible que podríamos tener por delante: el que asegura el espacio del “nosotros” contra todos los demás. Todo en esa frase suena horrísono, por las consecuencias que ha traído, y, sobre todo, por las que puede traer.

Es una pesadilla que tengo hace tiempo. Me siento en la obligación de hacer todo lo que pueda por evitarla. Creo que tenemos, como cubanos, ese deber. En este país, como en otros, hay mercenarios. Pero allí no hubo una sola loa al intervencionismo estadunidense en Cuba ni una sola defensa del bloqueo contra Cuba. Había personas a las que he leído defenderlos, pero eso no tiene nada que ver con el espíritu general que viví allí.

Este país, y el país de anoche, no es un país de mercenarios. Lo que sucedió ayer fue todo lo contrario. Viví miedo y alegría, viví solidaridad, viví ayuda mutua concreta, vi a gente conversando normal en medio de todo. Esos son valores revolucionarios. Cuando salieron los que estaban en la reunión, y se dijeron palabras que nunca se habían dicho así en público en un recinto público, vi respeto y vi esperanza.

Esa esperanza es sobre Cuba, sobre el mejor futuro del que somos capaces. El futuro que nos merecemos. El que quiera pensar que es solo sobre San Isidro, puede hacerlo, pero se equivoca. El que sienta que debe defender “la revolución” contra lo que sucedió ayer, que lo haga, pero también se equivoca. La Revolución no está en un lugar, en un parque, en un acto. Está donde quiera que haya convicción moral por la justicia y pasión política por la libertad.

Las autoridades cubanas pueden y deben entender lo sucedido anoche. Revolución es lucidez, decía Alfredo Guevara, ahora tiene que serlo quizás como nunca antes. Nos estamos jugando mucho. La agresión externa va a continuar, las demandas internas legítimas van a continuar y los proyectos de cooptar las últimas a favor de la primera van a continuar.

Procesar ambas de modo efectivo a la vez que con legitimidad exige mucha sabiduría y mucho compromiso. En Cuba existe esa sabiduría. La sabiduría colectiva y patriótica cubana.

A la hora de irnos, los reunidos aseguraron que existían garantías de que todos nos iríamos a casa sin represalias. Quizás alguien necesitaba escuchar eso. Yo, la verdad, no. En lo personal, entré, permanecí, y salí sin problema alguno. Tuve, ciertamente, preocupación por otros cercanos a mí que allí estaban, y llegué a decirles que se fueran, cuando la noche se hizo más obscura. No se fueron y no les pasó nada. A otros les pasó lo que he descrito y luego se sentaron y se integraron. No he sabido si alguien experimentó algún problema al salir. No pasó con nadie del grupo grande del que yo formaba parte al salir.

Al final, todos cantamos La bayamesael himno de Perucho Figueredo e Isabel Vázquez, el himno de todos los cubanos: el grito que en Bayamo anunció la decisión de una Cuba independiente, libre y justa, sobre las cenizas de sus propias casas.

***

Al regresar a casa, compré pan, sobre las tres de la mañana, en la panadería de 23 y 12. Había pan caliente, una mujer soñolienta, con nasobuco y un naylon correctamente colocado en las manos para no tocar el pan. Le dije: “buenas noches, compañera”.

Uno de mis maestros, Antoni Doménech Figueras, me enseñó que  el origen etimológico de “compañero” es “el que comparte el pan”. Su uso actual estaba ya extendido entre los gremios de panaderos europeos siglos atrás. De ahí pasó al uso político del “compañero” en la tradición socialista. No desaproveché la oportunidad de decirle compañera a la panadera. Me respondió cortésmente: “buenas noches”.

No pude pegar ojo después hasta al menos las 5 am. A poco me levanté para escribir estas cuartillas. Mientras tanto, estoy oyendo a Santiago Feliú y le he pedido a uno de mis hijos que vaya a buscar los huevos a la bodega. Me siento tranquilo. Ha sido una noche larga.

Notas:

1 Le he pedido permiso a Mario Castillo para citar esas frases suyas.

2 Le he pedido permiso a Royma Cañas para citar esas frases suyas.

Jurista e historiador cubano, es miembro del comité de redacción de Sin Permiso.
Fuente:
https://oncubanews.com/opinion/columnas/la-vida-de-nosotros/la-cuba-de-anoche/
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